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sábado, 2 de noviembre de 2024

Héctor Alterio, un actor colosal y entrañable

*En la foto con Héctor Alterio y los amigos argentinos Edmundo y Nidia Beltramo

 El pasado martes tuve la ocasión, gracias a una buena amiga que me avisó, de ver al colosal actor Héctor Alterio en el teatro Bergidum de Ponferrada. Y al verlo me acordé de inmediato de esa película sobrecogedora que es El hijo de la novia, interpretada asimismo por la genial Norma Aleandro, que también llegó a estar en el teatro Bergidum hace años. https://cuenya.blogspot.com/2014/10/el-hijo-de-la-novia.html 

Por cierto, Fernando Castets y Juan Vera, coguionista y productor respectivamente de esta película, estuvieron hace años en la Escuela de Cine de Ponferrada para impartir una clase magistral. Los recuerdo con afecto. 


Asimismo, recuerdo a la diosa de la interpretación Norma Aleandro. "Tener la ocasión de ver a Norma Aleandro en el Bergidum es como un sueño enternecedor. Estar cerca de Norma es como estar enfrente de una de las mejores actrices del mundo, como dijera Luis Ángel, un alumno de la Escuela de Cine. Estoy de acuerdo contigo, Luis, que Norma no tiene nada que envidiar a ninguna actriz de Hollywood ni de ningún star system", llegué a escribir en su momento en Diario de León

https://www.diariodeleon.es/bierzo/41101/503060/enganchados-cine-teatro.html

Cabe recordar que Héctor Alterio no sólo trabajó con Norma Aleandro en El hijo de la novia sino en otras películas como La historia oficial, de Puenzo (Óscar a la mejor película de habla no inglesa en 1986), o bien en La tregua, basada en la novela homónima del escritor uruguayo Benedetti. 


El asunto es que Héctor Alterio, con 95 años, que se dice pronto, ha estado presente en muchas grandes películas como Cría cuervos de Saura, o bien en películas de Gonzalo Suárez (quien fuera director honorífico de la Escuela de cine de Ponferrada) como El detective y la muerte o Don Juan en los infiernos, y me emocionó con su puesta en escena el pasado martes en el teatro Bergidum de Ponferrada, acompañado por un virtuoso pianista llamado Juan Esteban Cuacci, que lo guio en todo momento en este viaje emocional desde Buenos Aires a Madrid, con vuelta a Buenos Aires. Un viaje, donde tiene gran importancia la música del maestro Piazzolla (ahora mismo estoy escuchando la enternecedora pieza musical de tango Adiós nonino), que relata cuarenta años de la vida del entrañable actor. Y que por momentos se me antoja conmovedor. 


Un espectáculo, Una pequeña historia, con la dramaturgia de Ángela Bacaicoa, que es la compañera de vida de Héctor Alterio, el cual recordó al poeta León Felipe, que, como él, fue un exiliado político y un hombre de teatro, o bien al magnífico actor Juan Diego, que le ayudó a trabajar en España cuando llegó en los años setenta para presentar precisamente la película La tregua.  

*En la foto con Héctor Alterio y los amigos argentinos Edmundo y Nidia Beltramo (quienes también estuvieron este año en el Encuentro literario en Noceda del Bierzo. Muchas gracias).

https://cuenya.blogspot.com/2024/08/quince-anos-no-es-nada-encuentro.html

Fue una tarde-noche memorable. 

lunes, 28 de octubre de 2024

Otros tiempos en León, otros gustos y disgustos, por Gary Ferrero


Gary Ferrero, con un estilo desenfadado, rememora aquel León que viviera en su infancia y adolescencia, incluso ya siendo universitario, y nos lo muestra sobre todo con humor. Un relato sobre otros tiempos, donde el autor muestra de un modo deliberado todo aquello que le gusta y le gustaba, así como aquello que le disgustaba.

