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martes, 8 de octubre de 2024

Caperucita Roja y el cazador, por Roberto Bances

    

    Hoy publico este relato titulado Caperucita Roja y el cazador, de Roberto Bances, que ha sido alumno de algunos cursos de escritura. Enhorabuena, Roberto. 

     (Curso de composición de relatos y microficciones, nivel intermedio, UNED de Ponferrada, impartido por Manuel Cuenya)

Con un metro cincuenta y nueve, cuarenta y ocho kilos de peso, cabello rubio y trenzado, ojos azules, un lunar en la mejilla izquierda, y un llamativo tatuaje en el antebrazo derecho, es normal que me considere una muchacha encantadora; y más cuando visto una camisa blanca, falda a cuadros, zapatos de charol y una capa roja con caperuza que me cubre la cabeza, con lo que es fácil deducir que de ahí he tomado mi nombre.

Un día a la semana lleno una cesta con frutas y dulces, salgo a la calle y, saltando alegremente y con la inocencia por confirmar, me dirijo a la casa de mi abuela; una mujer menuda, delicada, de cabello cano, ojos grises, piel fruncida y pálida, que siempre se engalana con un amplísimo camisón blanco y un gorro de dormir porque a su edad considera que puede hacer lo que le dé la gana. Ese mismo día esperaba en la cama, con la salud un tanto deteriorada, mi llegada.

En el bosque es frecuente que me pare a charlar o discutir, según las  ganas, con dos sujetos peculiares: uno es un viejo lobo, fiero, según él, y con ojos, nariz, orejas y boca que quizás describa más adelante; sus manos y pies lucen enormes garras afiladas y poco dadas a la limpieza; viste pelambrera por todo su cuerpo y suele merodear con insanas intenciones, siendo ignorado por las ovejas de la zona y admirado por los ecologistas de la ciudad; el otro es un apuesto cazador, un tipo moreno, con amplia sonrisa de dientes blancos y simétricos, ojos negros y músculos de acero, que para eso se hace cincuenta flexiones todas las mañanas; en fin, un tío bueno en opinión de las expertas en esos asuntos –entre las que me incluyo–, que vigila el bosque con su traje mimetizado y su escopeta colgada del hombro izquierdo. 

Y una vez más el lobo, que se cree el príncipe de la astucia, intenta dirigirme por un falso atajo hacia la casa de mi abuela. Yo, con toda la paciencia y educación que me ofrece el momento, lo amenazo con arrancarle la cabeza si vuelve a decirme lo que tengo que hacer, como si no supiera valerme por mí misma por el hecho de ser mujer, y como si no supiera que va a llegar antes que yo a la casa de mi abuela. Sé que llamará a la puerta, fingirá torpemente la voz de una niña, mi abuela no distinguirá su desagradable vozarrón y permitirá que la fiera se meta hasta la cocina. Pero como el estómago del lobo no está para grandes excesos, reparará en que yo sería más fácil de masticar y digerir, por lo que encerrará a mi abuela en el armario y se pondrá su camisón y su gorro notando una extraña sensación de agrado. Y esperará acostado mi llegada.

En efecto, cuando llego a visitar a mi abuela golpeo varias veces la aldaba contra la puerta. El lobo, que pocas veces tiene la oportunidad de imitar a diferentes personajes, me invita a pasar con la misma voz torpe y oscura de siempre. Entro, me acerco a la cama, finjo que todo es normal, inicio el acostumbrado interrogatorio y, después de decirle que lo tiene todo grande, el lobo se abalanza sobre mí, a lo que respondo propinándole una fuerte patada en sus partes. En ese momento llega el cazador, siempre al acecho de todo aquello que no va bien, alertado por los aullidos del lobo y por los gritos despavoridos que lanza mi abuela desde el armario, de tal forma que duda por unos segundos entre disparar hacia allí o hacia el lobo.

Finalmente se decide por éste y, de un certero balazo, lo derriba al momento.

Tal fue la alegría, que mi abuela y yo nos arrojamos en brazos del cazador, y tal fue su fastidio, que pensé que iba a pegarnos un tiro a nosotras también. Alargué el abrazo, como tantas veces había soñado, su mirada tenía el aroma a retama y brezo que acariciaba con insistencia las ganas de celebrar mi mayoría de edad en ese vigoroso cuerpo; deseé decirle: ¡qué ojos más grandes tienes! Quise creer que sonreía.

Como en otras ocasiones, el lobo completó su melodramática actuación rogándonos que antes de arrojarlo al río con la barriga llena de piedras, le dejásemos puesto el gorro y el camisón que tan bien le sientan.

Espero que la próxima vez que me lo encuentre en el bosque no vaya con esa facha.

Y colorín colorado…

 

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