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martes, 12 de enero de 2010

Fez, Fās o Fès






Escribo desde Fez, Marruecos, en el corazón del África más árabe, medieval y misteriosa. En el lujoso patio alicatado, colorido y rico, de un exótico riad. A este diminuto palacio-hotel llegan ahora las aleyas coránicas que son recitadas desde un minarete, la llamada a la oración. Y pienso en la rica y tumultuosa mezcla que se abigarra en las callejuelas de la milenaria medina, en donde viven pacíficamente judíos, árabes, extranjeros aquí afincados y las hordas de turistas españoles, franceses, japoneses... Las más de 9.000 calles de la ciudad antigua acogen a más de 80.000 tiendas, talleres, bazares, puestos de comida, burros cargados de mercancía que casi te atropellan. Mezcla de exquisitos aromas a la sopa harira, especies, tajinis de cordero y ciruelas, pollo a los cítricos, ensaladas marroquíes, perfumes de mirra y almizcle... Todo revuelto en perfecta armonía. Miles de turistas occidentales han celebrado la Nochevieja y los Reyes en concordia con musulmanes que cierran sus puestos para ir a orar a la mezquita. Sin conflicto alguno, en plena tolerancia, de tan armónica manera que extraña que en el mundo se estén poniendo bombas ahora mismo, que musulmanes breguen contra judíos y a la inversa. Viajar acentúa la tolerancia, abre la mente y ofrece inesperadas sorpresas. ¿Resulta ingenuo? Puede ser, pero sigo apostando por la tolerancia y la fe en que un día podamos todos, si no vivir en perfecto acuerdo, al menos vivir con respeto y en paz (Idoia Arbillaga).http://www.larazon.es/noticia/5076-ano-nuevo-vida-nueva



Este texto, ciertamente sugerente y estimulante, escrito por mi amiga Idoia, me ha hecho rememorar intensos y apasionantes momentos en la ciudad de Fez, que he visitado en varias ocasiones. Sólo la medina de Fez el Bali ya justificaría un viaje a esta ciudad marroquí, que no deja indiferente a nadie, aunque a algunos les pueda parecer un regreso exótico y tal vez místico al Medioevo. Ciudad con encanto o encantadora, que nos devuelve a nuestra primigenia soñada, incluso a nuestro pueblo, igualmente dividido en tres barrios o pequeñas aldeas. Pues Fez está construida como si se tratara de tres ciudades, a saber, Fez el Bali (impresionante e inspiradora), Fez el Jedid (antesala al descenso a otro mundo) y la Nouvelle ville (similar a cualquier ciudad europea).



Nunca olvidaré aquella visita a la mezquita de los andaluces, en compañía de Rajae, que literamente me llevó de la mano, mientras algunos individuos parecían mirar con ojos entre golosinos y envidiosos, de lo contrario no hubiera logrado arribar a este monumento. O aquella otra visita en la que, sin guía espiritual, acabé perdido en el laberinto medinero bajo una noche que, al final, resultó protectora. Y es que uno siempre acaba perdiéndose, salvo que no te desvíes de la arteria principal, la cuesta Talaa-Al-Kébira, por la que circulan, ay, burritos bien cargados. Arre/a.



En Marruecos el sol duerme la siesta después de tomar un té verde: el whisky nacional, dicen los marroquíes, el verde como esperanza, verde que te quiero verde, el verde como color musulmán, hierbabuena que verdea tus sentimientos, verde de Meknès o Mequínez, verde de minarete, color esmeralda en el brillante tejado de la ilustre y majestuosa mezquita el Karaouiyyîn o Karaouina.