         (Taller de composición de relatos de la Universidad de León, impartido por Manuel Cuenya)

Hubo una época, perdida en los albores de mi ya remota pubertad, en que me gustaba leer a Enid Blyton y a Martín Vigil y a JJ Benítez y a Erich Von Däniken. Y escuchar a José María García y a Jiménez del Oso. Con mis colegas, ansiábamos ver ovnis e incluso ser abducidos por los extraterrestres. Nos impresionó Uri Geller y su mentalismo en el Directísimo de José María Íñigo. Algunos chavales dijeron haber doblado la cuchara y otros arreglado el reloj del abuelo, lo que fueron la envidia del resto.

De las lecturas obligatorias gocé con el Lazarillo y La vida del Buscón, pero la que me más hondo me llegó y me fue abriendo a un incipiente mundo de adultos fue San Manuel Bueno, mártir. También buceé con avidez por las líneas intrincadas del Quijote, la Esfinge maragata o El Señor de Bembibre, todas ellas por influencia de Bonifacio, un paisano de mi pueblo que, a base de leerlas y releerlas miles de veces, se las había aprendido casi de memoria. Acostumbraba a conversar sin tiempo e ilustraba permanentemente sus pláticas callejeras con pasajes de esas tres obras maestras.

No me gustaba ir al colegio, y más si ese colegio es un internado al que te envían con nueve tiernos añitos porque eres un zascandil indomable, vamos, lo que hoy denominaríamos un TDAH de libro. Y más aún si el régimen del tal internado se había quedado anclado en un inmediato pero obsolescente pasado.

         Pero, en ese mismo medio hostil y decadente, aprendí a sacarle el gusto a pequeñas cosas como a un exquisito —y exótico para mí— foie gras que servían en el desayuno; y al tulicrem y a la mermelada de melocotón que traía trocitos crujientes de esa fruta trufando una deliciosa melaza; y a los bocadillos de mejillones en aceite o escabeche del bar de los Scouts.

         Me encantaba la voz de aquel mendigo que, de tanto en tanto, aparecía por las cocinas del colegio. A cambio de la comida, le invitaban a cantar para nosotros. Entonaba como nadie y como a nadie nunca oí aquel pasodoble: “Están cayendo flores sobre la arena, premiando la faena en el redondel, Manuel Benítez El Cordobés, domina los toros con gracia y salero…”. Y a Suso, siempre Suso, con su bandeja de aluminio sobre la mano izquierda, su sonrisa permanente, sus ojos saltones y vivarachos y sus gafas de culo de botella.

         No sé lo que daría hoy por otros bocadillos, aquellos de calamares que servían en el bar New York y, no te digo nada, de los de pulpo guisado con pimentón. Me gustaban sobremanera los pepitos recién hechos, y con su crema pastelera aún calentina, de la pastelería Sanvy. Eran lo más parecido a la ambrosía repostera de algún dios goloso en un olimpo ignoto. Y los perritos calientes de la sala de juegos América, en el pasaje de Ordoño una novedad insólita para un rapacín proveniente de la Edad Media, que aún pululaba en la profundidad de la estepa paramesa. 


         Nos gustaba buscar pene, vulva y ramera en el diccionario VOX. También en inglés; y en francés; y hasta en griego. Y nos excitábamos con ello. ¡Qué cosa! ¡Eh! Un día un chaval, un poco mayor que nosotros, nos dijo que qué era eso de las pajas y cómo había que hacérselas. Él empleaba un método antediluviano similar al de los hombres primitivos para hacer fuego. Pronto descubrimos que había formas mejores que las que aquel muchacho iluminado trataba de inculcarnos.

