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jueves, 7 de diciembre de 2017

El sol de Madrid embotellado

Me encanta el sol de Madrid embotellado. Tomarlo, degustarlo, disfrutarlo sorbo a sorbo en la propia Puerta del Sol, que percibo como el centro del universo, al menos como el centro de la Tierra. Acaso Julio Verne también pensó en alguna ocasión que el centro de la Tierra pudiera situarse, en vez de en algún cráter de Islandia, en la Puerta del  Sol, ese espacio donde otrora se trillaba el trigo, el centeno. A lo mejor es un delirio esto que acabo de decir. Pero me gusta insinuarlo. Se non è vero, è ben trovato
También Dalí, desde su paranoia crítica, llegó a decirnos que el centro de la Tierra se situaba en la Estación de trenes de Perpiñán (Francia). Y el matemático francés René Thom, con su teoría científica de las catástrofes, llegó a confirmarlo. O al menos a decir que el genio de Figueras no deliraba ni alucinaba tanto como pudiera creerse. Hablo de memoria. Y la memoria en ocasiones juega malas pasadas. 

Conviene, en todo caso, dejar volar la imaginación. Conviene volar. Hacerse golondrina en busca de calor, sobre todo ahorita, que hace un frío que escaralla y "escarabaya el pelleyo", como dicen en las Asturies. 
Me encanta tomar el sol de Madrid, aunque no sea embotellado, panza arriba, panza abajo, como lagarto que buscara el éxtasis, el carpe diem, el instante eterno. Un lagarto que se enroscara al madroño. O mejor dicho a la osa. 
De repente me vine a la mente las andanzas de 'El Tío Perruca' por los montes de Igüeña, en el Alto Bierzo.
El sol, la luz solar es fuente de vida, eleva nuestro ánimo, nuestras endorfinas. Y nos hace sonreír. Con sol la realidad (también la irrealidad y las fotos en color) cobran otra dimensión, una estética acaso más bella, agradecida. 

Me encanta el sol de Madrid. Y esos cielos azules, que logro tocar con la palma de mi mano, la izquierda (con la derecha también me defiendo), ese azul comestible aderezado con berros, ese azul que teje lienzos de amor y amistad. Ese color protector, que me ayuda a conocer un poco más y mejor el mundo, mi mundo interior/exterior.
Me gusta el azul madrileño, a pesar de que a veces la polución se cebe con su cielo a resultas de los muchos vehículos que circulan por la villa. Y a resultas de otras muchas puterías contaminantes. 
Contaminada me late la monstruosa, sísmica y lacustre Ciudad de México, sobre todo en meses en que no cae ni una gota. Pero este es otro Cantares de los cantares, que por cierto es dulce y sabroso como el mosto recién ordeñado de la uva. De las uvas de la Solana, pongamos por caso, ya que de sol hablamos. Aunque me temo que hace tiempo que en la Solana de mi útero gistredense ya no quedan ni uvas, desde que mi padre dejara poulas sus viñas. Ahora que me da por pensarlo, algún día uno también fue vendimiador. Y hasta hacedor de vino. Entrañables recuerdos en el lagar del Tío Teresín, que no era mi tío, sino el abuelo de buenos amigos como Miguel Ángel, Mingo, Chalton, Dory, Chente, Venancio...
Estatua de Valle en Recoletos

Resulta curioso (o no), Madrid me lleva a México. México a mi pueblo. Y desde mi pueblo de Noceda del Bierzo me traslado, como en un sueño, a Ein Gedi, donde estuviera este mismo verano, territorio bíblico que se menciona en el Cantar de los cantares o Cantar de Salomón. Ein Gedi, oasis a orillas del mar muerto, en Israel. 
Madrid, con su sol, me hechiza. Y me lleva por los lugares de siempre, que están cargados de historia. De literatura. Porque la capital del Reino español, adonde todos (todas) vamos a parar, está impregnada por el espíritu de tres grandes escritores, como lo fueran y siguen siendo Valle-Inclán, Ramón Gómez de la Serna y Umbral. 
A través de estos guías espirituales (aunque no son los únicos, claro está, no olvidemos a Cervantes (cuyas huellas se hallan en diversos lugares), Quevedo (que fuera bautizado en el iglesia de San Ginés, Calle Arenal, cerca de la mítica disco Joy Eslava), Lope (con casa-museo en el barrio de las Letras), Calderón de la Barca (con estatua en la Plaza de Santa Ana y casa natal en la Calle Mayor), Galdós (habitual tertuliano del ya desaparecido Café Universal o café de los espejos de la Puerta del Sol), Larra (quien vive y se suicida en la calle Santa Clara), Mesonero Romanos... podríamos componer un Madrid no sólo absurdo, brillante y hambriento (también castizo y chulapo) sino un Madrid moderno y posmoderno, multirracial y pluricultural. 
Buñolería modernista-San Ginés

