Me entusiasma el Madrid que viviera el genio de La lámpara maravillosa (la estética de la belleza, del amor, de la musicalidad... de la ética), esto es Valle-Inclán, por cuya figura y obra siento devoción, sobre todo por esas sus Luces de bohemia, obra ambientada en diversos espacios de la capital del Reino de España, entre ellos el callejón del Gato, el café de la montaña (en Puerta del Sol, esquina con calle de Alcalá, inmortalizado como café Colón en Luces de bohemia, donde el poeta Rubén Darío es honrado por Max Estrella y Don Latino), la secretaría del Ministerio y el calabozo en Puerta del Sol, la taberna de Pica Lagartos en la animada calle de Montera, la buñolería modernista (chocolatería de San Ginés, característico por su chocolate con churros), la librería de Zaratustra, la redacción de periódico, el cementerio, el Viaducto, desde el que quiere arrojarse Max Estrella..., espacios sórdidos, de un Madrid hambriento, con sus luces de acetileno o carburo, faroles de temblor verde y macilento y candilejas que crean sombras y claroscuros propios de una película de terror. El teatro de Valle es en verdad cinematográfico en su forma de componer escenas con la iluminación.
Recorro la calle de Arenal, donde se halla el Teatro Eslava, que hace esquina con el pasadizo de San Ginés, el cual me conduce directamente a la chocolatería de San Ginés, donde sigo degustando Luces de bohemia.
El Teatro Eslava, en tiempos la Joy Eslava, sirvió como escenario para grabar semanalmente, en los años ochenta, el programa musical Aplauso, que veía con mucho agrado siendo aún un rapaz. Y recuerdo haber entrado en esta discoteca en un viaje que hiciera con el instituto de Bembibre a la capital de España. Deslumbrado me quedé. Encima iba muy bien acompañado, lo que hizo que esta experiencia se quedara impresa en mi memoria afectiva.
Además de los escenarios antes mencionados, en la gran obra teatral de Valle aparece la Calle Mayor. Camino por esta calle hasta la famosa casa de Ciriaco, donde Max Estrella da comienzo a su peregrinaje por la noche madrileña, y continúo por la calle de Santa Clara, donde vivió y murió el gran Larra, y también por la plaza de San Miguel, donde vivió el genial dramaturgo Calderón de la Barca.
Me gusta pasear por estos lugares, que siempre resultan inspiradores, y me ayudan a rememorar la historia literaria de nuestro país, en este caso de la capital.
Me entusiasma, digo, este Madrid brillante, acaso absurdo, que plasmara este visionario y bohemio nacido en la localidad gallega de Vilanova de Arousa, la cual ya forma parte también de mis mapas afectivos.
Me fascina, sí, este Madrid de madriles de la Ribera de Curtidores y aledaños, entre el barrio de La Latina y Lavapiés, con su Rastro (inolvidable el libro que le dedica el greguerístico Ramón Gómez de la Serna), y también el callejón del Gato, en el límite del barrio de las Letras, donde la realidad se deforma en sus espejos cóncavos y convexos, dando lugar al esperpento como estética superadora del modernismo. "El sentido trágico de la vida española sólo puede darse con una estética sistemáticamente deformada", nos recuerda el propio Valle de las barbas de chivo, quien también nos dice que el esperpentismo lo inventó Goya, el gran pintor de los Caprichos y las Pinturas Negras.
Lo esperpéntico es deudor asimismo del desgarrador expresionismo alemán, el Barroco y la picaresca española.
Me entusiasma este Madrid literario de grandes figuras y magníficas obras, el Madrid del barrio de las letras, de Lope (con su casa museo), Cervantes (la casa donde vivió), Quevedo y Góngora, cuyo corazón sigue palpitando en sus calles y la plaza de Santa Ana, donde se hallan las estatuas de Lorca (enfrente del Teatro Español) y Calderón.
