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martes, 30 de septiembre de 2025

El rojo, por Yolanda Cano

 

(Manuel Cuenya. Composición de relatos y microficciones.

Nivel Intermedio. UNED de Ponferrada)

Estimado doctor:

Le escribo desde mi noche de insomnio, con esperanza de encontrar en estas letras algo de claridad en mis pensamientos. No sé muy bien si es una confesión, una advertencia o un intento más de protegerme de mí mismo.

Siempre me ha dicho que no guarde nada dentro y, pese a que las sesiones que hemos compartido me han volcado en la reflexión, no he encontrado el coraje para expresar el desasosiego que me habita. Le debo cierto alivio, lo admito, pero hay cosas que no se pueden decir en voz alta. 


Como le he contado alguna vez, durante la guerra nunca estuve en el frente —allí se mataban entre vecinos sin mirarse a la cara—; tampoco sabía nada de política ni me presenté voluntario, pero el avance del conflicto demandó reclutamientos forzosos y el ejército se presentó en mi pueblo. Sin apenas darme cuenta, comencé a formar parte del bando nacional, al igual que los demás muchachos.

Luego de enseñarnos a manejar con torpeza un fusil, pasamos a integrar patrullas de batidas, que recorrían los pueblos en busca de rojos, a los que se llamaba así sin importar si eran simples simpatizantes, militantes o desertores. Los mandos elegían las casas a registrar aplicando el miedo a las gentes, cosa que resultaba útil para forzar acusaciones.

Un día, en un pueblo cualquiera, el chivatazo de un vecino nos llevó a una casa situada en una finca alejada del pueblo, cerca de la montaña. Entramos en grupo por el patio trasero y allí el sargento nos arengó con firmeza:

Se entra todos juntos y cada uno a un cuarto; se revisa todo, desde el suelo hasta el techo; los armarios, los muebles, debajo de la cama. Hay que buscar al interfecto y también si hay alguna documentación que lo incrimine o pudiera ser de interés. Y luego se le mata.

Dio la orden con la misma naturalidad con la que ordenaba limpiar un fusil o cargar sacos a un carro. Hombre tosco, formado para el mal, justificaba la crueldad de sus actos con el pretexto de la seguridad, la nación, la causa o cualquiera de esas palabras vacías que se pronuncian para que la buena gente no se detenga a pensar.

Adoptó una posición firme, avanzó unos pasos y golpeó la puerta de la casa con el fusil. La abrió una mujer con el cabello deshecho por el trabajo y el mandil atado a la cintura. Al vernos, el color se le fue del rostro. El sargento le dijo que si entregaba a su hijo no le pasaría nada y ella contestó, mirando al suelo, que no sabía nada de él desde hacía meses. El militar la echó a un lado de un manotazo y ordenó entrar al grupo. Ella se quedó apoyada en la pared del zaguán, con un poso de rabia y angustia atorado en su garganta.

Me tocó revisar la última habitación del corredor. Empujé la puerta de una patada y me asomé desde fuera para prevenir un posible ataque. Mi mayor miedo era encontrarme con otro hombre. Al igual que yo estaba allí sin ningún motivo, del mismo modo podía haber otro como yo en el lado opuesto, esperando a ser apresado por un enemigo incierto. Todos sabíamos cómo funcionaba aquello; la mayoría estábamos en el bando que llegó antes a reclutar.

Entré en la habitación y, procurando hacer mucho ruido, levanté el colchón y abrí los armarios para revisar su interior. Bajo la cama vi una rendija en el suelo, apenas perceptible entre los tablones carcomidos. Me incliné, curioso y, al fijar la vista, creí distinguir un leve movimiento. Podía ser una sombra provocada por un cambio de luz. Me acerqué un poco más y, con las rodillas en el suelo, me incliné e intenté levantar el tablón, metiendo los dedos en la rendija. Al empujar hacia arriba, comprobé que había un hueco en el tablado y dentro, dos ojos inmóviles brillaban. Dejé caer el tablón y me eché hacia atrás, como si ese gesto pudiera borrar lo que acababa de descubrir. Después, con un esfuerzo fingido, arrastré varios muebles para distraer a los que desde fuera pudieran estar escuchando, mientras miraba de reojo hacia la rendija. Y allí estaban otra vez los ojos, quietos. Me atreví a levantar de nuevo el tablón con los dedos y, al desplazarlo hacia un lado, encontré el terror delineado en las marcas del rostro de un hombre que me miraba sin parpadear. Estaba sepultado en un espacio mínimo, boca arriba, con las manos sobre el pecho. No pudo hablar.

