Vistas de página en total

martes, 19 de mayo de 2020

Autoengaño

Acabo de escribir un texto sobre el auto-engaño y lo he perdido, porque, aunque lo había guardado en borrador, toqué una tecla sin querer y se me ha ido todo a la mierda. Qué hijaputez. Es lo que tiene escribir directamente en este espacio de blog.
Ahora intentaré recuperar de mi disco duro (ya reblandecido) lo que pueda, lo que me permita mi memoria a corto plazo. Y a seguir dándole estopa.  
Estoupado (como dicen en mi pueblo) me he quedado como si fuera talmente una castaña asada en tambor. Ay, qué aún no es época de castañas ni magostos. En qué estaría pensando.
Aunque lo mejor, una vez más, es que tire de mi memoria semántica. Y aun de mi memoria afectiva. 
A ver qué sale ahora. Y, a medida que vaya escribiendo, iré guardando, no sólo en borrador, sino publicando lo que vaya tecleando. Y así no perderé más nada. Eso espero. Y eso haré. Eso estoy haciendo. 
Decía que estos tiempos de confinamiento/desconfinamiento y aun desescalada en fase 1 en el Bierzo (con una bajada monumental desde el Pico Catoute, nuestra cresta emblemática, atención, no vayamos a desmadrarnos) nos sirven sobre todo para reflexionar y repensar la realidad que estamos viviendo. 
Es época de mirar para adentro, mirar a nuestro interior, que siempre será exterior para quien sepa mirar y ver, de hacer examen de conciencia (parezco todo un misacantano). Y en ese examen de conciencia entraría la autoconciencia y por supuesto la autoconciencia verdadera o falsa. 
Lo cierto es que nos han metido una buena mierda, con este virus, que nos hemos quedado todos apijotados perdidos. Cómo si nos hubieran arrehostiado y no supiéramos de dónde nos han venido las hostias como panes de hogaza. 
Es como si nos hubiera tocado el Gordo aun antes de la Navidad, y estuviéramos con el susto del miedo porque no sabremos qué hacer luego con ese sustancioso premio.
Lo que sí me parece es que este año por Navidad (cuando nos llegue el turrón, también reblandecido), el personal no tendrá que hacer largas colas de espera enfrente de Doña Manolita, mi toca toca yo, porque el Gordo ya estará todo vendido. Todo el Gordo y el bacalao vendido, a precio de liebre (parezco un auténtico feriante de mercado de Abastos).
Un Gordo de lujo, repartido a lo largo de toda la geografía nacional. Y aun de otras geografías mundiales. Pero qué nadie se alegre de este Gordo, que es más pesado que un carro de bueyes en brazos. 
A algunos les ha tocado un buen pellizco, también. 
El asunto es que esta basura de virus nos ha vuelto trastocados. Y a uno hasta le ha revirado el sueño. Bueno, poquito a poquito, pasito a pasito, suave suavecito, vamos recuperando un sueño reparador. Todo dulzura. 
Qué nadie se escandalice porque al que más y al que menos el bichito de turno le ha jodido el sueño. ¿Verdad?
Es esta época para repensar la realidad, nuestra realidad, más que nunca. Y es aquí donde entra este autoengaño, tan  humano. Pues el autoengaño es un mecanismo defensivo. 
Siempre estamos defendiéndonos de alguien, incluso de nosotros mismos. Y por supuesto siempre estamos poniéndonos muros, a veces insalvables, con ese miedo atroz que nos caracteriza. Y a la vez nos paraliza, impidiéndonos ir más allá. 
¿De quién nos defendemos? ¿De nosotros mismos, de los otros, de nuestros gestores y mandatarios, de la sociedad en general? Esta sociedad que hemos creado entre todos (y todas). Quizá la bandera universal (no creo en banderas) debiera estar rayada con el miedo, aunque a uno le gustaría verla rotulada con la palabra libertad. La libertad guiando al pueblo. 
La libertad. Y la fraternidad. Y la igualdad. 
Aunque, como bien nos dijera Orwell en su Rebelión en la granja, ¿os acordáis?, unos somos más iguales que otros. Una genial y satírica fábula, tan real y universal que también nos asusta. 
El autoengaño o el arte de mentirse a uno mismo, al menos en dosis pequeñas y a corto plazo, nos ayuda a sobrevivir, a seguir adelante. Pero en medianas y en grandes dosis, a largo plazo, creo que puede resultar letal para nuestro organismo. Como si fuera una enorme carga vírica la que nos hubiera pillado. 
La vida de nadie, película de Eduard Cortés