Qué maravilla que en una zona relativamente pequeña como esta del llamado barrio de las letras convivieran durante el Siglo de Oro algunos de los mejores literatos de España, del mundo, me atrevería a decir. Lo malo, como a menudo ocurre con los egos, con los seres humanos, es que no se llevaban del todo bien. Se sabe de las disputas encarnizadas, por ejemplo, entre Góngora y Quevedo.
La animada calle de Huertas, cuyo nombre proviene de que otrora se cultivaban huertas, está cargada de historia literaria.
Me fascina asimismo el Madrid de Umbral....Y el de Ramón Gómez de la Serna...
El propio Umbral, que hizo de Madrid un género literario, escribe en su libro Las palabras de la tribu (dedicado a grandes escritores, desde Rubén Darío a Cela, la generación del 98, Ortega, la generación del 27 -incluido Dalí, que escribió al menos Diario de un genio y sus memorias-, Miguel Hernández, César Vallejo...) que todo el mejor Valle, con su estética del horror, parece escrito con la mano zurda que le faltaba (la cual perdió por cierto en una discusión con el periodista y escritor Manuel Bueno en el café de la montaña). Y esto, asegura Umbral, es lo que le da la deformación a su obra, como deformada y goyesca se nos muestra también en esa tragicomedia de aldea titulada Divinas palabras, con la gritería del personaje hidrocéfalo, Laureaniño, resonando en nuestro sub-consciente.
El Madrid de Umbral huele a cambio político, económico, social, cultural, porque supo retratar como nadie lo ha hecho el final de la dictadura franquista, la transición española, la movida madrileña, la época del felipismo y el aznarismo...
El Madrid de recuerdos olorosos en Travesía de Madrid y Trilogía de Madrid. El olfato es, según Umbral, la mirada del alma.
"Madrid es esta ciudad que amo y donde la gente no parece esperar la muerte", escribe él, que también escribió Amar en Madrid.
"Hay que ser de un sitio, de una ciudad, de un barrio, no por patriotismo (la idea de patria es una idea beligerante, peligrosa a la larga, quizá), sino por mera praxis", escribió Umbral en La noche que llegué al café Gijón. El café Gijón fue otro de sus sitios predilectos, además del restaurante Lhardy (conocido por sus cocidos madrileños), situado en la Carrera de San Jerónimo, al lado del museo del jamón, frecuentado en tiempos por escritores como Pío Baroja, Galdós (del que Valle-Inclán, con cierta mala baba, dijera que su obra olía a cocido), Gómez de la Serna o el propio Azorín, quien dijo: "No se puede concebir Madrid sin Lhardy".
El Madrid de Galdós -quien nos legó obras como Fortunata y Jacinta, Nazarín, Tristana y Halma-Viridiana (éstas últimas adaptadas por Buñuel al cine)- también resulta atractivo. En sus Episodios Nacionales aparece la ya mencionada Chocolatería y el arco de San Ginés. Y en la Cava de San Miguel, a espaldas de la Plaza Mayor, se halla la casa de Fortunata.
Umbral se codeó con aristócratas, actrices, folclóricos, taurinos, literatos... del lumpen... tanto que llegó a escribir el Diccionario cheli (jerga madrileña), donde lo marginal convive con lo sublime sin interrupción. A todos les dedicó un sinfín de artículos. Maestro que fuera del columnismo el creador de esa obra lírica y filosófica titulada Mortal y rosa, donde el amor inventa el infinito.
Apadrinado por Cela y García Nieto, y discípulo de Quevedo, Larra (con quien compartía su pasión por la política, el periodismo y las mujeres), Valle y Gómez de la Serna, entre otros, Umbral, quien también reivindicaba a los escritores González Ruano y de Foxá, construyó un Madrid, su Madrid literario, como el coloso Henry Miller lo hiciera con París en obras como Trópico de Cáncer, Días tranquilos en Clichy o Primavera negra, entre otras novelas.
https://cuenya.blogspot.com/2011/07/henry-miller-un-coloso-de-la-literatura.html De gran interés es ese Madrid castizo de La Latina, Lavapiés y Embajadores que nos muestra Ramón Gómez de la Serna (la Sorna) en sus obras, esa ciudad con olor a churros y música de organillo.