El aire se volvió sólido y sentí miedo. Miedo por mí y miedo por el otro. Si lo delataba, tendría que fusilarlo; si ocultaba el hallazgo y lo encontraban, nos matarían a los dos. Mis manos comenzaron a temblar.

Dejé caer el tablón y lo encajé de nuevo con el pie, como si nunca hubiese sido movido. Me separé unos pasos hacia atrás y, en unos segundos, tomé la decisión. Tiré la ropa de la cama sobre la rendija, coloqué un pequeño mueble encima, revolví todo lo que pude los armarios y salí hacia el pasillo.

El sargento estaba fuera, esperando respuestas. Yo negué con la cabeza. Antes de que le diera tiempo a preguntarme detalles sobre la revisión, uno de los soldados gritó desde fuera:

Aquí hay algo, el rojo está cerca.

El sargento salió corriendo; yo solté el aire contenido y salí detrás de él.

El soldado había encontrado unas huellas de barro fresco en el suelo del establo y, siguiéndolas, llegó hasta una trampilla que daba a un pequeño sótano. Nos colocamos con las armas apuntando hacia adentro y un recluta la abrió de un tirón. Era un minúsculo escondite vacío, en el que cabría apenas un hombre encogido. Olía a orín. Alguien dijo que el desgraciado se habría tirado al monte y nos fuimos a buscarlo entre los árboles.

El sargento nunca supo que, por un momento, estuvimos los dos muertos, el rojo y yo.

Después de ese día, mi vida fue mejor que la suya. Hasta me condecoraron con la medalla de la herida por haber perdido un ojo —por accidente— al cargar un fusil. Nunca presumí de esa medalla. Usted no sabe lo de mi ojo porque lo he ocultado toda mi vida tras unas gafas tintadas y nunca se lo cuento a nadie; no lo saben ni mis nietos. Forma parte de las cosas que quiero olvidar.

Poco antes de que terminara la guerra, en una noche de retén que se hacía eterna, lo vi aparecer, caminando con torpeza bajo una lluvia espesa. Supe que era él porque reconocí en su rostro las marcas del horror, las mismas que vi aquel día. Era un poco más viejo que cuando lo salvé. En su pecho sobresalían las heridas de tres balazos y lo cubría una desgastada bandera republicana. Permaneció toda la noche sentado a mi lado, sin decir nada.

Desde entonces viene a verme cada noche. Hasta hace poco no me hablaba. Ni siquiera entraba en mi cuarto; solo se quedaba parado en la puerta, para que reconociera su reflejo de sombra húmeda.

De un tiempo a esta parte, ha cambiado su proceder. Cada semana viene un día distinto y se sienta en el borde de mi cama para contarme que lo mataron cuando intentaba huir a Francia por los Pirineos. Lo dejaron tirado en una zanja, hasta que unos brigadistas encontraron su cadáver y lo enterraron, envuelto en la tricolor, en un improvisado funeral clandestino.

Si llueve, viene de seguido. Me dice que murió solo, apoyado contra un árbol. Logró sobrevivir más de un año. Fue capturado en dos ocasiones y en las dos lo torturaron hasta delatar a desconocidos. Le arrancaron las uñas, los dientes y hasta el alma. Nunca más pudo dormir sin llorar. Deseó mil veces haber muerto aquel día, bajo los tablones y me acusa de su desgracia. Yo lo condené. Debí matarlo, habría sido más humano. Le robé su muerte.

Siente hacia mí un odio frío y me odia con una calma que cuaja. «Debiste matarme», repite con serenidad. Sus palabras regresan idénticas, persistentes, hasta convencerme de que mi gesto no fue noble, porque convertí su sufrimiento en el precio de mi conciencia limpia.

Y quizá tenga razón, doctor. Quizá no fue valor ni compasión, sino miedo. Miedo a tener que matarlo. Miedo a pensar en lo que me convertiría si lo delataba. Un miedo egoísta.

Me he cansado de pedirle perdón. Su odio está ya en mi sangre y me habla desde dentro. Y yo lo comprendo y lo justifico.

Me despierto a diario con el deseo de hacer lo que no hice y ahora ya no sé si es para reparar el mal que provoqué o solo para silenciar su voz.

Dígame, doctor, ¿cómo se sobrevive al reproche de un muerto que uno mismo condenó a vivir? ¿Qué se hace con un muerto que vive en uno?

Me parece que ya no queda más que un acto posible. Uno solo. Pero no aún. Antes tengo que hacer un par de cosas que me ha encargado. Hoy no podré asistir a su consulta.

Anexo clínico-Dr. López (Psiquiatra)

Archivo confidencial

Asunto: recepción de carta no solicitada que remite paciente bajo anonimato.