A Ratiba la conocí en Fez o Fès. Ratiba Fellah fue una aparición, como lo fuera la aparición de Lourdes en Francia para algunos. Ratiba se me apareció de buenas a primeras, cual suele acontecer con otras vírgenes, a la luz del día, visible, resplandeciente, en cuerpo y alma, en cuerpo macizo, enfundada en jean o pantalón vaquero y americana de color negro, vestida como una española, como una europea, liberal y atrevida como una nórdica, elegante, risueña y tostada -con miel y manteca de cabra- como una marroquina. Ratiba se me apareció un domingo de marzo, a eso de las cuatro de la tarde -hora local-, mientras yo intentaba trepar por la cuesta que conduce al cementerio israelita, cerca de Bab Boujloud, fuera de la ciudad amurallada. Era un día soleado. El cielo brillaba alegre y azul. Ratiba paseaba en compañía de su hermana Sanaâ y dos amigas llamadas Rachida y Rabia, que se mostraron gentiles, desenvueltas y conversadoras conmigo.


El verbo se me puso en pocas horas con semblante de erre mayúscula, erre femenina, erre sensual y sabrosa. El sol estaba acostándose cuando puse por primera vez los pies en la ciudad de Fès. El sol se quitó su lencería roja con parsimonia y un excitante sentido estético, y yo quedé encantado para siempre en Al-Maghrib.


La aparición de Ratiba ocurrió después de que yo subiera de los subterráneos de la Medina de Fès-el-Balí, la ciudad vieja, amurallada, la ciudad de los callejones sin salida y las callejuelas y pasadizos atestados de asnos, y seres que te clavan la mirada, miradas que te apuñalan con pasión y desenfreno, borricos que transportan cestos, viandas y botellas con zumo de aguacate; en cualquier momento podría atropellarte un burro: un petit taxi cargado hasta los topes, hay más de diez mil callejones, perfumados de olores densos. En la medina te huele a ámbar, a almizcle, a hierbabuena y a caca humana, a pedo azafranado, a estiércol de vaca, a grasa de riñón de carnero y a fritanga, a cuscús recalentado; te huele a ti mismo, a tus raíces árabes: emanaciones agridulces que aspiras atolondrado, como un primerizo en espectáculos y ceremonias que te invitaran a entrar en trance. Fès-el-Balí es un laberinto sobrecogedor, lírico, preedénico casi, que me invitó, siempre me estuvo invitando, a adentrarme en el bullicio y el magreo. Me sobaron con la mirada. Me sentí embriagado con la policromía gastronómica y digestiva: desbordante mundo de aromas y sustancias. Sufrí o experimenté un desdoblamiento, como un psicótico. Me resultó imposible encontrar mi espíritu. .Me resultó complicado saber quién era y qué hacía en el Gran Bazar. Estuve en un underground grotesco, fantástico, infinitesimal, como en la película de Emir Kusturica. La Medina de Fès-el-Balí es un teatro visceral y jugoso que acaba envolviéndote e hipnotizándote. Sentí miedo al principio pero una vez que me había entregado en cuerpo y alma, los marroquíes estuvieron de mi lado y eran mis amigos de verdad. Seguí impresionado, no obstante. Por fin encontré a Ratiba, mi amiga, a la luz del día, real como la vida misma. Sanaâ, su hermana, se convirtió en mi cómplice, aliada, en vínculo lingüístico que religa y une, en vínculo que me unió a Ratiba: une fille adorable et très belle, ésa fue mi impresión de ella, una chavala que a duras penas hablaba la lengua gala, pero que seguía articulando el lenguaje de los ojos, la mirada que toca y acaricia, convence y seduce, la mirada que sabe a piel, a feromona excitante, a perfume amoroso. Ratiba soñaba con abandonar Marruecos e irse a vivir a Francia. Soñaba con desposar a un europeo apuesto; los marroquinos tienen mala catadura, según ella, y no terminaban de convencerla
(texto extraído de un relato que publiqué bajo el título En el ombligo del Morocco).