Ese Madrid que tanto le gustaba también a Baroja, el cual acostumbraba a pasearse por la plaza de Cascorro, la Ribera de Curtidores, Lavapiés, a él que le apasionaban los barrios bajos, las clases populares, el hampa.
En todo caso, a quien me hubiera gustado conocer es al metafórico y humorístico Gómez de la Serna en sus tertulias ramonianas en la Botillería de Pombo, antiguo local que se hallaba en el número 4 de la céntrica Calle Carretas.
Madrid es una fiesta
Madrid, como París, es una fiesta. Con un guiño a Hemingway, que fue un tipo grande, al que le entusiasmaba la España de su época. Y también la isla caribeña de Cuba. Un tipo vitalista el escritor gringo, el cual dejó de creer, al final, en la farsa de la vida. Pero este sería otro cantar de cantares.
Una gran fiesta, Madrid, que nos sigue adonde quiera que vayamos, ya sea al castizo y a la vez cosmopolita barrio de Lavapiés, que tanto me gusta, o bien en el barrio de Malasaña, donde se halla la casa de León, lugar en el que presenté -el viernes 24 de noviembre- El verde aroma del Noroeste.
Madrid se ha puesto de moda en Europa, eso parece. Y, ahora, ofrece muchas posibilidades a sus muchos visitantes y sobre todo mucha fiesta, aunque los precios estén por las nubes, como reconoce un rapaz de la oficina de turismo de la plaza Mayor. No en vano, Madrid está considerada como la cuarta ciudad financiera más potente de Europa.
En realidad, creo que Madrid es el doble de caro que antes de la pandemia. Terrible virus, lo que nos ha dejado. Mucha convulsión e irascibilidad a flor de piel.
Pero, bueno, de Madrid al cielo, sobre todo cuando el cielo luce radiante en la plaza de Oriente, con esa luz azul comestible que a la gran Margarita Álvarez le llama la atención. Y es que la belleza será comestible o no será, porque la luz es un nutriente natural y espiritual. De eso mismo, aparte de otras cuestiones, hablamos en la presentación de El verde aroma del Noroeste en la casa de León de Madrid, que se ubica en el barrio de Malasaña, cuyo nombre se debe a la heroína madrileña de los levantamientos del 2 de mayo de 1808 contra las tropas francesas. Por ese motivo el punto central del barrio de Malasaña es la plaza del Dos de Mayo. Un barrio animado sobre todo a la noche. Como pude comprobar después de la presentación cañeando con Angus, Maripi, Carmen y Babel (que tuvo a bien hacer el diseño de El verde aroma..., lo cual le agradezco mucho, también su amistad). Al igual que les agradezco a las presentadoras Margarita Álvarez y Marisé Prieto su cariño. Y por supuesto a toda la gente amiga y conocida que acudió como Alicia, Beatriz, Felipe, Héctor, Salo, Demetrio, Pepe Carralero...
Me alegró mucho volver a ver a Maripi y Carmen, a quienes conocí hace un tiempo en la abadía de Cóbreces (Cantabria) y a Angus, berciana de San Román de Bembibre, con orígenes en Pardamaza (Bierzo Alto), que vive en Madrid desde hace unos treinta años.
Me despido de Carmen, luego de Babel. Y, bajo las luces de Navidad, emprendo ruta hacia la calle Atocha, donde me alojo en esta ocasión. Casi enfrente del alojamiento, en la misma calle Atocha, se encuentra un elemento conmemorativo para recordarnos que estuvo la imprenta de Juan de la Cuesta, quien fuera impresor de El Quijote, de Cervantes.
Madrid es una fiesta... literaria.
Qué continúe la fiesta de Madrid.
Qué prosiga la farra nomás por nomás.
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