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lunes, 7 de octubre de 2024

Redescubrimiento de Madrid, por Silvia Sierra de Posso

     Me alegra publicar de nuevo en este espacio, después de ser publicados por La Nueva Crónica a lo largo de este verano, esta serie de relatos que surgieron a partir de un curso de escritura que impartí este año en la UNED de Ponferrada. 

    Quiero felicitar a los autores y autoras, en este caso a Silvia Sierra de Posso. Y expresarle mi gratitud a David Rubio, gran periodista y escritor, además de director del periódico La Nueva Crónica. 

    Pronto, a finales de este mes de octubre, comenzaré un nuevo curso de escritura en la UNED de Ponferrada. 

    (Curso de composición de relatos y microficciones, nivel intermedio, UNED de Ponferrada, impartido por Manuel Cuenya)

 Después de una ausencia de quince años en Luxemburgo, país donde el sol juega al escondite con tal destreza que casi se convierte en leyenda urbana, mi regreso a Madrid marcó el inicio de una jornada inesperada de redescubrimiento. Desde el primer momento, al dirigirme en taxi de Moncloa hacia Callao, noté una diferencia abismal con respecto a Luxemburgo, porque además dejaba atrás el eco de un viento tímido para sumergirme en el vibrante corazón de una ciudad que rebosaba vida por cada esquina. 

El desembarco en Callao me recibió con un estallido de colores, sonidos y, especialmente, aromas que definían el carácter inconfundible de Madrid. Adentrándome en Canalejas, las callejuelas me envolvieron en una danza olfativa y auditiva, donde el olor a churros recién hechos, chocolate fundido y café recién molido creaban una atmósfera palpable. Era una escena saturada de vida, donde el desayuno madrileño se erigía en un rito sagrado que congregaba a locales y visitantes en un mismo altar de sabores y aromas. 

El suave calor del sol de primavera era un bálsamo para la piel, un recordatorio táctil del cambio de escenario que estaba experimentado. Los sonidos de la ciudad de Madrid, desde el murmullo de conversaciones hasta las risas espontáneas y el ocasional choque de cubiertos, eran melodías que me habían hecho falta, recordándome la calidez humana de esta ciudad entrañable. A medida que me acercaba a la Plaza Mayor, el aroma a paella, ese olor tan característico de reuniones y festividades, se hacía omnipresente, extendiendo una invitación implícita a detenerse y compartir el placer de una buena comida con amigos.

Los escaparates de esta zona de la ciudad aportaban su cuota al espectáculo sensorial del día: joyerías de compra y venta, sombrererías antiguas, tiendas de ropa de segunda mano o librerías de viejo desplegaban sus encantos con una cordialidad despreocupada, invitando a los transeúntes a una pausa contemplativa. En el exterior los empleados convidaban a los transeúntes a entrar solo para “echar un vistazo”. Cada detalle, desde el aroma embriagador de la comida hasta el cálido abrazo del sol de abril y el encanto visual de los escaparates me recordaba que había vuelto a mi ciudad, cuya reconexión con misma no se limitaba a la mera experiencia física de caminar por sus calles; era una inmersión total en su esencia, permitiéndome experimentarla con una intensidad y una perspectiva renovadas.

Satisfecha y con el espíritu revitalizado por los descubrimientos del día, tomé un taxi de vuelta a Moncloa hasta casa, donde reflexioné sobre la singularidad de mi aventura, consciente de que era la primera vez que me permitía explorar Madrid de una manera tan intuitiva y sensorial.

Esta jornada no solo me había reconectado de una forma íntima con la ciudad, sino que también había despertado en mí el anhelo de compartir estas vivencias con mi familia, esperando que pudieran ver y sentir mi propia ciudad con la misma frescura y asombro que yo había experimentado.

 

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