Una capital por la que ha desfilado una movida modernosa, que tuvo mucho de floritura y artificio (que se lo pregunten al periodista y escritor José Luis Moreno-Ruiz: http://www.ileon.com/cultura/069080/la-movida-modernosa-cronica-de-una-imbecilidad-politica), un Madrid en el que ni las ratas pueden vivir (escúchese a Leño, con Rosendo Mercado al frente) y un Madrid que hoy luce espléndido bajo ese sol embotellado, este sol del membrillo (por cierto, el gran pintor Antonio López ha retratado magníficamente Madrid).
Un Madrid para todos los gustos y carteras. Una ciudad para pasear. Y no cansarse nunca de pasearla. Una urbe en constante movimiento. En busca de marcha. Con ese trasiego continuo de propios y extraños en Sol. 
Colas de gente esperando a comprar el Gordo de Navidad. Qué este año seguro que les toca, pensarán. Si es en Doña Manolita, mucho mejor. En esto Madrid sigue siendo tradicional. Costumbrista. Carpetovetónico. 
Estatua de Lorca en la plaza Santa Ana
Sol es punto de partida y llegada. Un mundo en sí mismo. Con sus campanas y uvas en Fin de Año. Cabe recordar que el emblemático reloj de la Puerta del Sol fue una donación que el afamado relojero cabreirés, Rodríguez Losada, hiciera al Ayuntamiento de Madrid. Con sus mimos y espectáculos al aire libre. Con la histórica pastelería La Mallorquina, donde se siguen tomando unas mil hojas de muerte. Para pringarse y rechuparse los dedos. 

Sol, con su Museo del jamón (sus museos, pues existe otro al ladito, próximo también a la Plaza Mayor) en el que a uno le gusta comerse un bocata de jamón serrano, ibérico, o bien uno de calamares. Marchando. Qué los calamares en Madrid, aunque no tenga mar, están riquísimos. 

Ahora me entero, a través de un paisano y amigo, que las mejores gambas del mundo están en Medina del Campo. Qué cosas. Quién lo diría. 
Pues eso, los mejores calamares fritos del mundo están en Madrid, ese aroma que penetra en tus poros. Y queda registrado para siempre en tu memoria olfativa. Entonces, te hace evocar, como la magdalena de Proust, recuerdos de infancia. Y te lleva de la mano por el centro histórico, por esos lugares por los que tuvieran a bien pasear Valle, Ramón y Umbral. 

Valle, con sus 'Luces de bohemia', inmortalizó la ciudad. Y desde hace tiempo el gallego universal, de "rostro español y quevedesco, de negra guedeja y luenga barba", cuenta con una estatua en Paseo de Recoletos y varias placas, una en concreto en la esquina de Sol con la calle Alcalá, donde estaba el café de la Montaña, en el que Valle, a quien le gustaba discutir,  incluso acaloradamente, acabó perdiendo el brazo izquierdo de un bastonazo que le propinara Manuel Bueno. 
Imprescindible se me antoja la visita al Callejón del Gato ("los héroes clásicos reflejados en los espejos cóncavos dan el esperpento"), donde siguen estando los espejos cóncavos y convexos, o bien al San Ginés (la buñolería modernista), con su olor a antigüedad y sobre todo a chocolate con churros o con porras, donde el personaje de Max Estrella (álter ego del propio Valle y también de Alejandro Sawa) se topa con los jóvenes modernistas. 
Sol

