Gary Ferrero,
con un estilo desenfadado, rememora aquel León que viviera en su infancia y
adolescencia, incluso ya siendo universitario, y nos lo muestra sobre todo con
humor. Un relato sobre otros tiempos, donde el autor muestra de un modo
deliberado todo aquello que le gusta y le gustaba, así como aquello que le
disgustaba.
(Taller de composición de relatos de la
Universidad de León, impartido por Manuel Cuenya)
Hubo una época, perdida en los
albores de mi ya remota pubertad, en que me gustaba leer a Enid Blyton y a
Martín Vigil y a JJ Benítez y a Erich Von Däniken. Y escuchar a José María
García y a Jiménez del Oso. Con mis colegas, ansiábamos ver ovnis e incluso ser
abducidos por los extraterrestres. Nos impresionó Uri Geller y su mentalismo en
el Directísimo de José María Íñigo. Algunos
chavales dijeron haber doblado la cuchara y otros arreglado el reloj del abuelo,
lo que fueron la envidia del resto.
De las lecturas obligatorias gocé
con el Lazarillo y La vida del Buscón, pero la que me más hondo
me llegó y me fue abriendo a un incipiente mundo de adultos fue San Manuel
Bueno, mártir. También buceé con avidez por las líneas intrincadas del Quijote,
la Esfinge maragata o El Señor de Bembibre, todas ellas por
influencia de Bonifacio, un paisano de mi pueblo que, a base de leerlas y
releerlas miles de veces, se las había aprendido casi de memoria. Acostumbraba
a conversar sin tiempo e ilustraba permanentemente sus pláticas callejeras con
pasajes de esas tres obras maestras.
No me gustaba ir al colegio, y más
si ese colegio es un internado al que te envían con nueve tiernos añitos porque
eres un zascandil indomable, vamos, lo que hoy denominaríamos un TDAH de libro.
Y más aún si el régimen del tal internado se había quedado anclado en un
inmediato pero obsolescente pasado.
Pero, en ese mismo medio hostil y
decadente, aprendí a sacarle el gusto a pequeñas cosas como a un exquisito —y
exótico para mí— foie gras que servían en el desayuno; y al tulicrem
y a la mermelada de melocotón que traía trocitos crujientes de esa fruta
trufando una deliciosa melaza; y a los bocadillos de mejillones en aceite o
escabeche del bar de los Scouts.
Me encantaba la voz de aquel
mendigo que, de tanto en tanto, aparecía por las cocinas del colegio. A cambio
de la comida, le invitaban a cantar para nosotros. Entonaba como nadie y como a
nadie nunca oí aquel pasodoble: “Están cayendo flores
sobre la arena, premiando la faena en el redondel, Manuel Benítez El Cordobés,
domina los toros con gracia y salero…”. Y a Suso, siempre Suso, con
su bandeja de aluminio sobre la mano izquierda, su sonrisa permanente, sus ojos
saltones y vivarachos y sus gafas de culo de botella.
No sé lo que daría hoy por otros
bocadillos, aquellos de calamares que servían en el bar New York y, no te digo
nada, de los de pulpo guisado con pimentón. Me gustaban sobremanera los pepitos
recién hechos, y con su crema pastelera aún calentina, de la pastelería Sanvy.
Eran lo más parecido a la ambrosía repostera de algún dios goloso en un olimpo
ignoto. Y los perritos calientes de la sala de juegos América, en el pasaje de
Ordoño una novedad insólita para un rapacín proveniente de la Edad Media, que
aún pululaba en la profundidad de la estepa paramesa.
Nos gustaba buscar pene, vulva y
ramera en el diccionario VOX. También en inglés; y en francés; y hasta en griego.
Y nos excitábamos con ello. ¡Qué cosa! ¡Eh! Un
día un chaval, un poco mayor que nosotros, nos dijo que qué era eso de las pajas y cómo había que hacérselas. Él empleaba un
método antediluviano similar al de los hombres primitivos para hacer fuego.
Pronto descubrimos que había formas mejores que las que aquel muchacho
iluminado trataba de inculcarnos.
Recuerdo con un cierto mal regusto
las salidas a comprar chuches en los recreos al Pollero. Caramelos de Melampine, eso solíamos pedir. “Quetelampinetuputamadre”, contestaba él —cuando alguien formulaba el
deseo con ese específico término— ante el gesto de asombro y desaprobación de
su abnegada mujer. Ella lo acompañaba permanentemente en su negocio callejero
consistente en un carro de los que llevaban antaño los repartidores delante de
la bicicleta, una mantona para protegerse de los chuzos de punta meteorológicos
que han sembrado desde siempre este León nuestro y una lona para resguardar la
mercancía. Ellos mismos eran la bicicleta. Empujaban el carro repleto de
género, de manera fatigosa —los dos parecían ancianos ya y él, a mayores,
sufría problemas de movilidad manifestada en una cojera renqueante y bambolera— hasta llegar a la puerta del colegio.
