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martes, 24 de septiembre de 2013

Librería Zorrilla

Cada vez que paso al lado de la  librería Zorrilla de Ponferrada siento como alegría y nostalgia a la vez. Me alegra saber que se mantiene en pie, aunque la vista exterior de la casa colindante no ofrezca mucha confianza. 

Aunque hace muchos años que no entro en esta librería, tengo por costumbre pararme delante de su escaparate, cuando me dejo caer por donde está ubicada. No da la impresión de que venda muchos libros, aunque puede que siga vendiendo libros de texto. Su aspecto actual, en cualquier caso, es más  el de una papelería que el de una librería.
         La librería Zorrilla fue mi librería de infancia. Y la infancia, si nos fiamos del poeta Rilke, es la única patria verdadera. La infancia es la tierra que te arrastra de un lado a otro a lo largo de tu vida, con sus buenos y malos recuerdos. La infancia, aunque algunos no lo quieran reconocer, es algo que marca al individuo de por vida.
         La librería Zorrilla fue como mi patria libresca de infancia. Recuerdo que era en esta librería donde solía comprar los libros de texto que nos encomendara nuestro maestro. Aquel señor franquista y despótico de cuyo nombre prefiero no acordarme. La mayoría de los escolares dejaban que el maestro se hiciera cargo de los libros. Pero uno, que siempre ha sido o ha querido ser un espíritu libre, prefería comprar los libros en la legendaria librería Zorrilla. No debía agradarle mucho al maestro que fuera por libre. También había algunos pupilos que compraban los libros de texto en la ya desaparecida librería Campano de Bembibre, hace años reconvertida en cafetería, La Corona. Hay anécdotas graciosas al respecto, en las cuales no entraré ahora.

        
La Sierra de Gistredo (nuestro Everest) al fondo

En la librería Zorrilla compraba aquellos libros de texto de la editorial Everest. Me gustaban sobre todo por su contraportada, porque en ella se estampaba el Everest. La contraportada aquella, con el Everest en el centro, picudo y empinado, invitaba a la aventura. Era como entrar en otro universo. Ya entonces uno soñaba con largos viajes al fin del mundo. El Everest era una montaña enorme, al menos vista en la foto de aquellos libros de texto, sobre todo si la comparaba con la Sierra de Gistredo, mi punto de referencia más cercano. Y Gistredo se me aparecía como algo casi inalcanzable. Por aquel tiempo, con diez años, uno ni siquiera había coronado Gistredo. La subida a la cumbre del Gistredo llegaría un año o dos más tarde. 

Ahora, cada vez que me da por acercarme a la antigua librería Zorrilla, me entran como unas ganas enormes de subir al Everest. 

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