“Un cacho de pan no se le niega a nadie”, se decía en el Bierzo cuando el Bierzo era un sitio idílico. Bueno, quizá se siga diciendo ahora, aunque no se oyen las voces con tanta nitidez. “Un tamalito no se le niega a naide”, se dice o se decía en Méjico, ese país riquísimo, en todo o casi todo, y en manos de cuatro "tranceros", amén de los narcos y otros.
A decir verdad, no se le debería negar el pan a nadie. Sin embargo, la realidad es otra. Ocurrió, hace ya algunos años, algo que me dejó trastocado en la estación de tren de Burgos, luego de un largo viaje por la Europa de contrastes "alante". Llegué a Burgos de madrugada. Mientras esperaba el enlace para Ponferrada, me dio tiempo a tomar un café. Debido al retraso del tren, algo habitual en "aquella" Renfe, hubo tiempo para entablar conversación con dos tipos. Un hip hopero, chutado hasta la médula, madrileño fanfarrón, que me contó su aventura rapera en París, y otro que tenía pinta de desarrapado, y resultó ser un pobrecito al que le faltaban “cuartos” para ir a Orense.
El rapero se metió una cerveza y dos bocatas de jamón, que según él no pensaba pagar. Aunque al final, el madrileño apoquinó con los gastos, y se fue a toda prisa en busca de su tren. El de los “cuartos”, en cambio, se quedó a mi lado. Tenía cara de buena persona. Me contó su película. “Llevo una semana sin comer”, me dijo. “Mis padres y mi hermano se murieron en un accidente, y estoy solo en el mundo”. Me mostró un papel del juzgado, en el que le ponían una denuncia por algo. “De dónde vienes”, le pregunté. “De una ciudad grande”, respondió él como si estuviera en otro universo. "Miranda de Ebro", acerté a decirle. “No”, dijo al tiempo que acompañaba su monosílabo con un toque de cabeza. Entonces sacó su billete. Había tomado el tren en Vitoria. Es obvio que el tipo no sabía leer. Era de origen portugués.
Nos sentamos, y él siguió hablándome. “Es jodido tener que dormir en la calle”, me soltó. Sí, claro que es una chingadera tener que maldormir al raso. Qué putada. Entonces se me removió la conciencia de pequeño burgués (vaya boutade, ni a eso llaga uno) y le di todo el suelto que tenía. Se entusiasmó. Sin embargo, no bastaba para su billete. Ahora me arrepiento de no haberle dado la guita suficiente para que se fuera a Orense. No paraba de decirme que tenía hambre. “Dile al hombre del bar que te regale la bollería, que de seguro tirará”, le sugerí. Y se fue derechito al bar. El hombre del bar, chiquito y matón, con calva de capullo y gafitas de nazi, le negó el pan. Cómo se puede ser tan hijoputa. De repente me acordé que aún tenía queso y chocolatinas en mi mochila. Le di el Emmental, que había comprado en Toulouse, y unas chocolatinas de Sorrento. De inmediato se puso a comer las chocolatinas con voracidad. Me abrazó. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Y, casi sin mirar para atrás, cogí el tren en dirección a Ponferrada.
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