 

A primera hora de la mañana he encontrado bajo la puerta de mi consulta un sobre sin remitente. La caligrafía y algunos datos que incluye permiten identificar al paciente Benito García, en tratamiento desde hace dos años por sintomatología compatible con trastorno de estrés postraumátrico severo, con componentes disociativos y episodios alucinatorios.

El contenido de la carta confirma una intensificación de los síntomas ya registrados: figura alucinatoria de interlocutor nocturno, ideas de culpa asociadas a decisiones tomadas durante el conflicto bélico en el que participó y una progresiva idealización suicida.

A pesar del tono clínico que la carta contiene, confieso una inquietud persistente tras su lectura. Lo más significativo es la introducción de una idea suicida indirecta, sostenida por una lógica interna que el paciente articula con una coherencia perturbadora: la necesidad de hacer lo que no se hizo como acto de restitución ética. Esto constituye, a mi modo de ver, una forma particularmente peligrosa de racionalización del suicidio.

Hay algo en la convicción con la que da voz al espectro que resulta difícil de clasificar médicamente. Uno siente que se trata de un hombre que ha convivido demasiado tiempo con el silencio o, más bien, con lo que el silencio arrastra consigo.

Me siento obligado al envío de una alerta preventiva a los servicios de emergencia mental para proceder al internamiento inmediato del paciente. Considero que no le queda valor para vencerse a sí mismo.

lunes, 29 de septiembre de 2025

Ahí, donde tú habites, por Ángela Molina

 (Manuel Cuenya. Composición de relatos y microficciones. Nivel Intermedio. UNED de Ponferrada)

    Desde que te has ido, me admira que vuelva a salir ese sol que ignora la noche eterna hacia la que viraste. En la oscuridad así engendrada se gestó la improbabilidad de una despedida cuando tu vida todavía alentaba un porvenir. 


https://www.lanuevacronica.com/cabecera-portada/lnc-culturas/ahi-donde-tu-habites_179271_102.html

    Los muertos ya no dais problemas. Sin embargo, tu memoria es vasta e incorpórea como tu conciencia. Suscita en mí recuerdos perturbadores sobre  tu  fragilidad y  tu orgullo que no lo habrían sido de  haber previsto tu cercanía a la muerte. Ahora eres un ser de luz que tamiza el desasosiego en que me dejaste. Atisbo tu inédita existencia en partículas que se mueven en todas las direcciones a través de la materia oscura y, por momentos, te condensas en una mancha de luz que se contrae y se dilata como los movimientos de un corazón que es conciencia pura, un estado superior desde el que oteas a esa mujer, al pie de tu tumba en el cementerio. Necesito creer que posees una entidad más plena y recompensada y no sé si desde ahí puedes comunicarte conmigo. No lo sé. Espero y deseo que tu muerte no sea un punto y final.

    Ahora eres un gorrión en la palma de mi mano, que otea el horizonte en la inmensidad del universo.

    He intentado asomarme  a tu abismo, a tu desamparo, a tu ira, a tu paz, a tu desconsuelo. Solo pensar en tu tránsito hacia el no ser, se me encoge el corazón. Fuimos islas, caminábamos por raíles paralelos. Tu destino fue morir solo, en medio de un universo frío, indiferente, tomado por la intemperie. Sin embargo, me atrevo a tomar el testigo y evoco tu memoria en esta suerte de diálogos imprevistos, de reconciliaciones improbables. Tú y yo ya  solo somos pasado, y el pasado solo nos incumbe a ti y a mí.

    Tu conciencia se aloja en mi conciencia como alguien que vivió y dejó su impronta en esta tierra.

    Tu herida sangra en mi herida y duele tanto. Pero, sin duda, ha llegado la hora del perdón. Como ser de luz que eres,  sabrás perdonar mi descuido a causa de un  sino sobrevenido; a pesar de tu enfado con el mundo y con la sociedad, tu corazón no estaba manchado por el mal. En el fondo de ti, había aquiescencia. No echabas la culpa a nadie de tu destino de paria. Eras noble y generoso y pereciste abocado a una desaparición temprana.

    Todo es apariencia, ilusión, nada, en comparación con la rotundidad de la muerte. Tu adiós es el principio de una incógnita tan difícil de despejar. Ea, déjame seguirte en tu pálida huella hacia el más allá. No, no quiero morir, quiero vivir, pero no olvidar tu tacto memoroso en la inmensidad donde te hallas.