         Recuerdo con un cierto mal regusto las salidas a comprar chuches en los recreos al Pollero. Caramelos de Melampine, eso solíamos pedir. “Quetelampinetuputamadre”,  contestaba él —cuando alguien formulaba el deseo con ese específico término— ante el gesto de asombro y desaprobación de su abnegada mujer. Ella lo acompañaba permanentemente en su negocio callejero consistente en un carro de los que llevaban antaño los repartidores delante de la bicicleta, una mantona para protegerse de los chuzos de punta meteorológicos que han sembrado desde siempre este León nuestro y una lona para resguardar la mercancía. Ellos mismos eran la bicicleta. Empujaban el carro repleto de género, de manera fatigosa —los dos parecían ancianos ya y él, a mayores, sufría problemas de movilidad manifestada en una cojera renqueante y bambolera— hasta llegar a la puerta del colegio. Allí se apostaban a la espera de clientes, que en su mayoría eran infantes de extracción pija, hiciera el tiempo que hiciera. Ni las nevadas más copiosas, ni las más crudas heladas, ni las lluvias más pertinaces hicieron cerrar el negocio a la peculiar pareja ni un solo día. El Pollero, después de unos profundísimos carraspeos con gorjeo incluido, solía lanzar unos lapos viscosos y contundentes y echarlos a correr sobre el asfalto de Álvaro López Núñez, tal vez de ahí su cariñoso apelativo. También nos hizo descubrir el poder de corrosión que, una sustancia tan inofensiva como la urea, puede tener sobre el cemento y el ladrillo. A base de eyecciones repetidas y constantes sobre la tapia de la Feve —que se encontraba justo enfrente— aquel hombre llegó a practicar un impresionante boquete en la misma. Cuando había adquirido las dimensiones necesarias, nos colábamos a buscar las pelotas que caían del patio a la brecha urbana que surcaba el Transiberiano. Así apodábamos nosotros a aquel obsoleto y rancio tren, con sus traqueteos y pitidos estridentes y sus asientos de barrotes de madera. Zapico y sus Deicidas supieron plasmar, años después, todo el misterio, y aún la mística, de aquella serpiente minero-siderúrgica que tanta gente traía de los pueblos a León y tanta se llevó a las Vascongadas y a Santander.

         Recuerdo con nostalgia, y un enorme cariño, los ganchos de derechas de Kliford en la canasta del patio central. La del sur. Siempre en esa. No sé muy bien por qué. “¡Te hecho una partida! ¡A míl! ¡Pollopera! ¡Te deshidratas con mucha facilidad!”, solía decir con una entonación peculiar e intransferible y con su brazo izquierdo inutilizado, tal vez de nacimiento. Por eso lanzaba ganchos y por eso se hacía llamar así. Kliford era un niño grande, un niño preso en una enorme y contrahecha anatomía de adulto. Tenía vía libre y carta blanca para usar el patio y nosotros lo adoptamos como un compañero más. El mejor y más querido. Otro que también carraspeaba y mucho era Demetrio, el bedel, cuando usaba la megafonía: “¡Amós Lea, Amós Lae, tiene conferencia! O ¡Secundino Lego, Secundino Lego, pase por la portería!”.

        Nos hacía tremenda gracia el loro del hermano Félix cuando silbaba a alguna madre potentona y potentada, que se colaba en el patio para buscar a su niño y luego iba a quejarse a dirección porque creía que habíamos sido uno de nosotros.

        Nos llevamos una inmensa alegría cuando, por fin, murió Franco. No porque nosotros entendiéramos de política, sino porque nos dieron una semana entera de vacaciones. Aquel inmenso gozo se vio un poco aquietado porque una de las cosas que más nos gustaba hacer en casa era ver la tele; y toda esa semana nos hartaron de música militar y noticias y misas y funerales del dictador. En blanco y negro. Mejor dicho, sólo negro. Un luto forzado al que no prestamos la más mínima atención. La calle lo ganó.

         Es verdad que vivimos el asunto con un poco de incertidumbre pues los mayores, ya antes del desenlace —no me atrevo a decir que fatal— no paraban de vaticinar una guerra civil a la muerte del paisano. Por encima de los miedos empezó a atisbarse un tiempo nuevo y pronto los cambios empezaron a abalanzarse sobre la vida civil y política. Pero sólo en la calle porque intramuros del internado no había guiño alguno a ninguna transición ni nada que se le pareciera; y si alguien, ajeno o propio, asomaba entre las encorsetadas estructuras de mando del colegio con ansias de renovación, enseguida le eran aplacadas por una misteriosa autoridad superior a base de zarpazos. Miento. Hubo un cambio deslumbrante dentro del régimen interno que, aun así, seguía siendo antiguo y rancio en grado superlativo, y es que el administrador decidió estirarse e invertir en una flamante Telefunken Palcolor de las primeras. Se la compraron al padre de Justo. Fue como un abrazo de oso para tenernos más amarrados aún, pero el programa Un, dos, tres de Chicho y sus chicas no volvió a ser el mismo desde entonces y nuestras vidas tampoco. 


