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viernes, 11 de septiembre de 2020

La danza del viaje a través de la Galicia ancestral

Yo quiero verte danzar como los zíngaros del desierto... 

Yo quiero verte danzar. Voglio vederti danzare. 

Con un guiño musical al genial Battiato. 

Por eso, hagamos que la danza del viaje continúe. La danza tarahumara. El cine es danza. El arte es danza. La vida es danza. Dancemos. 

O Barqueiro

Qué no decaiga el viaje, los viajes, incluso los viajes al magma de nuestro interior. 

Los viajes psicodélicos. 

En realidad, uno siempre está viajando hacia sí mismo, acaso con el fin de comprenderse más y mejor. 

Viajar al fondo del ser. Viajar para ser. Y para estar. 

Este año, aunque no se celebró el Festival Internacional de música en Ortigueira (a resultas del Covid), quise acercarme igualmente a esta población marina, que ya me late (con su latido materno) afectiva. Es sin duda un mapa de los afectos, como queda reflejado en uno de mis libros: Mapas afectivos.

Y pude disfrutar, en afectuosa compañía, de esta tierra, de su playa de Morouzos, tan virginal ella, y hasta de su zona de acampada, que estaba serena como nunca antes la había sentido. Una maravilla.

Y volví al mesón Río Sor (como ya dijera en anterior post, el río Sor que es, además, un corto río costero que va a morir a la desembocadura de O Barqueiro, precioso pueblecito costero al que me referiré más adelante). Este mesón, con su terraza veraniega (fuente incluida) es como la casa de uno. Así la siento. Y así me la hace sentir su dueño, Orlando, que es un trabajador nato, un hostelero magnífico. 

Sobre Ortigueira y su festival he escrito en varias ocasiones. Y ahora sirve como punto de partida para visitar con templanza la zona, el entorno. 

Me aproximo al Cabo de Ortegal (con su faro, aquí me viene a la mente la soledad del farero, del amigo escritor ya fallecido Fermín López Costero, heredero del espíritu galaico del maestro Pereira y de otro gran narrador como lo fuera César Gavela, que acaba de decirnos adiós) y me entra la nostalgia. 

La gente se muere, antes de lo que creemos, nos morimos todos, casi casi sin darnos cuenta, cada día un poco más. 

Faro de Ortegal

Quizá el cabo de Ortegal, con su belleza prístina, sea un buen lugar para morir. O para arrojar las cenizas. Ahora me entra la vena romántica. 

A pesar de que el acceso hasta el Cabo de Ortegal resulta fácil, no me topé con demasiados turistas. Aleluya. En realidad, queda cerca de la población de Cariño (curioso nombrecito, será que aquí todo el mundo se ama). Además, el día de la visita lució espléndido, con un azul radiante. Y eso también se agradece. 

La punta dos Aguillons o Punta Gallada, donde figura el faro, se supone que es el punto cero donde se dan cita dos amantes marinas como el océano Atlántico, que mira hacia América (todo un sueño, siendo un rapacín soñaba con ese continente, al que iban a parar muchos nocedenses, entre ellos mi padre, o la vecina Isolina, y tantos otros), y el Cantábrico, nuestro mar norteño. Me sobrecogen sus acantilados.  

Cariño

En esta ocasión el viaje también transita (si tal puede decirse) por San Andrés de Teixido, que atrae al viajero como un imán asimismo por sus acantilados, de los más elevados de la Europa continental, a la altura de algunos de Noruega, por ejemplo. Ya se sabe, si no vas de vivo a Teixido, irás de morto. En mi caso, esta es la segunda vez que pongo los pies (espero que también el alma, el ánima) en Teixido, San Andrés, que es una aldea harto turística, lo que le acaba restando cierto encanto. Aunque si uno hace un ejercicio de abstracción (o bien de meditación trascendental, en plan budista), Teixido te transporta al Más Allá. Y uno acaba viendo a la Santa Compaña, la Güeste, ataviada con sus sábanas blancas portando sus cirios pascuales que iluminan la senda de los espíritus.  A través de las fragas de alguna sonrisa estival. Con el alma de Fiz de Cotovelo. Y aun otros muchos, que deambulan como muertos vivientes, la noche de los muertos vivientes, a través de la dimensión espacio-temporal de los bosques animados y las verdes praderas.

San Andrés de Teixido

 

San Andrés se presta para fabular. Cuna (la mano que mece la cuna) que es del realismo mágico, donde vivos y mortos conviven en saludable armonía. Y hasta juegan al tute en noches de blanco satén. 

Puede que hasta Teixido sea el origen mismo de nuestro Planeta. Con su arca de Noé. Y su diluvio universal. Con su Eva tentando a la serpiente. ¿O es al revés? Ay, dios, qué me he perdido el cuento. ¿Queréis que os cuente el cuento del gallo capón? 

Pudiera ser que Teixido (emparentado con San Andrés Mixquic, en México lindo) fuera el centro del universo. Y desplazara a la Estación de trenes de Perpiñán, como quisiera el genio Dalí, al que su método paranoico crítico le susurraba que el centro del universo (al menos de la Tierra) era la susodicha Estación de Perpiñán. 

Un almuercico enfrente de los acantilados da morte de Teixido es un orgasmo dulce y eterno que te sube las endorfinas a la azotea de la surrealidad. Qué no falte la cerveza, la birrita. 

