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martes, 3 de noviembre de 2009

Simone de Beauvoir, la plenitud de la vida

La intelectual parisina Simone de Beauvoir, considerada como una de las fundadoras del movimiento de liberación de las mujeres, me deleita con sus Memorias. La plenitud de la vida o la force de l’âge, que me procura aliento y fuerza para seguir intentando comprender el mundo terrible en que vivimos. 
“Sartre tenía una fe incondicional en la Belleza... y yo daba a la Vida un valor supremo... sabía que para ser escritora necesitaba mucho tiempo y una gran libertad... viajar: había sido siempre uno de mis ardientes deseos”, escribe ella, que viajó por todo el mundo. 
Belleza, Vida, Libertad, Viajar... son palabras extraordinarias a las que debemos darles vuelo. 
A Simone le encantaba España e Italia. Roma era su ciudad preferida.  Siempre buscaba vivir el presente, a través de los olores y sabores... y no anclarse en la historia, los monumentos, los museos, el pasado. “... 'Tomar un chocolate español era tener en la boca a toda España', dijo Gide en Pretextos”. 

Simone y Sartre, compañeros de intelecto, de vida, sabían que la verdad de una ciudad está en los bajos fondos. Y por eso les gustaba pasar sus veladas en el Barrio Chino, El Raval de Barcelona. Como le ocurriera asimismo al fenómeno Jean Genet (léase su Diario de un ladrón), el cual era gran amigo de otro grande como Juan Goytisolo, al que le gustaba el París de Barbès, el París multirracial... que bulle y vibra. Del que nos habla, por ejemplo, en Paisajes después de la batalla. Por cierto, Sartre le prestó ayuda a Genet. 
A uno también le gusta deambular por lugares poco frecuentados por el turisteo andante. 
Las ciudades hay que patearlas, callejearlas noche y día para saber cómo respiran y bullen. Para conocer de verdad una ciudad hay que entregarse a ella, adentrarse en su interior, en los subterráneos, incluso en los garitos de mala muerte. No obstante, Simone y Sartre también disfrutaban visitando museos como el Prado o el Louvre. Ellos ansiaban verlo todo, tocarlo todo, saberlo todo. 
Simone, cuando viajaba, se separaba de sí misma, se desdoblaba aunque no se convirtiera en otra, desaparecía, se perdía por entre los sueños que ofrecen los paisajes naturales y urbanos. 
Cuenta que ella y Sartre, cuya relación estaba basada en la libertad y acaso el poliamor, como se dice ahora, visitaron Santillana del Mar y los bisontes de Altamira, la dureza de la meseta castellana, Sevilla y el Barrio de Triana, la Alhambra de Granada... su llegada a Marsella... caminando por senderos rojos y ocre, a través de la llanura de Aix, donde reconoció las telas de Cézanne. 
Simone se esforzaba por describirlo todo, aunque pronto se daría cuenta de que era un absurdo. 
Leía a Proust y a Kafka y a Joyce... "Joyce es para mí un sarcástico duende irlandés". 
Sartre, desde su existencialismo filosófico, había forjado la noción de mala fe, según Simone, una mala fe que explicaba todos los fenómenos que otros atribuyen al subconsciente, que es el sótano en que se cuecen y fermentan los sueños y las pesadillas, el mundo onírico de los fantasmas y las obsesiones... 
La autora de El segundo sexo (la mujer como construcción cultural, según ella y la sociedad occidental de su tiempo) y el propio Sartre se dedicaban a desenmascarar la mala fe bajo todos sus aspectos: trampas al lenguaje, mentiras de la memoria, huidas, compensaciones, sublimaciones. 

Todos en verdad tenemos una falsa conciencia que nos la pisamos, de otro modo no podríamos subsistir, nos resultaría imposible vivir y luchar. Tal vez los suicidas echan toda la mala fe en el asador, y como ya no cuentan con sofismas, ni trampas lingüísticas, ponen fin a su existencia, porque la vida ya no tiene sentido como farsa. 
La mala fe, digamos mejor el auto-engaño, nos permite adaptarnos a la sociedad. Y sobrevivir a las tempestades. 
En todo ser hay un núcleo irrompible de oscuridad, según el surrealista André Breton. 
Simone también leía a Céline. Le entusiasmaba Viaje al fin de la noche porque en este libro Céline, a través de su prosa lírica y brutal, a partes iguales, atacaba el colonialismo, los lugares comunes, la sociedad. 
Simone buscaba, en el corazón de Londres, los rastros de Shakespeare, de Dickens, entre otros. 
Sartre decía que si uno quiere apropiarse de las cosas, no basta con mirar y conmoverse: hay que aprehender su sentido y fijarlo en frases. Para ser un artista no hace falta escribir ni pintar ni esculpir... para ser un artista hay que entregarse a la vida con afán, saborear cada instante como si fuera el último. 
Sócrates era un gran artista y nunca escribió nada. Platón lo hizo por él de un modo magistral. 
Simone se sentía atraída por los locos, los mendigos, las rameras... por los desheredados de la sociedad. 
 “Kafka nos hablaba de nosotros, nos descubría nuestros problemas frente a un mundo sin Dios”, escribe Simone. 
El genio loco Dalí había descubierto, según ella, la vertiginosa y angustiosa poesía del espacio desnudo huyendo al infinito. 
A la Beauvoir le gustó Innsbruck y aun más Salzburgo, sus casas del siglo XVIII... los primorosos rótulos que se balanceaban en las fachadas: osos, águilas, gamos... 
Simone sabía que las dos grandes verdades eran la alegría de vivir y, por otra parte, el horror de terminar. 
Le preocupaba la vejez, porque la verdad no se encuentra ni en el vino ni en el llanto. La vejez, esa etapa de la vida incómoda, como llegara a decir Juan Goytisolo. 
La gran Simone de Beauvoir descansa junto a su compañero de viaje Sartre en el cementerio de Montparnasse, donde yacen otros ilustres e ilustrados, por ejemplo el genio poético de César Vallejo o el malabarista de las palabras Julio Cortázar. 

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