         Se nos removía el estómago con una clandestina emoción cuando salíamos al quiosco de Tiquio a ver las portadas del Interviú y las de Play Boy. Y luego las del Penthouse y Lib. Santo cielo. Los curas pusieron a Tiquio en la lista negra. Pero aquel paisano de Trobajo se convirtió en nuestro ídolo a base de transgresión.

         No me gustaba nada distraer algún ejemplar de Don Balón de una librería cercana, pero disfrutaba como loco de aquel innovador e impactante grafismo y de una información futbolística con enfoque diferente. Y tampoco chupar el vino a lingotazos furtivos en un extremo de la barra del Miserias, aprovechando que Primitivo entraba a la cocina. Pero cuando Falo lo hacía, todos le reíamos la gracia a carcajada limpia, porque se trataba de eso y no de beber un vino peleón e insufrible. Y, además, al protagonista del asalto etílico no le gustaba el vino, ni el bueno ni el malo.

     Me impactó La guerra de las galaxias en el cine Pasaje y El cazador en el cine Abella, pero lo que realmente me removió mis fibras más internas y me hizo chiribitas en el estómago, en el vientre y en el corazón, fue el estreno de Emmanuelle en el cine Condado. Desde entonces llevo fijada en mi cerebro aquella alocución que se oía antes de apagar las luces y que una voz impostada locutaba con una entonación especial: “Señoras, señores, les rogamos ocupen sus asientos, la proyección va a comenzar”. Cada vez que la recuerdo me vienen a la cabeza aquellas fascinantes escenas y la geografía humana poco agreste pero tremendamente excitante de Sylvia Kristel y sus compañeras de reparto. Y así fuimos creciendo y alimentando de emociones una indómita pubertad.

        Ya en COU, fuera del colegio, aunque dependiente de él, descubrimos por fin lo que era compartir aula con las congéneres del sexo contrario. Me enamoró una preciosa muchachita de larguísima y tirabuzonada melena rubia, a la cual veía tan inalcanzable que nunca me atreví a manifestarle aquello que debía ser amor. Mejor para ella y también para mí porque, por entonces, no hubiera sabido gestionarlo ni por asomo.

        Recuerdo que un día algunos de mis compis se encontraban muy compungidos porque había muerto un tal John Lennon al que yo no conocía. Pero claro, yo no tenía hermanos mayores y en casa no había dinero para tocadiscos, ni equipos de música, ni gaitas de esas. La pena, la de ellos y la mía solidaria, la decidimos clamar en el bar Flórez. El dueño, ya mayor, se volvió loco con las estrambóticas demandas de aquel tropel de adolescentes. “A mí ponme una vaca verde. Pero qué dices, qué es eso. Pues qué va a ser, menta con leche. Joder. A mí un San Francisco. Eso sí sé lo que es, pero igual no coincide con lo que tú quieres. A mí un Bacardí cola. Por fin uno con la cabeza en su sitio, sí señor. A mí ponme un lima con tónica. Faltaría más, no podías repetir lo del anterior ¿verdad? Pues yo quiero un ron con piña colada. Y a mí un bulumba. Eso también lo conozco”.

        Cuando llegó mi turno, el cantinero estaba hasta los bigotes de aguantar púberes imberbes. Aturdido por la diversidad de comandas y por el punto etílico que empezaba a reflejarse en el tono pastoso de su habla, dio un cabezazo hacia arriba inquiriéndome a mí, que era ya el último, como esperando un nuevo exabrupto coctelero. “Ponme un Alicao con cuarenta y tres. ¿Cómo, cómo? ¿Piña con qué, dijiste?”.