Allí se apostaban a la espera de clientes, que en su mayoría eran infantes de
extracción pija, hiciera el tiempo que hiciera. Ni las nevadas más copiosas, ni
las más crudas heladas, ni las lluvias más pertinaces hicieron cerrar el
negocio a la peculiar pareja ni un solo día. El Pollero, después de unos
profundísimos carraspeos con gorjeo incluido, solía lanzar unos lapos viscosos y contundentes y echarlos a correr
sobre el asfalto de Álvaro López Núñez, tal vez de ahí su cariñoso
apelativo. También nos hizo descubrir el poder de corrosión que, una sustancia
tan inofensiva como la urea, puede tener sobre el cemento y el ladrillo. A base
de eyecciones repetidas y constantes sobre la tapia de la Feve —que se
encontraba justo enfrente— aquel hombre llegó a practicar un impresionante
boquete en la misma. Cuando había adquirido las dimensiones necesarias, nos
colábamos a buscar las pelotas que caían del patio a la brecha urbana que surcaba
el Transiberiano. Así apodábamos nosotros a aquel obsoleto y rancio
tren, con sus traqueteos y pitidos estridentes y sus asientos de barrotes de
madera. Zapico y sus Deicidas supieron plasmar, años después, todo el misterio,
y aún la mística, de aquella serpiente minero-siderúrgica que tanta gente traía
de los pueblos a León y tanta se llevó a las Vascongadas y a Santander.
Recuerdo con nostalgia, y un enorme
cariño, los ganchos de derechas de Kliford en la canasta del patio central. La
del sur. Siempre en esa. No sé muy bien por qué. “¡Te
hecho una partida! ¡A míl! ¡Pollopera! ¡Te deshidratas con mucha facilidad!”,
solía decir con una entonación peculiar e intransferible y con su brazo
izquierdo inutilizado, tal vez de nacimiento. Por eso lanzaba ganchos y por eso
se hacía llamar así. Kliford era un niño grande, un niño preso en una enorme y
contrahecha anatomía de adulto. Tenía vía libre y carta blanca para usar el
patio y nosotros lo adoptamos como un compañero más. El mejor y más querido. Otro que también carraspeaba y
mucho era Demetrio, el bedel, cuando usaba la megafonía: “¡Amós Lea, Amós Lae,
tiene conferencia! O ¡Secundino Lego, Secundino Lego, pase por la portería!”.
Nos
hacía tremenda gracia el loro del hermano Félix cuando silbaba a alguna madre
potentona y potentada, que se colaba en el patio para buscar a su niño y luego
iba a quejarse a dirección porque creía que habíamos sido uno de nosotros.
Nos
llevamos una inmensa alegría cuando, por fin, murió Franco. No porque nosotros
entendiéramos de política, sino porque nos dieron una semana entera de
vacaciones. Aquel inmenso gozo se vio un poco aquietado porque una de las cosas
que más nos gustaba hacer en casa era ver la tele; y toda esa semana nos
hartaron de música militar y noticias y misas y funerales del dictador. En
blanco y negro. Mejor dicho, sólo negro. Un luto forzado al que no prestamos la
más mínima atención. La calle lo ganó.
Es
verdad que vivimos el asunto con un poco de incertidumbre pues los mayores, ya
antes del desenlace —no me atrevo a decir que fatal— no paraban de vaticinar
una guerra civil a la muerte del paisano. Por encima de los miedos empezó a
atisbarse un tiempo nuevo y pronto los cambios empezaron a abalanzarse sobre la
vida civil y política. Pero sólo en la calle porque intramuros del internado no
había guiño alguno a ninguna transición ni nada que se le pareciera; y si
alguien, ajeno o propio, asomaba entre las encorsetadas estructuras de mando
del colegio con ansias de renovación, enseguida le eran aplacadas por una
misteriosa autoridad superior a base de zarpazos. Miento. Hubo un cambio
deslumbrante dentro del régimen interno que, aun así, seguía siendo antiguo y
rancio en grado superlativo, y es que el administrador decidió estirarse e invertir
en una flamante Telefunken Palcolor de las primeras. Se la compraron al padre
de Justo. Fue como un abrazo de oso para tenernos más amarrados aún, pero el programa
Un, dos, tres de Chicho y sus chicas no volvió a ser el mismo desde
entonces y nuestras vidas tampoco.
Se nos removía el estómago con una
clandestina emoción cuando salíamos al quiosco de Tiquio a ver las portadas del
Interviú y las de Play Boy. Y luego las del Penthouse y Lib.
Santo cielo. Los curas pusieron a Tiquio en la lista negra. Pero aquel paisano
de Trobajo se convirtió en nuestro ídolo a base de transgresión.