Una vez sumergido en el caos, abres Bab Boujloud, que es la puerta azul de la Medina, y te aventuras a bajar por una de las cuestas: Talaa-Al-Kébira, escaparate de sorpresas, te deslizas por callejones sin salida, atestados de presencias que te clavan la mirada, miradas que te atraviesan con pasión, desfalleces o crees desfallecer, te falta el aire y tu corazón está a punto de reventar. Recuerdas que estás solo, sin guía oficial, sin guía clandestino, no puedes detenerte a sacar el plano de tu bolsillo para echarle una ojeada, tampoco te serviría de nada, estás dando tumbos y desconoces las posibles salidas, te topas con un callejón sin salida, luego con otro, alguien te dijo que en la Medina hay más de diez mil callejuelas. Aparentas sentirte aliviado, nadie te cree, ni siquiera los niños, que son pícaros y embaucadores. Sabes que hasta ellos podrían engañarte, y que además están compinchados con sus directores espirituales, los alfaquíes. Las miradas moriscas te desconciertan, y no lo puedes evitar. Estás en su terreno, que conocen palmo a palmo, y son conscientes de la ventaja que tienen sobre ti, atolondrado viajero. Estás al límite de tus fuerzas, podrías rodar por tierra en cualquier momento, pero aún no ha llegado el momento de arrojar la toalla, la necesitas para secar el sudor, que está empapando tus entrañas. Suda, sangra, orgasmea, pero no te dejes, aún no, no dejes que tus entretelas se pudran entre vísceras de corderos y burros cargados hasta los topes. La Medina es un establo exótico, que te cautiva y te obliga a rastrear en tu memoria tribal. Los artesanos y comerciantes desean tu dinero, porque saben que llevas dinero encima, también intuyen que los turistas suelen ir a las medinas a comprar o a dejarse vender, tu precio puede ser alto, pero todo tiene un precio, y tú también lo tienes, no te engañes, a ellos te sería muy difícil engañarlos. Despréndete de lo material grosero, y reza a Alá -ya sé que no te gusta rezar-, para que descubras el reino de su cielo, purísimo a primera vista, azul teñido de sangre, flujo que enciende tu mirada y te invita a jugar con ella. Una mirada que te pone en contacto con algunas chicas. Los pederastas y bisexuales parecen ansiosos por devorar tus entrañas. No tengas miedo. Aún puedes sestear como las ovejas. Es la hora del té. Los tullidos, cojitrancos y ciegos se unirán a ti. Son desarrapados que ya no tienen miedo a nada. Y se han dejado mutilar sin motivo aparente. Viven sin órganos y sin extremidades, aunque se les ve felices. Algunos nunca han salido de la Medina, no necesitan ver la luz. Míralos de cerca, se divierten contemplando la nada, una nada que huele a azafrán. Dile a Ismael que te venda un tantán hecho con piel de raya, así podrías tañer tu último resuello de agonía. Ismael, cuya mirada se torna seductora, está deseando ofrecerte un té con hierbabuena, le gustaría que calentaras tus entendederas y luego las encendieras en el hammam, en su compañía, él es muy generoso. Y te quiere de veras, se le nota en la mirada, te quiere por tu dinero y por tu sangre de español, de español magrebí. Adéntrate en el barrio de los andaluces: callejones con olor a asno: pequeño taxi que transporta viandas y botellas con zumo de aguacate, bebe la sangre mahometana, fúndete en la masa tentacular y vociferante. Aúlla, desfógate, déjate sobar, alimenta tus instintos sexuales, recaliéntate en el horno comunal, rostiza tus vísceras, arde de placer, muérete con la sonrisa en los labios, lame el último pudor que bordea los espasmos del corazón, púdrete con elegancia mirando al vacío, mirándote en el espejo del Gran Bazar, a sabiendas de que no tardarás en entregarte a ellos en cuerpo-alma. Hazlo cuanto antes. No dejes para mañana lo que puedas hacer esta tarde. Déjate magrear por la muchedumbre. Estás entre callejuelas laberínticas, indefenso, apretujado, abatido. Algunos interiores son