         Luego, en la Uni, ya sin ataduras, vinieron las noches en el Cecan y aquel ambiente alternativo y transgresor y los ojos de una universitaria divina a la que en un alarde de ñoñería colosal acabé apodando “Ojospreciosos”, así, “todojunto”. Tampoco me comí un torrao. Normal. Y las manifestaciones y huelgas dirigidas por Quini. Aquel demonio rojo y malo que nos habían pintado en el colegio. Quinidio era un activista de izquierdas que nos conquistó con su personalidad arrolladora, su verbo fácil y su destreza para moverse en la calle y en los despachos. También llegó a ser un héroe para nosotros, casi al nivel de Tiquio. “¡Qué quriosa quonincidencia qualitativa!”. 

        En esta época mis gustos literarios ya habían cambiado. Leía mucho panfleto, pero lo que realmente me flipaba eran los libros de la colección Sonrisa Vertical y Lolita de Nabocov y Las edades de Lulú y Trópico de Cáncer y Diario de una ninfómana. Pero continuaba leyendo pasajes de el Quijote, El Señor de Bembibre y de La esfinge maragata para poder debatir con Bonifacio.

         El pueblo, la ciudad, el atraso y el progreso, la libertad salvaje y los muros que le ponemos. Todo es relativo y discutible. Lo que nos gusta y lo que no nos gusta. Todo nos ayuda a crecer y a entender y a entendernos; y a ser lo que llegamos a ser y a cambiar y a volver a equivocarnos, a vivir ¿Qué sería de nosotros si sólo hiciéramos lo que nos gusta? ¿En qué clase de monstruos nos llegaríamos a convertir?

El verano de las tormentas, por Eugenia Vélez Sánchez


Con este relato, El verano de las tormentas, Eugenia Vélez, que se mete en la piel de un joven, se revela como una narradora portentosa, capaz de envolvernos en su trama desde el principio al final.

Una historia escrita de un modo magistral, con pasajes intensos, llenos de sensualidad, que nos invita a la reflexión y nos sacude las entrañas.

(Taller de composición de relatos y microrrelatos de la Universidad de León, impartido por Manuel Cuenya)


*Es Eugenia Vélez Sánchez, aunque por confusión aparezca publicado como Eugenia Sánchez Vélez. 

Mi hermana Teresa y yo nos enamoramos de Sebastián en el mismo instante, a principios de junio de 1996, poco antes de comenzar lo que terminaríamos por llamar el verano de las tormentas. A pesar de los años transcurridos desde entonces, puedo recordar ese momento con precisa exactitud, como ocurre con los grandes acontecimientos de nuestra vida, o aquellos que sin ser excesivamente relevantes se graban en nuestra memoria con imágenes imborrables en el recuerdo.

Aquella tarde los rayos de sol se colaban entre las nubes gruesas y oscuras de la primera de las tormentas. Eran los últimos días de clase antes de finalizar el curso; un aire de distracción juvenil y evocadora lo inundaba todo con el espíritu de la promesa de un verano interminable. Teresa terminaría el bachiller y comenzaría la universidad, estaba radiante con su melena dorada cuyos mechones parecían flotar con la electricidad del aire cargado de agua. Era alta, extraordinariamente delgada, y tenía “estilo”, como decía mi madre. Su forma de interactuar con el mundo era peculiar, parecía moverse a cámara lenta, como si el tiempo se parase con ella para deleitarse con su belleza. Teresa era especial, todos los sabíamos, incluso ella lo sabía. Todos los chicos a su alrededor habían intentado conquistarla sin éxito. Ella los miraba por encima del hombro y los despreciaba con cierto desdén, como si le resultase ofensiva tan solo la posibilidad de que a ella le pudiese interesar algún ser como aquellos. Yo era otra cosa, más feo, más joven, cumpliría quince años en agosto.

