Cada vez que pienso en la palabra "Atlas", mis huesitos bailan un o una samba en la punta nevada de alguna ilusión montañosa. Qué gozada. Recuerdo aquellos mapas-Atlas en los que se aparecía contenido el mundo en todo su esplendor, entonces era un guajín ansioso por recorrer mundo, aunque sólo fuera sobre el papel. Se dice que Verne, Julito, hizo tantos y más viajes, al fondo de la tierra, a la luna y alrededor de la tierra, provisto de libros, documentos varios y sobre todo buenas dosis de ingenio y fantasía. Viajar siempre procura intensas emociones, aunque el viaje sea nomás al fondo de la mente, un trip psicodélico hecho de psicotropía y fluidos rosa.
Aquel "Atlas" antiguo, que aún conservo en casa, me sigue invitando a viajar, a volar en busca de nuevos horizontes y alegrías, estimulaciones y aromas. Luego llegarían las lecturas de Tartarín de Tarascón, aquel personaje pintoresco y aventurero, dispuesto a cazar un león en el Atlas, lo que me abrió una nueva vía para alcanzar la utopía o la cima de alguna montaña, que quizá sólo fuera Gistredo, qué lírico nombre, o el pico Catoute.
Cuando viajo a Marruecos (ese país que ya había visto y sentido con las entrañas cuando era un niño, sin haber puesto un pie en él) -lo hago con cierta frecuencia, siempre que puedo-, intento asomar el morro al Atlas, incluso al Alto, cuyo punto más elevado es el Toubkal, que también da nombre y sabor a un entrañable restaurante de Marrakech, con vistas espectaculares sobre el caos sagrado de la animación, que es sin duda la Plaza de Jemáa el Fna, patrimonio oral e inmaterial de la humanidad.
El Atlas me sigue fascinando, como cuando era un rapacín, y lo veía sólo en mi imaginación y en aquellos mapas escolares.
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