Culto a los muertitos
En un país que rezuma tristeza, donde los saqueos, la muerte y el miedo son una constante, cualquier pretexto es bueno para montar una fiesta
Hago un alto en el camino, cual peregrino, antes de emprender rumbo a Rabat, para acercarme, aunque sea nomás un tantito, al cosmos mexica, al ombligo de la luna, a su cara oculta y fluida en maguey o nopalito, a ritmo de quebradita o danzón, acaso canalla, en la cantina de enfrente, en la tuya o en la mía, en busca de ese mundo colorido y estremecedor que rinde culto a sus muertitos en días tan señalados.
Vida y muerte son lesbianas que copulan con ardor sobre la tumba en un gesto o canto lautréamoniano. ¿Quién se acuerda, a estas alturas del partido o partida, de los aullidos del conde?
"La vida sólo se justifica y trasciende cuando se realiza en la muerte", escribe Octavio Paz en ese libro-biblia de cabecera que es El laberinto de la soledad.
En México lindo y querido, también chingado, vida y muerte se rozan constantemente, acaso porque la vida no vale nada, según reza una canción popular. "Lo más que me puede ocurre es que me peguen un tiro", me dijo un güey nada más aterrizar en la ciudad tal vez más grande del mundo, construida sobre una cuenca lacustre que tanto impresionó en su día a los españoles-conquistadores, según relata el cronista de indias de la época, a saber, Bernal Díaz del Castillo en su Historia Verdadera de la conquista de la Nueva España, con una avenida, Insurgentes, que supera los 40 kilómetros. Desde el avión, la ciudad se aparece cuasi interminable. Y el aeropuerto, Benito Juárez, está engullido por el monstruo urbano. Ciudad de México supera ya los 25 millones, que se dice pronto, con una extensión inferior a la del Bierzo. Cada día se está poniendo más cabrona la capital azteca. Cómo para quejarnos los bercianitos, que vivimos como maharajás en el paraíso olvidado y perdido de las decepciones, sin AVE y sin mayores perspectivas laborales, luego de que las minas y todo lo que esto conlleva se esté yendo al garete, bueno, ya se está finiquitando. Pero en el Bierzo, al menos, contamos con aguas puras y cristalinas, cada día menos, es cierto, mas nadamos en fuentes curativas -véase el útero de Noceda- y en agua, ese bien preciado, que tan escaso y contaminado está en megalópolis como México, DF, donde no conviene tomar agua de la "llave", esto es, el grifo.
Lo que más le puede impresionar a un europeo relamido y fresa o pijolondio, para quien la muerte está lejos, es ver cómo los mexicanos coquetean con la pelona, le hacen carantoñas, la miman, la soban, y hasta se ríen de ella a mandíbula batiente, aunque tras su visaje chingón se oculte un profundo dramatismo. En esencia, México es un país que rezuma tristeza por los poros de su intra-ánima. Y cualquier pretexto (invento de algún pendejo) es bueno para montar farra que, bajo el disfraz de viva la chingada, suele acabar como el rosario de la Aurora: guamazos, balaceras, hostiazos. Alguna me tocó de cerca. Y a algún que otro amigo/conocido le dieron matarile, como al doc Zarate (quien me hablara del mal de altura y la contaminación de esta ciudad de ciudades), tal vez por ponerle cuernitos a su santa, que se reveló despechada. "Una mujer despechada, maestro -me dijo la directora del colegio Acozac- puede hacer cualquier cosa". Como para ponérsele a uno los pelos parados y los huevines de corbatín. Ponerse la corbata, en México, equivale a suicidarse. Pero este es otro cantar. "No me cotorrees, cabrón, que te rompo tu madre". El doctor Zarate, al que recuerdo con cariño y cuya muerte me sobrecogió, me llegó a contar que alguien que vive en el DF durante unos sesenta años, sin salir del mismo durante ese tiempo, acaba teniendo los pulmones como un minero silicótico. Y la altura de la ciudad, más de 2000 metros sobre el nivel del mar, requiere de algunos días para aclimatarse a ella, tras los cuales uno comienza a desarrollar una gran capacidad pulmonar, con el consiguiente aumento de los glóbulos rojos. Lo malo es la contaminación, que sobre todo en determinados meses de sequía se queda como una gran sábana grisácea sobre el cielo de la capital. Desde la basílica de Guadalupe se puede ver, por ejemplo, el esmog cual numen amenazador.
Qué curioso que un país como éste, tan triste -se plantea Octavio Paz-, tenga tantas y tan alegres fiestas. Algo parecido ocurre con la llamada madre patria, España, país tragicómico, tamborreante y samanasantino, donde cualquier pretexto es bueno para darle al dance y al friegue.
Aún conservo una calaverita de azúcar con mi nombre, y cada vez que la veo, me hace recordar mi estancia en este país a prueba de todo, incluso a prueba y reprueba de la bola de pendejos y rateros de guante blanco que han saqueado el país, desde tiempos inmemoriales. Tan lejos de dios y tan cerca de Gringolandia. Qué pena, cabrón. Ahí queda como gran estafador, por ejemplo, Salinas de Gortari, quien estuviera al mando de los Estados Unidos Mexicanos en la época en que yo viera allá, cerca de la Santa, como le dicen en el popular barrio de Tepito del DF, próximo a la jaranera y acalorada plaza Garibaldi (Distrito defequense, ay, federal, en que estaría pensando uno).
El visionado reciente de un documental sobre el culto a la muerte en Tepito, bien conocido por su espectacular mercado o tianguis y donde viviera por ejemplo Cantinflas, me ha hecho rememorar tantas cosas, que necesito darles vuelo y rueca. Sí, la muerte siempre está acechando y rondando, aquí y allá, mas en México se siente cerca, y tarda uno tiempo en habituarse a convivir con la misma. En realidad, se necesita haber nacido allá para integrarla como hacen ellos y ellas, que no parecen tenerle miedo, y montan unos cirios del copón bendito en llegando estas fechas novembrinas. Resulta frecuente, por lo demás, ver los ataúdes expuestos en las aceras de las tiendas que los venden. Algo que sobrecoge al españolito poco o nada habituado a este show. Aunque cabe recordar -no nos hagamos los guajes ni los mensos- que hasta hace bien poco se velaban a los muertos en casa, y aun en la cocina, caldeada a toda madre, si el tiempo helado lo permitía. Acaso para que el muerto o la muerta que seremos no se resfriara. No fuera a ser que nos acabara soltando sus mocos. Y nos estropeara la velada, perdón, el velorio. Qué tiempos aquellos hechos de estrechez y miras medievales.
Desde hace algunos años, no muchos, la Unesco decidió declarar esta festividad de Todos los Santos y los difuntos en México como Patrimonio oral Inmaterial de la Humanidad, algo así como la Jemaâ-el-Fna de Marrakech (que no me abandona ni a sol ni a sombra).
Impresiona el sarao/velorio que se monta en la población de Mixquic, en Tlahuac, al sureste del Distrito Federal, que atrae tanto a propios como extraños en busca de exotismo. No os lo perdáis si viajáis a este país en estas fechas. Y, como documentos, merece la pena leerse Bajo el volcán, de Lowry, y ver la película de John Huston, basada en esta obra.
Buenísimo Manuel! Conoces México muy bien! Me encanta como escribes mezclando el español y "el mexicano". Saludos!
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