         Mi padre era médico cirujano, vivíamos en una urbanización a las afueras de la ciudad en una casa con piscina, jardín, rodeada de una belleza que transmitía la sensación de un espejismo. Cuando comenzó a llover esa tarde, corrimos para entrar en la casa. Ante la puerta estaba aquel chico empapado, con los ojos centelleantes, que según nos dijo mi padre era nieto de la vecina, aquel verano lo pasaría con su abuela en la casa contigua a la nuestra en la urbanización. Su nombre era Sebastián, me tendió su mano con las presentaciones pudiendo sentir levemente el calor que desprendía. Miré a Teresa y supe, con precisión absoluta, que todos los demás momentos de aquel verano estarían teñidos de un sentimiento casi obsesivo por acaparar las miradas de aquel muchacho. 


         Con el paso de los días llegaron las vacaciones, y Sebastián paso a formar parte de nuestra pandilla de verano. Había dejado de estudiar hace un par de años, estuvo dando tumbos en trabajos sin porvenir, tonteando con las drogas, por eso sus padres lo mandaron aquel verano con su abuela, porque no lo soportaban más en casa. No era excesivamente inteligente, ni culto, ni tenía lo que pudiera considerarse por los miembros de mi familia como “clase”. Pero desde luego era guapo y arrebatadoramente atractivo. Poseía ese don especial de alguna gente que irradia un brillo interior cautivador. Su sonrisa, sus gestos, su voz, su olor, todo en él respondía a una especie de orden cósmico diseñado para hacerlo inolvidable. Tanto hombres como mujeres se rendían a sus encantos. Los chicos buscaban su compañía, su conversación; si Sebastián te consideraba su amigo adquirías un estatus especial ante los demás. Las chicas lo buscaban y se le insinuaban constantemente, incluso algunas mayores que él lo preferían antes que a cualquier otro de su edad. Tenía una moto, una de esas que imitan a las de la Segunda Guerra Mundial, y se desplazaba con ella a todos lados, con la pantalla del casco a medio subir, insinuando que estaba de paso, que todo en él era casual. Vestía de forma impecable para su edad. Nunca lo veías con la camisa arrugada, alguna mancha o un descuido similar. Siempre afeitado, el pelo perfectamente peinado, limpio y con olor a esas colonias de moda para adolescentes. Pasase lo que pasase, Sebastián siempre estaba perfecto.

         Por aquel entonces yo luchaba entre dos fuerzas contrapuestas en mi interior. Por un lado, ansiaba con ímpetu adolescente encajar con holgura en el mundo en el que vivía. Quería ser como mí hermana, verme bello, etéreo, inteligente, profundamente conocedor de mi valor. Por otro lado, algo en mi interior rechazaba esa perfección patológica e inverosímil que me hacía sospechar de que algo no encajaba, Teresa era irreal como un cuento, como esas historias que mi madre nos contaba de niños y que en el fondo yo intuía que eran tan solo humo. 

         La primera vez que vi a mi hermana con Sebastián fue una tarde a principios de julio, cuando se estaba formado la segunda de las tormentas. Por aquel entonces los dos ya estábamos enamorados de él. Teresa no me dijo que estaban juntos, simplemente me miraba con compasión cuando yo le hablaba de él, una y otra vez, contándole “cómo me había mirado en la piscina”, “qué guapo se le veía cuando llegaba con la moto”, tal y cual cosa. Sinceramente, yo era demasiado joven e ingenuo para imaginar que ella en secreto se veía con él y no me lo había contado. Aquella tarde yo estaba en la buhardilla leyendo, y mirando por la ventana como se formaban las nubes al atardecer, presagiando la tormenta. Cuando escuché el sonido de la moto se paró mi corazón y miré hacia abajo. Allí estaba él, tan hermoso y cautivador, por un momento mi piel se erizó pensando que venía a verme a mí, pero tan sólo un segundo después vi salir a Teresa a toda prisa, con esa melena que caía en su espalda con el movimiento perfecto. Cogió el casco que él le tendió con su mano y se subió en la parte trasera de la moto. Él acarició sus nalgas levemente. Cuando se alejaron sentí un fuego de destrucción en mi corazón de naturaleza indescriptible. Me quemaba la vergüenza de no haberme dado cuenta de lo que pasaba ante mis ojos, me quemaba el secreto que ella se había guardado dejándome creer en mi simplicidad infantil un amor de Sebastián inexistente, y me quemaba la sensación imborrable en mi memoria de querer ser ella a toda costa. 