    No acepto tu muerte. Deberías estar vivo. No acepto la muerte, ni la tuya ni la mía,  planear  en el seno mismo de la propia vida.   Por eso, a veces, sin querer, me vienen ideas, como la de marcar tu número de teléfono y esperar. Lo tengo agendado, todavía aparece en la pantalla. Un día estuve a punto, lo intenté. Antes de terminar de marcarlo, no sé si en mi imaginación o en la realidad,  noté cómo una inmensa oquedad  se abría en la extremidad del mundo y un viento arrollador plegaba el universo en un vórtice de color violeta. Un miedo sobrenatural se apoderó de mí. Quedé paralizada, noté cómo mis labios se secaban  y un sudor frío recorría todos los rincones de mi cuerpo. El corazón se me aceleró aunándose los latidos en un solo pálpito en el que creí que me anegaba. Barruntaba tu presencia, pero no tuve el valor de esperar. Colgué. Comprendí, entonces, como si de un deja vu se tratara, tu  suicidio diferido en sucesivos suicidios que eran moneda tan gastada  que apenas supe ver que decaías, que finalmente esta vez fue la definitiva. No he vuelto a intentarlo. No sé si estoy volviéndome loca, pero es que al cabo del mundo siempre estás tú y no he sabido, no sé,  encontrar la manera de despedirme de ti.

domingo, 28 de septiembre de 2025

Amadeus, de Milos Forman

 He vuelto a ver o visionar Amadeus (1984), de Milos Forman, y he sentido una emoción parecida a la primera vez que la vi. Una emoción intensa, un calambrazo, una sacudida en el ADN del alma. Imágenes y música en una fusión magistral. Amadeus es una sinfonía visual. 


"La música funciona de la misma manera que el cine; yo diría que no hay forma de arte que tenga más en común con el cine que la música -asegura el cineasta sueco Bergman-. Ambas actúan sobre nuestras emociones directamente, no vía el intelecto. Y el cine es principalmente ritmo". 

Amadeus es principalmente ritmo, una banda sonora sublime articulada en torno a la música del propio Mozart, con añadidos de Salieri (su antagonista en la película, aunque en la vida real no fuera al parecer como se nos muestra en la cinta de Milos Forman). Cabe recordar que Salieri era en aquel momento el músico más destacado de la corte del emperador José II de Austria. 


La excepcional banda sonora de Amadeus juega un papel esencial en la narración, realzando las emociones y conflictos de los personajes, y logrando trasladar a los espectadores a la época y el contexto en que se desarrolla la trama, la Viena del siglo XVIII. No obstante, la mayor parte de la película está rodada en lugares y edificios de Praga,  como el barrio antiguo de Malá Strana (donde se encuentra por cierto la casa de Kafka), por ser un escenario ideal que conserva precisamente la arquitectura del siglo XVIII. 
En el casco viejo de Praga no había carteles publicitarios ni otros elementos propios del siglo XX, y bastó con cambiar unas cuantas farolas para convertirla en la Viena de Mozart. 

Praga. Foto: M. Cuenya

Las escenas de ópera fueron rodadas en el Teatro Estatal de Praga, que conserva su aspecto del siglo XVIII, donde Mozart estrenó su Don Giovanni. Las escenas rodadas en este teatro se hicieron con la luz de miles de velas. 

Praga es por lo demás la ciudad donde se formó Milos Forman, en concreto en dirección cinematográfica en la escuela de cine de la capital checa, la FAMU, con la que llegamos a establecer convenio cuando funcionaba la Escuela de cine de Ponferrada. 


En Amadeus se recrea de un modo fiel la música de Mozart (interpretada por la Filarmónica de Londres) de La sinfonía concertante, La flauta mágica, Las bodas de Fígaro, El rapto en el Serrallo, Don Giovanni o el Réquiem. 

Casa de Kafka, callejón del oro (Praga). Foto M. Cuenya


Si tuviera que elegir una secuencia de la película, elegiría sin duda donde vemos al compositor italiano Salieri ayudando a su odiado y a la vez admirado Mozart (agónico) componiendo el Réquiem. Esta parte de la película, hacia el final, se me hace proverbial.  Vemos cómo Salieri transcribe en una partitura musical lo que le va dictando a toda velocidad un Mozart enfebrecido desde la cama, porque al genio de Salzburgo le suena la música en la cabeza, pues tenía una memoria musical fuera de lo común. Fue un niño precoz en lo musical, que con muy pocos años interpretaba piezas de memoria y con los ojos vendados, como se ve al inicio de la película. 
Al parecer, Mozart transcribía música compuesta en su cabeza. El Confutatis, un movimiento dramático, sobrecogedor, da paso a la Lacrimosa, el duelo, que se escucha con una gran intensidad tímbrica. Se me erizan los vellos de la piel al escuchar estas partes del Réquiem.

https://www.youtube.com/watch?v=USe-wZ0AOQQ

He de decir que me fascina la figura controvertida de Mozart (incluso pude visitar su casa natal en Salzburgo), y en especial su Réquiem, una misa en Re menor que nos acerca a las estrellas. O directamente nos las hace tocar. 