lujosos, pero a ti te gusta callejear la lujuria exterior, tú viniste a Fès a embriagarte en la calle, y abrevar la sed en las fuentes de la vida real. Chorreas humor y lágrimas. Eres un cerdo en la Medina de Fès-el-Bali. Hueles a mierda. El sudor sigue escurriendo por tu devenir de aventurero, lobo estepario en una medina vieja, ya no recuerdas por qué te atreviste a bajar a este subterráneo. Ahora sólo te queda saborearlo, digerirlo si puedes. Sudas como si nunca hubieras abandonado el baño árabe, como si estuvieras ayuntando con un bujarra bereber. El pan se está cociendo en tu boca, que es horno de perversión e inmoralidad. Es un pan satánico. No lo comas. Está ardiendo. Estás cociéndote y no acabas de transpirar. El baño árabe te está produciendo un malestar general. Te duele el esfínter, y la columna vertebral se te empieza a quebrar en mil pedazos. El calor es infernal, y los huesos se te están torrando. Eres carne horneada. El muecín resuena en el interior de la mezquita Karaouiyyîn. Hay interferencias, gritos, gemidos, eructos... y tú prosigues la travesía, te detienes en la fuente Nejjarin, en medio de la algarabía. Las ánimas musulmanas siguen purgando sus infortunios en fuentes de ablución ritual, en hornos vecinales, en hammanes compartidos. Tú sigues contando con tus secreciones y miserias, carroñas y heces, y tu cadáver se dora, se achicharra, brilla a contraluz. Devoras inmundicia antes de arder de una vez por todas. Eres Juana de Arco en la hoguera de Fès-el- Bali. A estas horas ya te habrás convertido en pastel de miel, en pastilla, en higo chumbo o en humo de hachís. Todo es posible en el reino marroquí. Los chuchos, famélicos y osados, te olisquean como a una perra en celo, te olfatean y te lamen con detenimiento y sentido forense. Aún después de morir, los cartomantes y nigromantes te siguen ofreciendo su casa, te invitan a fumar kif, y a que tus restos mortales se deleiten degustando un thé à la menthe. Así son los marroquíes de hospitalarios y amables: te asan, y luego te prometen el oro y el moro, que ahora viste chilaba morada y se parece a un personaje de cuento, que invoca a Alá y a Mohamed con fanatismo y con el turbante blanco en la mano izquierda. A continuación te toca un minueto cortesano con flauta y tamboril, mientras tu polvo, lo que queda de ti, sirve de alimento a una nube de insectos. Caíste en la trampa. Se cumplió la ceremonia canibalesca y cropofágica, y ahora más que nunca te sientes aliviado y libre, despojado al fin del peso corporal. Ya no tendrás que orinar, ni defecar, ni eyacular sobre los párpados de una marroquí arrebatadora, deslumbrante, mágica. Aun muerto sigues recordando que algún día estuviste en la Medina de Fès-el-Bali. Aquel día ibas solo, sin faux guide, pero te sentiste más lleno que nunca. Estuviste en la casa de las sorpresas perfumada de incienso, almizcle y mirra. Saboreaste lenguas políglotas, viciosas, viscosas, viperinas. Degustaste polvos de chocolate, polvos sin más, presenciaste orgías en el harén de las delicias, te embistieron y vistieron de gala, te clavaron aguijones en la médula espinal, gemiste de terror y de éxtasis, la sangre corrió con desenfreno por los diez mil y un callejones sin salida, y la lógica mortuoria, el sentido de la vida -guadaña en mano- acabó imponiéndose, como siempre. Admiraste el cruel espectáculo de la muerte y quedaste hipnotizado en medio de una delirante escenografía. Al fin conseguiste examinarte en una de las más antiguas universidades del mundo: Fès-el-Bali. Y el vértigo consiguió dilatar tus pupilas: el vértigo del pánico. Los pájaros islámicos anidaron en tu testa, que aún después del óbito luce fez rojo. Hitchcock hubiera filmado impresionantes escenas en la Medina de Fès o Fez-el-Bali (relato publicado bajo el título de En la Medina de Fez).



Justificar a ambos lados

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