Se dice que cuando nos autoengañamos no somos conscientes de la mentira, en cambio, cuando mentimos sí lo somos. Una sutileza, que no está del todo clara, porque al menos en algunas ocasiones o circunstancias sí podríamos ser conscientes de nuestro autoengaño.  
Sea como fuere, no debiéramos montar nuestra vida sobre una vil tomadura de pelo, sobre purititos fuegos de artificio, porque de lo contrario acabaría derrumbándose nuestra morada, la casa de nuestro ser. 
Me viene a la mente una película sobrecogedora, La vida de nadie, que interpreta el actor español Coronado, cuya existencia es una pura falsedad, de principio a fin. Recomiendo su visionado. 
Acaso la vida sea nomás un cuento narrado por un idiota, lleno de ruido y furia, y que nada significa, como nos dijera Shakespeare. 
Ese ruido y furia que por lo demás da título a una conocida novela de Faulkner (al que todo el mundo ha leído en la desternillante Amanece, que no es poco, del cineasta Cuerda, recientemente fallecido) contada en su primer capítulo por el autista, discapacitado mental Benjamín Compson (Benjy). 
Hay gente, haberlos y haberlas haylos y haylas (como las meigas y los trasgos o trasnos), que pareciera construir su vida sobre una falsedad a la vez que la desplazara sobre los raíles de la hipocresía y el cretinismo. 
Haylos que viven o parecen vivir como si fueran eternos, ajenos a la enfermedad y el dolor, ajenos a todo saber y sensibilidad. 

Pero no podemos ser tan guays y divinos si somos conscientes del mundo de mierda en el que vivimos, expuestos a todo tipo de vaivenes, contratiempos y adversidades, como ahora estamos a merced de este bichito, que nos ha puesto en jaque en nuestro tablero de ajedrez. 
No podemos ser tan imbéciles, a sabiendas de que el mundo está hecho un asquito, acá y allá, con gente muriéndose de hambre, en guerra, en un perpetuo conflicto. La mayoría del orbe, me atrevería a decir. A ver si finalmente la Humanidad encuentra ese universo paralelo, que, en vez de ir hacia adelante, camina hacia atrás.
No podemos vivir como si fuéramos inmortales porque nuestras vidas, que son los ríos y regueras van a dar a la mar, son finitas, bastante limitadas, efímeras. Y, cuando queremos darnos cuenta, se nos han ido como un suspiro. 
La vida es un suspiro, recuerdo que me dijera Tomás Nogaledo, un  paisano entrañable de Noceda del Bierzo, que estuvo a tris de alcanzar el siglo. Siempre elegante, con su bici. En el útero estamos de enhorabuena, porque Lorenzo Nogaledo ha cumplido el siglo (a él le dedicamos un artículo en el reciente número de la revista La Curuja -ya no tan reciente, pues con el virus se nos ha ido la primavera-, se lo dedica nuestro paisano y amigo Javi Arias Nogaledo).
Ay, la ilusión, es lo único que nos queda. La ilusión de llegar al siglo, quizá. Aunque si llegáramos, algo complicado, tendría que ser en buen estado. Llegar por llegar es tontería (esto último parece que me quedó muy del estilo Mota). 
Cuidadín con la ilusión que, a poco que te descuides, se convierte en autoengaño. De ilusiones vive el tonto de... Ya sabéis el dicho.
La vida es algo que pasa mientras nos entretenemos haciendo otras cosas, otras pendejadas, como más o menos nos dijera el beatle John Lennon, al que, pobrecito, algún desalmado le descerrajó un tiro jodiéndole su brillante porvenir musical. Su vida al completo. 
El autoengaño funciona, lo sabemos, como un mecanismo defensivo. Y por supuesto como un mecanismo de adaptación, porque los seres humanos tenemos que adaptarnos incluso a condiciones extremas, como ocurre en guerras y holocaustos. Se dice que la inteligencia, al menos una suerte de inteligencia (pues hay más de una), es adaptación al medio. Los más listos, que no siempre los más inteligentes, sobreviven. Y en estas andamos en este mundo en que parece que los listos y osados son quienes se llevan la gata al agua. Mientras que los inteligentes de verdad se quedan a verlas venir, acaso a la sombra de un castaño milenario. O simplemente prefieren no ostentar ningún cargo importante. Esto daría para mucha tela que cortar. Quizá para otro texto.
Respecto al autoengaño, sería conviene que no montáramos nuestras vidas sobre una farsa (ya sé que la vida tiene mucho de farsa y absurdo, quizá sea una gran farsa, el teatro del teatro de la vida). Y cuando no logremos alcanzar las uvas, como en la fábula de la zorra y las uvas, no digamos que ya no nos interesan, que en realidad no nos gustan, porque entonces estaremos autoengañándonos. Y si realmente nos apetecen, hagamos todo el esfuerzo por alcanzarlas. Y dejémonos de estupideces, aparcando el autoengaño. 
Ahora mismo me estoy planteando para qué sirve la escritura. Y para qué sirve la enseñanza. Tal vez para poca cosa. Por no decir para nada, aunque esto último quedaría como harto nihilista. 
La Zaranda (Paco, a la derecha). Foto: Cuenya

A decir verdad cada día creo menos y en menos cosas. Incluso a veces creo que no creo ni en mí mismo. Y ese sea tal vez un paso para seguir creyendo. Sólo sé que no sé nada. 
Contaba Paco el de la Zaranda hace un tiempo (cómo vuela el tiempo) que su compañía de teatro no hacía teatro para que le gustara a la gente, sino para que le doliera. Olé, Paco. Qué grande eres. Porque el saber produce dolor. Y la Zaranda es acaso el mejor grupo de teatro de España, con respeto al resto de compañías, que el teatro debería ser materia obligatoria en cualquier programa educativo. 
Con lo cual uno no debería escribir para agradar a los demás, y mucho menos para entretenerlos cual si fueran monos de feria, sino escribir para, además de soltar lastre, meter el dedo en la llaga. Para invitar, en definitiva, a la reflexión, al análisis de conciencia y aun al análisis de la subconsciencia, espacio amniótico del que afloran los sueños. Y las pesadillas. 
Acaso estaría bien dedicarse al campo, a la agricultura, a cultivar tomates y pimientos... cosas tangibles, que nos den de comer. Qué importante es procurarse uno sus propios alimentos. 
Escribir, como dijera Henry Miller, sirve para expulsar el veneno que llevamos acumulado a resultas de nuestras vidas falsas. Y es que el coloso Miller, que devolvió vida a la literatura, hizo de su vida pura literatura con sus Trópicos y su Sexus y su Marusi, entre otros. Convirtió la escritura en una prolongación natural de su vida. 
"Ningún hombre pondría palabra alguna por escrito, si tuviera el valor de vivir lo que cree... La vida no se compone de trama y personajes. La vida no está en el piso de arriba: la vida está aquí y ahora..." (Miller, Sexus).
Uno puede engañar a los demás (funcionando el engaño hasta que alguien descubre el juego, la farsa, la mentira) pero creo que resulta más demoledor cuando uno siempre se está autoengañando. 
Autoengañarse algo vale, pero autoengañarse en exceso es terrible. Y eso significa que te falta un tornillo (si no eres consciente, o no del todo consciente) o bien eres un cabrón si realmente eres consciente de tu autoengaño y sigues con él adelante. Y aquí entra a relucir la falsa conciencia, que en realidad es prima o hermana del autoengaño. 
El autoengaño de conciencia es en realidad la falsa conciencia, que algún cristiano, en términos morales, equipararía a la mala fe. 
Obrar de mala fe, se decía antes mucho. Un tema filosófico/psicológico de gran calado. 
La expresión falsa conciencia (falsche Bewutseins) es utilizada por Marx y Engels, según el maestro Gustavo Bueno, en el contexto de sus análisis de las ideologías
En cualquier caso, para el filósofo Bueno la falsa conciencia es conciencia, no es inconsciencia. Con lo cual, cuando uno hace uso de la falsa conciencia es consciente de lo que está haciendo. Y por ende cuando uno se autoengaña también es consciente del engaño. 
El asunto es que uno desea/desearía vivir de claridades y lo más despierto posible. Vivir al menos sin demasiado autoengaño. Y si puede ser sin ninguno, mucho mejor, aun a riesgo de que no exista una creencia, una fe, algo a lo que asirse. Y el golpe sea brutal. 
Vivir a pecho descubierto, sin coraza, sin protección, con las botas de arar hasta el final, tampoco es que sea una maravilla en este mundo deshumanizado. Y aunque uno prefiera vivir de esencias antes que de apariencias, algo de protección conviene llevar (no me refería precisamente a las mascarillas y los guantes, aunque sé que esto es lo política/socialmente correcto). 
Protejámonos, pues. Pero dejemos de autoengañarnos en la medida de nuestras posibilidades. 
Siento que algo se me ha quedado en el tintero. O bien en el primer borrador borrado de un plumazo por arte de birli birloque. Pero por hoy creo que es suficiente, entre otras razones porque ya toca descansar algo. 

2 comentarios:

  1. No se te ha quedado nada. Solo tu esencia para continuar siendo. Besos.

    ResponderEliminar
  2. Da mucha rabia cuando te has currado algo y te lo zampan o te lo birlan, en este caso ha sido el sistema tecnológico del disco duro. El autoengaño, buen argumento para reflexionar en este momento con lo que estamos viviendo ya que uno se siente importante sabiendo que el tiempo corre muy de prisa y los que ya tenemos años lo queremos estrujar para no perder minutos de vida y se va y se llevara un año y medio, sino son más, y te tienes que autoengañar para no sentir la amarga resignación. Ése es ahora también un autoengaño, aúnque el de verdad es más triste y doloroso por falta de responsabilidad y coerencia.

    ResponderEliminar