No me gustaba nada distraer algún
ejemplar de Don Balón de una librería cercana, pero disfrutaba como loco de
aquel innovador e impactante grafismo y de una información futbolística con
enfoque diferente. Y tampoco chupar el vino a lingotazos furtivos en un extremo
de la barra del Miserias, aprovechando que Primitivo entraba a la cocina. Pero
cuando Falo lo hacía, todos le reíamos la gracia a carcajada limpia, porque se
trataba de eso y no de beber un vino peleón e insufrible. Y, además, al
protagonista del asalto etílico no le gustaba el vino, ni el bueno ni el malo.
Me impactó La guerra de las
galaxias en el cine Pasaje y El cazador en el cine Abella, pero lo
que realmente me removió mis fibras más internas y me hizo chiribitas en el
estómago, en el vientre y en el corazón, fue el estreno de Emmanuelle en
el cine Condado. Desde entonces llevo fijada en mi cerebro aquella alocución
que se oía antes de apagar las luces y que una voz impostada locutaba con una
entonación especial: “Señoras, señores, les rogamos
ocupen sus asientos, la proyección va a comenzar”. Cada vez que la
recuerdo me vienen a la cabeza aquellas fascinantes escenas y la geografía
humana poco agreste pero tremendamente excitante de Sylvia Kristel y sus
compañeras de reparto. Y así fuimos creciendo y alimentando de emociones una
indómita pubertad.
Ya
en COU, fuera del colegio, aunque dependiente de él, descubrimos por fin lo que
era compartir aula con las congéneres del sexo contrario. Me enamoró una
preciosa muchachita de larguísima y tirabuzonada
melena rubia, a la cual veía tan inalcanzable que nunca me atreví a
manifestarle aquello que debía ser amor. Mejor para ella y también para mí
porque, por entonces, no hubiera sabido gestionarlo ni por asomo.
Recuerdo que un día algunos de mis compis
se encontraban muy compungidos porque había muerto un tal John Lennon al
que yo no conocía. Pero claro, yo no tenía hermanos mayores y en casa no había
dinero para tocadiscos, ni equipos de música, ni gaitas de esas. La pena, la de ellos y la mía
solidaria, la decidimos clamar en el bar Flórez. El dueño, ya mayor, se volvió
loco con las estrambóticas demandas de aquel tropel de adolescentes. “A mí ponme una vaca verde. Pero qué dices, qué es eso. Pues
qué va a ser, menta con leche. Joder. A mí un San Francisco. Eso sí sé lo que
es, pero igual no coincide con lo que tú quieres. A mí un Bacardí cola. Por fin
uno con la cabeza en su sitio, sí señor. A mí ponme un lima con tónica.
Faltaría más, no podías repetir lo del anterior ¿verdad? Pues yo quiero un
ron con piña colada. Y a mí un bulumba. Eso también lo conozco”.
Cuando
llegó mi turno, el cantinero estaba hasta los bigotes de aguantar púberes imberbes. Aturdido
por la diversidad de comandas y por el punto etílico que empezaba a reflejarse
en el tono pastoso de su habla, dio un cabezazo hacia arriba inquiriéndome a mí,
que era ya el último, como esperando un nuevo exabrupto coctelero. “Ponme
un Alicao con cuarenta y tres. ¿Cómo, cómo? ¿Piña con qué, dijiste?”.
Luego, en la Uni, ya sin ataduras,
vinieron las noches en el Cecan y aquel ambiente alternativo y transgresor y
los ojos de una universitaria divina a la que en un alarde de ñoñería colosal
acabé apodando “Ojospreciosos”, así, “todojunto”. Tampoco me comí un torrao.
Normal. Y las manifestaciones y huelgas dirigidas por Quini. Aquel demonio rojo
y malo que nos habían pintado en el colegio. Quinidio era un activista de
izquierdas que nos conquistó con su personalidad arrolladora, su verbo fácil y
su destreza para moverse en la calle y en los despachos. También llegó a ser un
héroe para nosotros, casi al nivel de Tiquio. “¡Qué
quriosa quonincidencia qualitativa!”.
En esta época mis gustos literarios
ya habían cambiado. Leía mucho panfleto, pero lo que realmente me flipaba eran
los libros de la colección Sonrisa Vertical y Lolita de Nabocov y Las
edades de Lulú y Trópico de Cáncer y Diario de una ninfómana.
Pero continuaba leyendo pasajes de el Quijote, El Señor de Bembibre y de
La esfinge maragata para poder debatir con Bonifacio.
El pueblo, la ciudad, el atraso y
el progreso, la libertad salvaje y los muros que le ponemos. Todo es relativo y
discutible. Lo que nos gusta y lo que no nos gusta. Todo nos ayuda a crecer y a
entender y a entendernos; y a ser lo que llegamos a ser y a cambiar y a volver
a equivocarnos, a vivir ¿Qué sería de nosotros si sólo hiciéramos lo que nos
gusta? ¿En qué clase de monstruos nos llegaríamos a convertir?