Se dice que el Réquiem va más allá del clasicismo de Bach y Vivaldi y del barroco de Albinoni, y se anticipa al romanticismo del siglo XIX de Beethoven, Schubert, Mahler, Tchaichovski, Chopin o Wagner. 

Mozart, al menos en lo artístico, se aproximaba a la divinidad, si es que tal divinidad existe, la divinidad como arte puro. No obstante, tuvo problemas de salud y económicos, como también vemos en la película, porque al parecer le gustaba el alcohol y el juego. Y pedía préstamos que nunca devolvía. Escribió para todos los géneros de su época como sinfonías, cuartetos para cuerdas, óperas... y compuso.(casi) todas sus obras por encargo. 

Amadeus, basada en la obra de teatro del mismo nombre escrita por Peter Shaffer, sobresale por su sonido, su vestuario, su maquillaje y peluquería, además de su diseño de producción, que engloba al director de arte, el escenógrafo, el decorador y el jefe de atrezzo.  

No en vano, ganó premios Óscar en todas estas categorías que he resaltado. Asimismo, recibió el Óscar al mejor guion adaptado (Shaffer), a la mejor película, al mejor director (Forman) y al mejor actor principal (F. Murray Abraham, en el papel de Salieri). En total ocho premios Óscar. Con nominaciones al mejor actor principal (Tom Hulce, en el papel de Mozart), la mejor fotografía y el mejor montaje. 

La actuación de Tom Hulce resulta atrevida, un tanto excéntrica con su risa estridente, con su histrionismo, su infantilismo. Por su parte, F. Murray Abraham compone un personaje contenido, complejo. Luego, en 1986, a este estupendo actor lo veríamos como el inquisidor Bernardo Gui (también excepcional) en la película El nombre de la rosa (basada en la novela homónima de Umberto Eco), de Jean Jacques Annaud, cineasta que nos ha legado obras maestras como En busca del fuego o El oso. 

En cuanto a Constanze, la mujer de Mozart, la interpreta con solvencia la actriz americana Elizabeth Berridge. 

Amadeus comienza con un flashback a través del punto de vista de Salieri, a quien vemos encerrado en un hospital, en un manicomio, que tanto hace recordar al escenario de Alguien voló sobre el nido del cuco. Con lo cual estamos ante un punto de vista subjetivo, perturbado, podría decirse, el de Salieri, y eso hace más creíble esta historia, que se mueve entre la realidad histórica y la ficción. 

Un viejo Salieri que rememora su vida, su relación con Mozart, porque la vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla, según nos dijera el Nobel García Márquez en sus excelentes memorias Vivir para contarla. 

Amadeus tiene una estructura circular, de modo que el final está contenido en el inicio, con la confesión de Salieri a un joven sacerdote de que él ha sido el responsable de la muerte del genio Mozart en 1791, al que reverenciaba a la vez que odiaba, porque Salieri se consideraba un músico mediocre frente a la genialidad de Mozart. De este odio a Mozart por parte de Salieri arranca el conflicto dramático que se plantea en Amadeus de Milos Forman. 

En todo caso, la muerte por envenenamiento del joven Mozart (con tan solo 35 años) a manos de Salieri no deja de ser más que una leyenda. Sí se sabe que Mozart tuvo problemas de salud a lo largo de su vida con neumonía, fiebres, viruela...

Sobre el director Milos Forman

Aparte de Amadeus, nunca olvidaré la película Alguien voló sobre el nido del cuco, que nos introduce en el terrible universo psiquiátrico, cuya dirección también le corresponde a este cineasta checo, autor asimismo de películas como Valmont (basada en la novela epistolar Les liaisons dangereuses (Las amistades peligrosas, de Laclos), o Los fantasmas de Goya, entre otras. 

viernes, 26 de septiembre de 2025

La llamada, por Margarita Velázquez González


Margarita Velázquez nos ofrece este relato sobre una mujer, que a la vez es madre, y ha tenido que luchar, como tantas madres, para sacar adelante a sus hijos, con la ausencia del padre de estos adolescentes que viven a su aire. Una llamada de teléfono, de ahí el título, es tal vez el punto de giro que cambiará el rumbo de los personajes de esta historia.

(Manuel Cuenya, Taller de Relatos y microficciones de la Universidad de León)

https://www.lanuevacronica.com/lnc-culturas/llamada_178900_102.html

Mari Cruz, que era una mujer con muchas agallas, acostumbraba a descansar tras la dura jornada laboral en su casa, acompañada de sus hijos, que le exigían elevadas dosis de paciencia porque ellos tenían muchos temores y eran realmente inquietos. 


El asunto es que Mari Cruz necesitaba estar sola, poner en orden sus ideas, y no quería que le saliera el mal genio, porque eso también jugaba en su contra. El humo del cigarro y la taza del descafeinado -Mari Cruz era una entusiasma del tabaco y del café- soportaban las preocupaciones y obligaciones, que quería evitar a la vida regalada de sus tres vástagos. Hacer de padre y madre no era nada fácil, se decía ella. Los tres adolescentes, que eran de armas tomar, solían pelearse ante el televisor por tonterías de chicos malcriados. Mari Cruz era consciente de que sus hijos solían hacer lo que les venía en gana, y tampoco sabía muy bien cómo marcarles límites.

Un día, mientras sus hijos andaban a la gresca, sonó el teléfono.

-Silencio -chilló Mari Cruz al coger el aparato-. Cerrad la puerta.

Tras una conversación con Pepe, Juan y Pablo, sus hijos, Mari Cruz les dijo con el semblante muy serio:

-Apagad el televisor, que tengo que comunicaros algo muy importante.

Ninguno protestó al ver su fisionomía de preocupación, aunque estaban viendo una película interesante en el salón de la casa.

-Vuestro padre ha muerto.

En ese momento, un silencio tenso y cómplice se produjo en el salón. Mari cruz continuó con voz temblorosa:

-Me ha llamado Benjamín.  Ya sabéis quién es. Os he hablado de él muchas veces. Fue compañero de vuestro padre en el hospital.

-Sí, el padre dominico -contestaron los hijos de Mari Cruz al unísono.

-Ese mismo. Por lo visto a vuestro padre le ha dado un infarto.

Continuó el silencio durante unos segundos. Y una extraña sensación inundó la casa. Nadie lloró su pérdida, pero cada uno lo expresó a su manera. “Es lo que pasa cuando un padre no se ocupa de sus hijos”, pensó Mari Cruz, que se sentía abandonada y había sufrido mucho ocupándose ella sola de sus hijos. En realidad, no sentía rencor hacia el padre de sus hijos. Y en cierto modo se sintió liberada a la vez que triste porque sus hijos ya no tendrían la ocasión de conocer de verdad a su padre.

Mari Cruz lloró a mares durante años hasta que se cansó, porque sabía que el padre de sus hijos estaría siempre ausente, y a sus hijos les dijo: “falleció del corazón quien tendría que haber escuchado los latidos constantes de un corazón femenino y hacerse cargo de sus descendientes".

 

jueves, 25 de septiembre de 2025

El Catoute, una ensoñación inmemorial

 Os dejo esta colaboración para Versos a Oliegos 2025, que aparece editada en el libro colectivo Siempre Oliegos (Puente de Letras editores, 2025). Y que tuve a bien leer en el pasado encuentro literario en mi pueblo, en mi útero de Gistredo. 

https://cuenya.blogspot.com/2025/09/decimosexto-encuentro-literario-en-el.html 


Tras las Colinas,  se intuye un mundo fabuloso, poblado por duendes y trasgos, sierpes y hechiceras capaces de leer el pasado como se leen los recuerdos en los posos de un café.

Tras las colinas, perfiladas con la textura de la miel de brezo, se percibe un mapa coloreado de sueños, con el pico Catoute como un dios que todo lo percibe, que todo lo siente.

En este mundo de fábula, en este espacio tejido en la rueca de los afectos,  los duendes y los trasgos, cual habilidosos artistas, están acostumbrados a pintar los sueños con lápices de colores, incluso pueden escribirlos con la tinta de la sangre, esa sangre milenaria de los robles, negrillos y castaños.

Tras las colinas, aromatizadas con la savia de los sauces, se avistan urogallos, que lucen vistosos, prestos para una gala, cual si fueran amantes apasionados. 

El Catoute. Foto: M. Cuenya

Tras las colinas, con regusto a zumo de arándano, corre la sangre-vida por el río Boeza, que se abre como un acordeón en una danza sensual, donde los amantes bailan con desenfreno, mientras contemplan extasiados la cumbre del Catoute, que resplandece como una ensoñación inmemorial.

Después de este baile-festín, donde los osos también danzan a ritmo de flauta y tamboril como fantasmas de un tiempo que fue, los amantes se dejan arrullar por el agua, que discurre como un verbo bíblico por el cauce del Boeza, sintiendo el techo del mundo, de su mundo, bajo un firmamento tachonado de estrellas, cuyos guiños luminosos les acarician el alma; es en ese preciso instante cuando deciden treparse a las colinas del Campo, un nombre con solera primigenia, que los guía por entre un bosque tupido en busca del Campo de Santiago, de donde brota la lírica del río Boeza, con la intención de alcanzar el mirador más elevado de su universo.

Lo primero que atisban los amantes-danzarines es una ermita, que los deja hipnotizados. Entonces, se despliega ante ellos una panorámica glacial, una belleza redonda. Y miran, una vez más embelesados, al techo de su mundo: el Catoute, que les devuelve la mirada con un guiño cómplice, con una sonrisa luminosa.

El sauce centenario, por Alicia Riera


Con la inspiración del relato titulado El tren a Burdeos, de Marguerite Duras, Alicia Riera nos obsequia con esta bella narración sobre la juventud, los sueños y el despertar al mundo de los sentidos. Escrita con una prosa que rezuma lirismo por todos sus poros, también con sensorialidad, la joven y talentosa autora nos adentra en un tórrido verano bajo la sombra de un sauce llorón, consiguiendo que nos identifiquemos con sus personajes, con sus vivencias.

(Manuel Cuenya, Taller de Relatos y microficciones de la Universidad de León)

https://www.lanuevacronica.com/lnc-culturas/sauce-centenario_178934_102.html


A Marguerite Duras

      Recuerdo aquella tarde con la lucidez de quien la acaba de vivir, aunque sucedió hace años. Era verano, y los días transcurrían largos y perezosos bajo aquel sauce llorón centenario que coronaba el prado del pueblo en el que estaba mi antigua casa en la costa. Los grillos no paraban de cantar sus cansinas melodías, y mis hermanas y yo éramos como las cigarras de aquella vieja historieta de abuelas. Nos gustaba tumbarnos bajo la larga melena del árbol y dormitar. 

         La tarde caía, pero el calor no remitía. Se pegaba al cuerpo y a los vestidos claros y ligeros que entonces eran la última moda. Nuestros cabellos, fuertes y rebeldes como crines, se enredaban entre sí y se entremezclaban con los tallos verdes y frescos de vida, y los animalitos invertebrados jugaban con nuestras pieles. Mientras tanto, nosotras jugábamos a ser mujeres. Yo saqué la barra de labios rojo pasión de mamá, y por turnos, nos pintábamos unas a otras. Después comenzamos a soñar despiertas imaginando todo lo que ahora estaría haciendo y aprendiendo Alma, nuestra hermana mayor, después de su boda hacía tan solo unas semanas. Recuerdo desear haberme casado yo, y no ella, y ser ya, rápido y oficialmente, una mujer. Recuerdo la fresca impaciencia de la juventud, que fue el perfume que bañó aquellos años en los que nada parecía llegar ni sucederse.

         La tórrida tarde, teñida ya de ámbar, y las voces parlanchinas de mis hermanas me adormitaron. Recuerdo a mi hermana pequeña preguntar que cómo se sabía cuándo una se quería casar, que quién decidía si el bebé era niño o niña, que cuándo podía una llevar oficialmente zapatos altos, y luego la de siempre: que cuándo se hacía una mujer. Era una verborrea de preguntas que lanzaba sin verdaderamente esperar una respuesta. Su aguda voz infantil me mecía con ternura, y yo me deslizaba hacia el mundo de los sueños.

         Algo me despertó: eran voces. Abrí los ojos y miré. Eran los muchachos del pueblo. Los conocíamos, claro. En aquel pedazo de mundo todos nos conocíamos. Eran altos y bajos. Guapos y feos. Algunos eran más mayores, como Alma, y también había alguno que, pese a su ceño forzado y su mirada chulesca, seguía llevando pantalones cortos. Yo me fijé, como siempre hacía, en El Ruso. No era ruso, pero en nuestras mentes tiernas, su tez pálida, sus ojos claros y su pelo albino no podían ser de aquí. Al mirarlo, recordé otras tardes muy semejantes a esa.

         Se nos acercaron. Empezaron a incordiar, en un claro intento por llamar nuestra atención. Pero El Ruso poco decía. Siempre era lo mismo: intercambiábamos miradas, pero pocas palabras. Alguien propuso jugar al escondite. Fue uno de los muchachos que ya lucía pantalón largo. Aceptamos. Yo no tenía interés en jugar, pero sí en volver a quedarme a solas con él.

         Uno de los muchachos se puso a contar, y los demás corrimos a escondernos. El Ruso y yo lo hicimos cerca, sin tocarnos pero sintiéndonos uno al lado del otro. El vello de mis brazos se erizó, y sentí una corriente eléctrica recorriendo punto por punto toda mi espina dorsal. Al llegar al borde del claro, que gobernaba el sauce llorón, me dio la mano. Sus dedos, lo recuerdo con certeza, eran largos, delicados, con uñas largas y blandas. Eran las manos de un niño. Pero, al levantar la vista hacia sus ojos, el fuego que en ellos encontré ya no era pueril.