Acantilados de Teixido-cavalo morto

Y una siestecica (qué mañico me estoy volviendo) tras el sol/sombra del legendario santuario de Teixido remata la faena que es un primor (esto del primor se decía antes mucho. Y parecía que hasta quedaba bien). 

Lástima que los caballos, abundantes en la zona (quizá sean espíritus reencarnados de personas que por la zona habitaran), parezcan enfermos, al menos alguno da la impresión de que no supiera qué hacer con su existencia. Está alicaído. Como parado cual si fuera un reloj muerto. Quizá fuera un Otro, un morto viviente. Un zombi. Pero cuántas pelis malas hemos visto. También. Porque buenas tampoco hay tantas. 

El verbo me va llevando por estos derroteros. Es el cochero que conduce esta carroza, acaso fúnebre (joder, no te pongas macabro, cabrón, no me seas güey), tirada por estos caballitos, que son puritita reencarnación (esto creo que ya lo había dicho). 

"Quiero ir a los caballitos del Cristo de Bembibre", le decía a mi padre, que a buen seguro estará dándose un voltión a la orilla de los acantilados de Teixido, echando la vista al horizonte curvado de las fabulaciones. En realidad, este guajín, en vez de pronunciar el Cristo como dios manda, decía algo así como el Quito (capital de Ecuador, el ecuador de nuestras emociones a flor de piel), pues no recortaba la dichosa erre siendo un infante sin realeza. Por cierto, este año tampoco hemos festejado ni la Encina, ni festejaremos el Cristo/Quito de la villa de Bembibre. Qué pena. 

Este viaje está siendo en verdad al interior. A las entrañas de la memoria. Que todo lo manda. Escribir de la memoria y sobre la memoria. Escribir con memoria. Recordar y soñar. Recordar y fantasear. Dejarse ir. Dejarse volar. Volar y contar. Y cantar. Y danzar. Como los derviches. Como los zíngaros del desierto.

Ortigueira

Lanzarse al mar en parapente. Desde los acantilados de Teixido (los más altos de la Europa continental, aseguran las lenguas, si exceptuamos Noruega, Dinamarca e Irlanda). Es sólo un sueño, tal vez soñado por Otro. Los Unos y los Otros. Volver a empezar. ¿Y qué queda de Cedeira, villa Cedeira, donde en tiempos se alojaban los músicos del Festival Internacional de Ortigueira? Tal vez se sigan alojando allí. Este año no, obvio es. Qué no hubo ni música ni músicos. Sólo el Gaitero que se erige en la explanada donde se celebra el mítico festival de Ortigueira, que ahora han reconvertido en aparcamiento. Con la música a otra parte. Y los cascabeles repartidos por el cuerpo. 

Hoy es día o noche de remembranzas. Fermín, César, se os echa en falta. Os recuerdo con afecto. Seguís vivos en la memoria. En la memoria colectiva. En vuestras obras. 

El recorrido físico, espacial de este viaje parece que se hubiera detenido en el tiempo. Deseo retomarlo. Pero me he quedado anclado al mar, a la mar, a la brisa que acaricia nuestras ilusiones. Como marinero que no quisiera regresar nunca más a tierra, a tierra firme. Nunca Máis. 

Faro de Estaca de Bares

Pero el trayecto continúa, la senda no se acaba. No se trunca. Y me lleva hacia Estaca de Bares, que es otro cabo para sentir la creación universal. Antes, para recrearse. Con la contemplación de sus olas. Y su viento. Ese viento que te cala los huesos. Y te hace alucinar. En realidad, esa conjunción de vientos universal donde se dan cita las aves migratorias de todo el Planeta. Con su faro. Y su vuelta a los orígenes. A los orígenes del mundo. 

Teixido y Estaca de Bares como puntos originarios. El centro, los centros de la creación/construcción de este mundo bello y vuelto del revés a partes iguales. 

O Barqueiro

Podría quedarme eternamente contemplando el mar, las mareas, las olas que vienen y van. Esas olas de amor. Comme la vague irrésolue, que nos cantan Gainsbourg y Birkin. Me entusiasma la canción Je t'aime. Je t'aime. À toi. Je vais, je vais et je viens... tu vas, tu vas et tu viens. Irse y venirse. 

Aún nos queda O Barqueiro, su ría, su puerto, esa aldea escalonada de pescadores, con sus casitas de cuento colorido, que es una belleza marina comestible, como los percebes y las ostras. Pero que en verano está atestada de turistas. Llena de ruido. Volveré, volveremos a O Barqueiro. A darnos un bautismo de satisfacción. En sus aguas cristalinas. En sus arenas del color amanecido del desierto. 

Viveiro

Y volveremos a Viveiro, que es como una Coruña en chiquito, con sus casas de galerías acristaladas, que tanto llaman la atención, para fumarnos la pipa del amor. Una vez más. Y saborear el pulpo a feira como si fuera también nuestra primera vez. 

Volveremos a ese Viveiro amurallado y medieval para saborear el licor de los tiempos, tal vez una crema de orujo. Y abrirnos de par en par a su ría. 

Sintamos el mundo como si fuera la primera vez. Tú y yo. 

Je vais, tu viens, tu vas, je viens. 

Como zíngaros del desierto.

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