Hay ciudades o países en los que el erotismo parece que estuviera desterrado. Son sociedades “deserotizadas” o faltas, ay, de sensualidad.
En cambio hay otras que están impregnadas de erotismo y da la impresión de que nos contagiaran con son vibraciones y químicas feromónicas (valga la redundancia).
La sociedad cubana, por ejemplo, resulta harto sensorial y hedonista, lo cual que a uno le resulta maravilloso.
El dios o diosa Eros mueve o debería mover el mundo. Aunque sabemos que lo que mueve el mundo en realidad es el asqueroso dinero, pura podredumbre, sobre todo en manos de tiburones que se lo jalan todo ellos, sin compadecerse del prójimo, del rebañito, que sigue firme y encorsetado en su aprisco.
El Bierzo, al menos en verano, se vuelve sensual, aunque no llegue al erotismo cubano. Hay un cuento del inolvidable y querido maestro Antonio Pereira, Las peras de Dios, cargado de sensualidad, que el cineasta berciano Chema Sarmiento ambientó en Albares de La Ribera, en aquella película entrañable cuyo título era El Filandón.
El verano -estación ansiada- le sienta bien al personal berciano, que parece desinhibirse al amor de las romerías y las parrandas.
El verano, como es quizá la estación más lírica y voluptuosa del año, le sienta bien a casi todo el mundo porque los días son largos y luminosos. La gente sale a la calle y al campo a exhibir su cuerpo serrano. A dejarse ver y a mirar a los otros en ese ejercicio de voyeurismo saludable que procura intensas emociones. Y a bailar esos bailes “aperruñados” en los que se rozan los cuerpos en busca de amor y sexo. Como ocurre con el reggaetón o reguetón.
Sin embargo, hay sociedades que parecen vacías de erotismo como, pongamos por caso, el noble País Vasco, Euskadi de mis amores, tierra en la que he estado en muchas ocasiones, porque allí vivió una parte de mi familia durante varios años, y aún me quedan amigos entrañables en esa tierra. Que me disculpen quienes allí viven, en el país de las cuadrillas y las ruedas, los chuletones de a quilo y el txakoli, los zuritos, los pintxos y los txiquitos.
Debo hacer acto de confesión -aunque no me sienta ni me crea religiosín- que en estos últimos años no he pisado mucho esa tierra, salvo para atravesar la frontera en dirección al país galo. Supongo que lo suficiente para que uno se de cuenta de que ésta es una sociedad poco o casi nada sensual.
Otros y otras, a buen seguro, tendrán una impresión diferente, porque cada cual percibe según sus esquemas, digamos, culturales, aculturales, contraculturales...
“Es una sociedad cerrada y prejuiciosa”, me recuerda alguien cercano. A lo mejor esto último resulta exagerado. Y se nos está yendo el santito o la santita a los cielos malvarrosa de la irrealidad/surrealidad.
“Resulta difícil formar parte de una cuadrilla”.
Joder con las cuadrillas. Como si fueran sectas.
Al parecer, las cuadrillas se reúnen más que nada para comer. En el fondo al vasco, y al españolito en general, lo que le gusta es comer, lo que daría para una tesis doctoral. Nunca me han gustado, ni siquiera cuando era adolescente -otra confesión- las pandillas ni las cuadrillas ni nada que tenga que ver con “peñas”.
Prefiero la compañía de unos pocos bien avenidos o la soledad que le permite a uno hacer lo que le sale de la punta de los contrapuntos. Nomás. Ni menos.
Y por supuesto prefiero el erotismo de la sociedad cubana a las comilonas con las que se atiborran las cuadrillas vascas, las bascas vascas, o sea, y todos los españolitos en general. Y lo dice alguien a quien le va la comida.
Quede clarín clarete.
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