Escrito con sensibilidad y belleza, la autora de este relato nos lleva del lado de acá y del lado de allá a través de unos personajes que sienten el desarraigo en un mundo que parece no pertenecerles. Una historia plena de actualidad, que nos conmueve y nos ayuda a reflexionar acerca de la condición humana.
(Taller de composición de relatos de la Universidad de León, impartido por Manuel Cuenya)
En la aparente quietud de la noche, notándose cercada por la soledad, la mujer se levantó temerosa y buscó a tientas algún resto de calor en aquel lecho vacío. Imaginó que él no se había ido, que aún seguía allí, cuidándola. En lo engañoso de su duermevela, creyó acariciarle con la mirada: su cuerpo de ébano, terso y brillante, en lucha continua con unas pesadillas que se repetían incesantes. Recordó que los últimos días había estado muy agitado, pensando mucho y comiendo poco. La cabeza del pobre muchacho era una rueca que hilaba pensamientos sin fin en su tela imaginaria. Se movía convulso y volvía a quedarse quieto, mientras ella le miraba desde la calma que da velar a alguien querido. Se quedó dormida pensando que aún estaba a su lado y así pudieron escapar juntos en un viaje imaginario a lugares por visitar y sueños por cumplir.
Viajaron lejos de las praderas del interior y de sus míticos baobabs, lejos de los pastores de la etnia Peul y de las chozas Bassari, donde latía una ciudad extensa como un lienzo de vivos colores: el ajetreado Marché Kermel, lleno de frutas y coloridas telas, la Avenida Blaise Diagne y las angostas y encaladas callejas que iban a morir a las salinas y al puerto. Bajo aquel cielo rosado se abría un horizonte de deltas y playas larguísimas donde las barcas se alineaban en la orilla, algunas a la vista y otras escondiendo sus viejas maderas bajo lonas de color océano. Un hombre de aspecto seco y frío, curtido por horas de pactos a la intemperie, cuchicheaba entre las barcas con unos jóvenes llenos de harapos y miedos. El hombre vio a la pareja e hizo ademán de conocerlos. Aquellos muchachos la miraron a ella de arriba abajo y le miraron a él también. Por un momento les hicieron sentirse extraños en aquel lugar y decidieron irse de allí, notando cómo su corazón se quedaba y solo viajaba su cuerpo.
Viajaron lejos, muy lejos de aquel mar. Estaban ante otro mar, un mar Mediterráneo, dulcemente deseado, ese que llaman Mare Nostrum. Nubes grises presagiaban tormenta. Juntos recorrieron la ciudad: la siempre animada plaza de Cataluña, el transitado paseo de La Rambla, el Mercat de la Boquería, lleno de frutas y dulces, las caprichosas filigranas de las chimeneas del palacio Güell y las avenidas que desembocan en el puerto. Había jóvenes bebiendo en la orilla y algunos de ellos le miraron de arriba abajo y la miraron a ella después, dejándoles con esa amarga sensación de llevar escrita la no pertenencia. La tarde era ya noche y caminaban cada vez entre más sombras. Él le susurró «suma guné, suma mbuggéel» y ella se despertó.
La mujer notó el sudor frío de las pesadillas. Ni mar ni barcas ni calor ni sueños, allí sólo había un suelo sucio de tierra y pena y una choza vacía donde, aún más anciana que ayer, ella murmuraba «suma guné, suma mbuggéel», que en lengua wolof significa mi niño, mi amor. La mujer, ataviada con la misma túnica lembé desde hacía semanas, acariciaba una cartera deshecha por el agua y la sal. Meses atrás vinieron a entregársela. Era de su nieto. Las autoridades senegalesas le contaron que la policía española y los servicios de emergencias atendieron lo mejor que pudieron a los ocupantes de aquella embarcación.
Catorce kilómetros separan dos continentes. En árabe los llaman Bab el-Zakat, “la puerta de la Caridad”. Dicen que las cigüeñas blancas que migran a África dan media vuelta si sopla el viento de Levante. A muchos jóvenes el viento nunca les hizo retroceder. Siguieron ciegos de ilusión y sueños rumbo al norte, mecidos por un mar de frío, noche y miedo, alejándose del paraíso conocido para adentrarse en la tierra prometida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario