"El mundo no tiene arreglo, la pulsión se lo impide. Todo cambia en apariencia para permanecer igual a un nivel más profundo. Sólo nos cabe entonces, uno a uno, adoptar un cambio de posición subjetiva para soportar la vida...". Así comienza este segundo libro dedicado al mal, que el médico y psicoanalista Luis-Salvador López Herrero nos ofrece bajo una prosa magnífica, plástica, daliniana.
Una obra filosófica escrita con maestría que nos ayuda a repensar, a través de de figuras históricas, literarias, el mundo en que vivimos, donde el mal es consustancial al ser humano. El mundo que construimos, que seguimos construyendo no tiene arreglo, ni lo tendrá, a tenor de lo visto y vivido desde que uno tiene consciencia. "El egoísmo, la soberbia, la malicia, la envidia y la codicia del género humano... han sido constantes a lo largo de la historia y nada ni nadie las podrá erradicar".
Darse cuenta de dónde estamos es tarea necesaria. Ese es al menos el primer paso a adoptar: un cambio de posición subjetiva con el fin de soportar esta vida en ocasiones absurda, terrible, cuyo lado salvaje del ser humano aflora en los momentos más inesperados, sobre todo ante las adversidades, aunque a decir verdad una gran parte de la población mundial permanece sumida en la ignorancia, castrada por el miedo, sin posibilidad de reacción, ni siquiera en los momentos más brutales.
Eso sí, los psicópatas que en el mundo son (camuflados bajo el frac de los poderes) ejercen con látigo, con despotismo, con crueldad, con maldad, su megalomanía, su dominio.
En este caso, Luis-Salvador, formado en el psicoanálisis lacaniano, nos hace un recorrido por el mal a través de personajes como el papa Inocencio III, que nos muestra con su "yo megalomaníaco", misógino, quien fuera impulsor de la Santa Inquisición, esa barbarie vomitiva. "... Aunque resulte cierto que no todos los amos son iguales, ni tampoco el modo de relación con ellos, la estructura de dominación jerárquica es consustancial a nuestra esmerada programación mental".
En este recorrido histórico (aunque no sea exactamente una novela histórica sino un ensayo novelado) aparece el brillante y denostado Maquiavelo y aun su mujer Marietta.
El autor de El Príncipe, también misógino como el papa Inocencio III, estaba convencido de que los príncipes debían gobernar sus Estados, porque "cuando el vulgo se cansa de tanta opresión, despotismo y tiranía, se introduce en el gobierno democrático...Ahora bien, como el pueblo no sabe sostener valores firmes y perdurables, porque su ceguera envidiosa se lo impide, tarde o temprano el desenfreno, las injurias y la corrupción generalizada empañan el mismo entramado democrático surgido. Con ello se da paso otra vez a la decadencia y a los disturbios sociales, para abrirse nuevamente la senda de la tiranía o el principado", escribe Luis-Salvador amparado en el psicoanalista Millet, que es el hilo conductor de toda esta obra en sus conversaciones con este y aun con otros personajes. Un pasaje éste revelador del mundo en el que seguimos viviendo. O bien este otro fragmento, puesto en boca de Maquiavelo: "Nunca me consideré ateo ni tampoco irrespetuoso con la religión. Al contrario, siempre he creído que la religión es un instrumento muy útil para gobernar, porque amansa la bestia humana introduciendo el temor de un Dios, absoluto y todopoderoso. Ya sabe que donde no hay temor se favorece la anarquía y el caos".
En este repaso no podía faltar Don Juan, el paladín de la seducción, el machito embaucador, cuyo único fin es poseer mujeres, cual si fueran objetos de deseo, copular con ellas, sin mostrar ningún tipo de afecto ni apego, saltándose toda norma, toda fidelidad. "Por qué empeñarse entonces en una fidelidad que atenta contra la libertad y las leyes de la naturaleza, así como contra los impulsos sexuales más genuinos? ¿Por qué atarse a una sola mujer? ¿Por amor? Pero si el amor es un espejismo pasajero. ¿Por religión? Si ni los frailes, ni mucho menos los sacerdotes, creen en lo que dicen...", escribe el autor amparándose en lo que diría Don Juan.
En todo caso, la libertad, ese bien tan preciado, no deja de ser un fantasma. El fantasma de la libertad, que también nos dijera y mostrara el cineasta Luis Buñuel. ¿Cabe la posibilidad de reconciliar el amor y el sexo, el amor y el goce, a priori tan divididos? ¿Existe el amor? ¿Podría el amor salvarnos del mal?, son preguntas que uno se hace después de leer a Luis-Salvador.
¿Predomina el Eros sobre el Thánatos en el mundo? ¿O bien es Thánatos, la muerte, la destrucción, los motores que mueven la historia y dinamizan nuestra existencia?
Esto nos conduce hasta Sade, el marqués, cuya figura (incluso más que su obra) me resulta apasionante, desde que el filósofo Manuel Fernández Lorenzo me hablara, nos hablara de él en la Facultad.
A partir de aquella época comencé a bucear en su obra, en su figura, hasta el día de hoy. Ese personaje que deseaba ser olvidado y que, paradójicamente, tanto ha dado que hablar en la actualidad.
Un aristócrata libertino y libertario que pasara gran parte de su vida recluido en cárceles: Vincennes (donde concibiera su Justine), La Bastilla (donde creara Las ciento veinte jornadas de Sodoma, que Pasolini adaptaría al cine)... y hospitales/manicomios como el de Charenton, donde se dedicara a crear y montar obras de teatro para los enfermos/as.
Muy a su pesar (o consciente de ello) este aristócrata ateo (léase asimismo Diálogo de un sacerdote y un moribundo o La filosofía en el tocador, adaptada al teatro esta última por el Fura dels Baus) fue precursor, germen de la Revolución francesa y el revulsivo de la conciencia moderna e ilustrada.
La escritura, en su caso, se convirtió en una liberación, una catarsis, un modo de supervivencia, imaginando sin cortapisas lo inimaginable, aunque la realidad siempre acabe superando cualquier ficción. Y él también tuvo la ocasión, al menos fuera de sus encierros, de poner en práctica sus obsesiones, sus orgías. Un libertino, un blasfemo, un profeta del mal (hoy más vivo que nunca, habida cuenta de todo el tinglado sado-maso que en el mundo existe), pero no un asesino ni un criminal, como él mismo dijera de sí mismo.
Y para finalizar este viaje por el mal, Luis-Salvador nos adentra en otro personaje extraordinario, el poeta visionario y maldito Rimbaud, viajero, peregrino, que en un momento dado de su vida, siendo aún un jovencito, dejó de escribir, él que tan bien lo hacía, para dedicarse a vivir en su pura esencia, a viajar, a conocer otros mundos.
Vivir o escribir, ese fue el dilema.
Sacrificó el mundo de la poesía (cuyo fin era revelar la esencia de la existencia, también en su caso el pensamiento es lenguaje) para dedicarse a explorar caminos inciertos, en un intento por alejarse de los convencionalismos sociales, de experimentar una libertad absoluta (aunque esta sea una quimera), una existencia sin ataduras.
Rimbaud huye, escapa de su forma de vida primera en busca de otra realidad: "Je est un autre o yo es Otro" (África), de otro amor (desligándose de su relación tormentosa con el poeta Verlaine), con el firme deseo de abrazar una vida de acción, que tampoco logró porque su estancia en África se acabaría convirtiendo también en Una temporada en el infierno.
Me parece estupendo el ensayo, El tiempo de los asesinos, que le dedica Henry Miller a Rimbaud,
Al final, la única certeza que tenemos, la más cruel de todas, es la muerte. Por eso, como relata Hamlet (y recoge Luis-salvador al final de su libro) seguiremos muriendo, durmiendo y soñando. "Morir, dormir. Dormir, tal vez soñar".
*El próximo jueves será la presentación de este libro en el Museo de la Radio de Ponferrada. Nos vemos allí.
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