         A partir de entonces la dinámica en la vida de aquel verano cambió, quizá de forma imperceptible para los demás, pero no para mí, que vivía cada segundo con esa intensidad de cuando tienes quince años y estás enamorado. Tenía que sentir a Sebastián a toda costa. Sentir su piel, su sudor, sus manos sobre mí. No pararía en mi empeño hasta corroborar que la sensación física de su contacto era la misma que bullía mil veces en mi imaginación.

         Aquel verano de 1996 comencé a fumar por el simple hecho de que Sebastián fumaba. Recuerdo un día estar en el borde de la piscina con los pies en el agua. El color casi “mágico” del sol con tonos verdes y azulados que se reflejaban en el fondo acuático. Él se acercó a mí y me tendió, en un gesto buscado para hacerme sentir mayor, un cigarrillo Camel. Me ruboricé ante su cercanía, sentí dentro de mí un latigazo de deseo casi doloroso. Fumé entonces con total naturalidad, como seguiría haciéndolo durante los siguientes veinte años. Imité cada uno de sus gestos mil veces, cómo cogía el cigarrillo, cómo movía sus manos, cómo soltaba el humo en ocasiones entre risas. Los días transcurrían mientras lo observaba, tratando de captar su atención, sólo existía un deseo en mi mente, que olvidase a mi hermana Teresa y se enamorase de mí.

         Durante esos días leía libros de una temática determinada, Cumbres Borrascosas, Las desventuras del Joven Werther, Jane Eyre. Tenía la necesidad de legitimar mis sentimientos; si aquellos personajes sentían lo mismo que yo entonces es que era real, estaba dentro de las posibilidades del mundo, lo que me ocurría no era un simple error de percepción.

         Los días pasaban cálidos, lentos, como los veranos interminables de la infancia. La noche de la tercera de las tormentas ocurrió algo inesperado. Espié a Sebastián y Teresa al regresar de una de sus citas. Mi corazón se aceleró al percibir en la oscuridad cómo la tocaba, cómo la besaba, incluso podía sentir en la piel el sabor de ese instante. Le metió la mano por debajo de la falda e intentó que se bajase las bragas. Me di cuenta de que Sebastián estaba borracho. Teresa se enfadó y forcejeó con él terminado la cita de forma abrupta. Ella entró en casa y él se quedó allí apoyado en su moto. Con cierto aire melancólico se desbrochó el pantalón y comenzó a masturbarse. En aquel preciso instante se me ocurrió la idea. Me miré un segundo en el espejo y bajé las escaleras sin que nadie me viera. Cuando salí, Sebastián seguía allí, me miró fijamente mientras se tocaba, me hizo un gesto para que me acercase, me besó intensamente. Sentí su aroma y su cercanía física. Agarró mi pelo dirigiendo mi cabeza hacia abajo. Tan intenso fue lo que sentí que aún hoy, muchos años después, puedo recordar de forma precisa esa sensación que pocas veces volvería a inundar completamente mi vida. Si Teresa nos vio o supo de aquel momento no lo sabré nunca. Al menos, jamás dio muestras de haberse enterado. Su comportamiento no delató lo más mínimo que poseyera esa información, o que tal vez, sabiéndolo, la guardó para sí por alguna razón.

Esa noche tuve la sensación de pérdida del control sobre mi propia vida, como si un huracán o una extraña fuerza de la naturaleza se hubiese apoderado de mis sensatos pensamientos hasta entonces. Tardaría mucho tiempo en comprender lo que pasó aquella noche de tormenta.

Los días de aquel verano prosiguieron tranquilos, con una percepción casi eterna del tiempo. No volví a estar tan cerca de Sebastián, pero la impronta de las sensaciones de aquella noche ha perdurado en mí como caramelos de fresa ácida en mi memoria. Lo rememoraba una y otra vez; con el lento transcurrir de las horas me tocaba pensado en él, como seguiría haciéndolo durante años.

