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miércoles, 19 de junio de 2024

Viajar para encontrarse con el Otro

Viajar para encontrarse con el Otro, con lo distinto, que acaso sea nomás un reflejo de uno mismo, porque nada de lo humano nos es ajeno.

Fisterra

Viajar para visitar, una vez más, el último reducto de tierra conocido hasta bien entrada la Edad Media en la Costa da Morte.

Viajar para sentir el antiguo finis terrae, en el poniente mágico, tocado por las meigas, espacio mitológico en el que termina la tierra y comienza el mar, donde el sol desaparece detrás del océano Atlántico, porque entonces, en aquel tiempo, más allá de ese remoto lugar, ya no había nada, creencia que perduró durante siglos. Y que sigue invitándonos a fantasear.
Faro Fisterra

Viajar para echar la vista el puerto de Fisterra a través del ancla para a continuación aproximarse al castillo de San Carlos, alcanzar la iglesia medieval de Nuestra Señora das Areas, la cual custodia la imagen gótica del Santo Cristo de barba dorada, y finalmente encarar la senda que lleva desde esta iglesia románica hasta el faro de Finisterre, donde peregrinos y viajeros celebran el fin de la ruta.
Puerto Fisterra
En esta ocasión el cabo de Fisterra (Finisterre), que es el segundo lugar más visitado de Galicia después de la catedral de Santiago, acoge al viajero en un día espléndido, radiante, cuya sonrisa se asoma al infinito.
A unos treinta kilómetros, nomás (una viajera cuenta que los ha hecho a pie) se halla la población de Mugía o Muxía, donde el viajero pone los pies por vez primera, esperando que no sea la última.
Muxía

Al abrigo del monte Corpiño, Muxía se muestra como un sitio tranquilo, al que también van a parar, como ocurre con Fisterra, peregrinos y tal vez almas errantes, con el deseo de sentir la belleza en todo su esplendor.
Muxía recibe al viajero con una luz marina especial, como de otro mundo, quizá por estar en la llamada Costa da Morte.
Hay algo singular en el paisaje de Muxía que al viajero le hace rememorar la Costa Brava de Cadaqués o Port Lligat.
El olor a mar y misterio empapa al viajero en esta tierra de leyendas como esa que dice que la virgen se acercó por mar en una barca de piedra -de ahí el santuario o ermita de la virgen de la Barca-, y cuentan que lo hizo (la virgen, claro) para darle aliento al apóstol Santiago en su afán evangelizador.
Se trata de una ermita barroca (la virgen de la Barca), que se alza sobre un acantilado rocoso donde el océano Atlántico ha esculpido a lo largo del tiempo formaciones asombrosas, a la que acuden peregrinos y almas de todo el orbe en busca quizá de salvación.

La brisa sopla con fuerza y las olas penetran en el alma del viajero como si éste se hubiera adentrado en una dimensión ignota.
El faro vigila el horizonte, que se tiñe de color poesía cuando el crepúsculo se cierne sobre el océano Atlántico como una alucinación.
El viajero se despide de estos sitios cargados de una energía como de otro mundo para poner rumbo a la ciudad de Santiago de Compostela porque siente la llamada del apóstol.
Lástima que éste no avise al viajero de que chove en Santiago aunque sea mediados de junio, a punto de entrar el verano.
faro de Muxía

Y la lluvia, aunque sea un arte, y tan necesaria para el campo, para la naturaleza, para los seres humanos, en definitiva, resta belleza a la monumentalidad santiaguesa. Eso cree el viajero, a quien además le resulta incómoda para pasear. Para disfrutar precisamente de la belleza milenaria que atesora la ciudad de Santiago, con su plaza del Obradoiro y sus rúas antiguas y su gastronomía (en esta ocasión, extramuros, al viajero le recomiendan el restaurante Don Manuel, mi toca yo, sin el don, donde se come carne exquisita a la parrilla).

Al viajero también le gustan los pimientos de Padrón y la tarta de Santiago.
A pesar de la lluvia, Compostela está a rebosar de peregrinos y visitantes, tanto es así que se forman grandes colas para entrar en la catedral y abrazar al apóstol, que de seguro estará renegando de tanto gentío.
Santiago se ha convertido en una romería, en un gran negocio.
Todo se ha vuelto un gran negocio en este universo hipercapitalizado.

Qué las diosas y el apóstol nos cojan confesados.

Antes de despedirse de Santiago, el viajero no se resiste a adentrarse en la Alameda, donde el genio de la lámpara maravillosa, Don Ramón María del Valle-Inclán, está contemplando, acaso en éxtasis, la panorámica de la catedral.

"Chove en Santiago/ mi dulce amor/camelia blanca del aire/brilla acariciando al Sol". Con estos versos de Lorca (cantados por Luar na lubre), el viajero dice hasta la próxima a la ciudad de Compostela.

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