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martes, 15 de junio de 2010

Como en casa



























Hay países y ciudades que a uno se le antojan familiares. Este es el caso de Marruecos y Marrakech, donde resulta, cuando menos, curioso ver autobuses Alsa por toda la ciudad roja. Es Marruecos un país tan cercano en lo familiar, que uno se encuentra como en casa, incluso me da la impresión de haber vivido alguna vez en mi vida, tal vez en otra vida, en esta tierra (eso que uno no cree en la reencarnación ni en nada o casi nada), aunque sea éste un país desconocido para muchos españolitos, que se sienten asépticamente europeizados, y ahora relamidos por la crisis en que nos han metido los tiburones, véanse sobre todo los bancos, quienes los miman, y toda la tropa de corruptos y mangantes que existen en este país, reino de taifas. "Dicen los tiburones o ricos que hay dios, no hay dios, no, dios es el dinero", solía/suele decirme mi padre en portugués brasileño, él que tuvo la suerte de vivir y conocer Brasil, otro destino apasionante, sin duda.


Cuando era un niño soñaba con un sitio como Marruecos, y cuando lo descubrí por primera vez me quedé impresionado, y aún sigo cautivado, aunque no sea oro todo lo que reluce en Al Maghrib. Ya sabemos que los fanáticos islamistas, los tiburones, quienes mandan, son unos osados, y la población está sumida en la ignorancia, con ese miedo o temor que causa una religión anclada, en tantos aspectos, en el Medievo. Aunque me entusiasma visitar Marruecos, pues es un sitio de gran belleza, en el que se vive de otro modo, conviene ser crítico y analizar todo. De lo contrario, ya me hubiera ido a vivir allí. Algún día puede que me lance a la aventura. ¿Cómo podría sobrevivir en Marruecos? ¿Impartiendo clases de castellano? Tal vez en el Instituto Cervantes que está al final de la Avenida Mohamed V, en Guéliz. A propósito, el próximo 19 de junio se celebrará el día del español/castellano en la ciudad de Marrakech.



Por lo demás encuentro muchas similitudes entre el Bierzo de hace treinta años y nuestro vecino del sur. Entonces los rapaces bercianos -al menos los del Alto-, y los marroquíes compartíamos hábitos, y en cierto modo una forma de vida. Como anécdota diré que también los bercianos apechugábamos en la casa, en el campo, o lo que fuera menester, teníamos disciplina, éramos respetuosos con los mayores y nos encantaba jugar en la calle, al fútbol, opio del pueblo, aunque fuera con algún bote de plástico, y montar en una bici varios a la vez. Siempre había alguno que se sentaba en la barra de la bici, como seguimos viendo a los guajes marroquíes, incluso en ciudades como Marrakech. La vida entonces era natural, olorosa, incluso jodida, como lo es en Marruecos para la mayoría de sus ciudadanos, habituados a vivir en condiciones precarias, cuando los ricos, una minoría, viven en un lujo ensoñador, y ejercen un poder que resulta hipnótico y deslumbrante para el pueblo. Esta es la terrible realidad. Incluso en el Bierzo algunos rapacines andaban medio descalzos y medio desnudos, con los mocos colgando. Pero de esto ya nadie se acuerda, porque nuestra amnesia funciona como una apisonadora. Ahora todos nos creemos burguesitos, y así nos luce el pelo, siempre viviendo por encima de nuestros posibles, incluso/sobre todo materiales, fantasmas que somos, construyendo castillos en el aire, como a buen seguro nos diría algún gabachín, que sí tiene por costumbre o cultura poner los pies sobre la tierra, materialistas y racionales que son los franchutes. No en vano ellos han heredado toda una filosofía fundamentada en el análisis. Pero esto es otro cantar, que da para algún cancán.


El pueblo marroquí, sobre todo el berebere, me recuerda al berciano de hace algunos años. La gente, por lo general, es afectuosa, hospitalaria, sencilla, y te ofrecen lo que tienen porque están habituados a compartir, a complacer al visitante, que esté dispuesto a ofrecerles su amistad. Cada vez que visito este país se me trastocan las neuronas, y siempre encuentro a gente maravillosa, que abre su alma, como el camarero berebere del Toubkal o Ibrahim, y me ayudan a conocer su cultura, su forma de ver la realidad.


Lástima que uno viva alejado de la ciudad roja, con el Atlas al fondo, y de esa plaza legendaria y ahora bien dispuesta, Jemaa-el-Fna, declarada patrimonio oral e inmaterial de la Humanidad por la Unesco gracias al escritor español Juan Goytisolo, que vive tan ricamente cerca de esta plaza, medineando, escribiendo, contemplando la vida desde la terraza del Café de France. La Jemaa como espacio vital que vibra día y noche, al ritmo de los gnauas, que me hacen recordar a los tamboriteros bercianos, y donde uno acaba encontrando su lugar.

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