Me dediqué a observar a Teresa, su ir y venir como las tormentas de agosto. En más de una ocasión volví a verlos juntos. En esos momentos me sentía morir. Era una muerte dulce de celos y deseo que se confundía en mi memoria. Mi hermana fue siempre muy diferente a mí, su hermoso rostro carecía por completo de expresión, nunca podías saber realmente lo que estaba pensado. Si estaba contenta o triste, si algo la hacía feliz, si te odiaba o no. Nada podías leer en su mirada. Pero hay que reconocerlo: era un ser verdaderamente bello. Las últimas semanas de aquel verano su comportamiento se hizo más marcado. Apenas hablaba, comía incluso menos que lo que era habitual en ella; por las noches a veces volvía a casa con los ojos vidriosos. Mis padres no parecían darse cuenta, pero yo, que la observaba con obsesión, lo veía claramente. Teresa se estaba disolviendo.

La llegada de septiembre me trajo una sensación de caída al vacío perturbadora, como el vértigo de asomarte a un precipicio. Era un precipicio sin Sebastián. Se marcharía con el verano, con las tardes de tormenta, con las horas interminables, con la sensación de amor intenso entre las nubes. Y eso se me antojaba insoportable. Él comenzaría a trabajar con sus padres hasta el siguiente verano. Teresa se marcharía a la universidad. Todos separados por hilos del destino. Incluso las tormentas se disiparon en el aíre como si nunca hubiesen mojado la hierba de aquel verano.

Sebastián y Teresa rompieron cuando ella se fue a la universidad. Nunca supe exactamente qué ocurrió entre ellos, pero estaba claro que la decisión fue de él, ya que Teresa cayó a un agujero aún más grande que el mío. No se pudo reponer de aquello, se inundó en la tristeza con las hojas del otoño. Mi padre fue a buscarla un día, diciendo que mi hermana estaba enferma. Y la Teresa que trajo a casa era una persona consumida por la locura de la desesperación, sin rastro de aquella dignidad, fuerza y belleza que poseía antaño. Como si se hubiera roto el hechizo del que antes gozaba con total impunidad. Nunca estudió medicina. Tardó meses en recuperarse en lo que mi padre llamó “un año sabático” para encontrar su camino. Algo en ella había cambiado para siempre, su pelo ya no brillaba como entonces, su cuerpo ahora era demasiado flaco, no etéreo. Se coló sigilosamente en su aura un toque de “vulgaridad” que le hizo perder la magia que había poseído durante aquel verano.

El otoño llegó con una espiral de tristeza melancólica que me acompañaría durante todo el invierno. Caminaba por las calles en la temprana oscuridad de la noche o en el momento de remoloneo del amanecer, y buscaba a Sebastián por todas partes con la mirada, con el corazón, con todo mi ser. Si veía a algún chico que se le parecía, mi corazón se aceleraba hasta darme cuenta de que no era él. Si de lejos veía una moto similar a la suya, mi mente se desbocaba en dilucidar todas las posibilidades. Pero él no estaba.

Con el paso de los meses dejé de buscar a Sebastián con la mira a cada instante. Pero mentiría si digo que lo olvidé. Ni mucho menos. Mi esperanza vivía dormida en el recuerdo de su piel, su olor, con el rumor cálido del viento, con el azul de los reflejos del sol en la piscina, con la sensación de calor en la mirada.

Mi hermana Teresa y yo volvimos a tener un punto en común a principios de junio de 1997, justo antes de comenzar lo que terminaríamos por llamar “el verano de los reencuentros”. La primera tarde que vimos la moto de Sebastián aparcada en el jardín, mi corazón comenzó a latir de nuevo, al igual que el de Teresa.

Muchos años han transcurrido desde entonces, pero volveré siempre a aquel verano de mi juventud, con las tardes cargadas de tormentas, las noches crepusculares contagiadas de deseo. Con la percepción que el tiempo les confiere a los recuerdos transformándolos en nostalgia.