Se cuenta que la Taberna de la Pica Lagartos (que no queda ni rastro de la misma) se localizaba en la Puerta del Sol, esquina con la Calle de la Montera, donde resulta habitual ver a jóvenes chiquitas haciendo la calle. Controvertido tema el de la prostitución, que rasga las vestiduras a algunos (algunas) y se resuelve como un modo de supervivencia y negocio para otros (otras). 
Madrid es Valle pero también sabe a greguería, a humor metafórico, a virguería ingeniosa, a Ramón de la 'Sorna', que le dedica montones de páginas en obras como 'El Rastro' (un paseo por este zoco en domingo es fundamental) o en 'Descubrimiento de Madrid'. Ramón (a quien Umbral le dedica un extraordinario ensayo) era habitual tertuliano del hoy desaparecido Café Pombo, situado en la calle Carretas en la zona de Sol. 
Y por supuesto Madrid tiene el color táctil y el sabor musical de Umbral, que supo, como nadie, mostrarnos su villa, "la ciudad más abierta de Europa", en la que confluyen todas las provincias, los madriles: "el Madrid manchego de Solana y el Madrid exquisito y pensante de Ortega". 

El genio/ingenio Umbral, gran inventor de lenguaje y uno de nuestros mejores y más prolíficos prosistas, además de un poeta romántico y rebelde, convirtió Madrid en un género literario, algo que también hiciera Henry Miller con París. 
El café Gijón -en el que he estado en un par de ocasiones, nomás- llegó a ser un templo literario, que acogiera a personalidades del mundo artístico, cultural, como Galdós, Valle-Inclán, Jacinto Benavente, Maruja Mallo; Lorca (que cuenta con una estatua en la plaza de Santa Ana), Dalí y Buñuel (merece la pena darse una vuelta por la residencia de estudiantes, donde coincidieran estos tres fenómenos), Cela, Buero Vallejo, Ramón Gómez de la Serna, Eugenio D'Ors, Fernán Gómez; Manuel Alexandre y Wolfgang Burmann (a quienes llegué a ver en una ocasión). Bueno, Wofgang o Chinín (de la saga alemana Burmann) llegó a dar clases en la ex Escuela de cine de Ponferrada. Un tipo magnífico, que se encargó de la dirección artística de películas como 'Abre los ojos', de Amenábar, o 'Remando al viento', de Gonzalo Suárez, con quienes también compartiera algunos momentos en la capital del Bierzo. 
Plaza España

El propio Umbral era un habitual del Café Gijón en otros tiempos. Y hasta llegó a dedicarle la novela 'La noche en que llegué al café Gijón'. "Toda una vida (o eso me parecía) leyendo cosas sobre el Café Gijón, allá en provincias, y ahora estaba yo aquí, y además venía a leer unos cuentos al Ateneo (y con el secreto propósito de quedarme) o sea que era un viaje literario, y me hubiera gustado que cualquiera de aquellas caras conocidas o desconocidas me preguntase qué hacía yo por Madrid para responder con desgana y énfasis: 

—Ya ve usted, que mañana doy una lectura en el Ateneo. Pero nadie me preguntó nada, claro. A José Hierro lo había leído yo, deslumbrado, en unos tomitos creo que de Afrodisio Aguado, y luego le había conocido en provincias, había participado momentáneamente del remolino lírico, vital y casi belicoso de su vida, su simpatía, su amistad, su inquietud, su prisa y su burla. Era un tipo que me fascinaba y me sigue fascinando. Era el poeta representativo de las generaciones de postguerra y creo que lo sigue siendo. La colisión de gentes en el café era ya cataclismática, todo el mundo saludaba a todo el mundo, los camareros pasaban repetidos por los espejos, en un sueño de humo, y yo no conocía a nadie".
Seguiré recorriendo Madrid, aunque en la distancia, desde provincias, como dice el autor de 'Mortal y rosa'. Y saboreando su cielo azul, su sol embotellado. El cielo de Madrid (ahí está también el gran escritor Julio Llamazares).  

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