         Atardecía ya, y solo los grillos y unos últimos rayos desesperados fueron testigos de lo que entonces sucedió. Sin soltar su mano, acaricié su mentón con la otra. Él se acercó a mí y juntó nuestros rostros. Sabía a sudor estival y a pasión juvenil. Pronto su mano sobrante recorría las llanuras de mi rosa carne, invadiendo espacios prohibidos, hasta entonces cubiertos por blancos tejidos. Mi respiración se aceleró y mis oídos pitaban. Su mano se volvió más frenética, y su boca irrumpía con más y más pasión. Me sentí mujer, y recuerdo pensar en mi hermanita pequeña y en su apremiante duda, y en que ahora yo tenía esa respuesta que ella tanto ansiaba. Su mano siguió bajando. Bajó y bajó hasta llegar al manantial del deseo. Recuerdo sentir que, en ese instante, mi mundo empezaba y acababa en esos labios rosados, en esa mano infantil, y en ese olor a sudor y a clorofila achicharrada por el sol.

         La noche cayó en el preciso instante en que un ruido suave pero cercano nos sacó del trance en el que estábamos sumergidos. Cerca, tras los arbustos que nos cubrían y aislaban de la realidad, mis dos hermanas y uno de los chicos se movían y, entre risitas, trataban de ocultarse del muchacho al que le había tocado buscarnos.

         Al cabo de un tiempo el juego terminó, y poco a poco todos se fueron marchando. Pero, al agarrar a mis hermanas para recogernos, El Ruso me llamó. Dijo que había perdido algo mientras nos escondíamos, que le ayudase a encontrarlo. Les dije a mis hermanas que se fueran a casa, que yo iría enseguida.

         Solos, él y yo, y el sauce centenario. Una luna casi llena, tan luminosa como el sol abrasador. El aire, ahora sí, fresco, clorofílico y con un leve toque salado. Dos corazones palpitantes, excitados. Y un último beso intenso, visceral, animal, al cobijo de un árbol centenario. Después, dos siluetas descansando sobre el verde.

         Me desperté envuelta por los mechones del sauce. La luna seguía brillando ferozmente entre las ramas. La noche seguía oliendo a verano, a naturaleza y a mar. Pero el Ruso ya no estaba.

miércoles, 24 de septiembre de 2025

Canícula, por Mercedes del Pozo Diez


Mercedes del Pozo compone este relato sobre un verano tórrido al borde de las olas marinas empleando dos tipos de narradores, en tercera persona y también en primera, para adentrarnos en un mundo peculiar, a la vez que universal, donde podemos observar, también como lectores, una interesante clasificación de la tipología humana.

(Manuel Cuenya, Taller de Relatos y microficciones de la Universidad de León)

https://www.lanuevacronica.com/lnc-culturas/canicula_178573_102.html

 

 

Sube la marea un día más hacia el mediodía y el olor que difunden los chiringuitos, calamares, pimientos, chorizo criollo, mejillones, anima al personal a recoger las toallas. La gente se mueve con galbana a pesar de la llamada de su estómago. Este año tampoco han puesto tablas sobre las que caminar para salvar la duna que los temporales se comen y no solo los bañistas. ¿Los recortes económicos? ¿O será por la misma razón por la que quitaron las duchas? El consumo de agua lavándose con champú era una ofensa para los oriundos que pagan los impuestos. Muchas sombrillas se han quedado plantadas, con las sillas apoyadas haciéndose compañía hasta que vuelvan sus amos. 

Caminar al borde de las olas es un hábito que algunos acometen con fruición. Dicen que el contacto de los pies con la arena es sano. En un programa de radio advertían de que no deben hacerse largas caminatas.

Hay un hombre que todos los días durante una hora recorre de un extremo a otro el territorio playero con paso marcial y decidido. Su cuerpo es fibroso, casi atlético, bronceado, pero algo pellejudo por la edad. Se le oye decir que no puede pasar sin ello. Hace años que hace este recorrido. ¿Habrá escuchado las recomendaciones del programa radiofónico? Mens sana in corpore sano. De tanto caminar por la orilla muchas veces las fanecas clavan los pinchos en los indefensos pies de los niños que lloran y lanzan aullidos aterradores, adultos que avanzan cojos hasta el puesto del socorrista. Es un clásico contra el que luchan los cautos que llevan las chanclas al acercarse al borde, y la voz de las madres que advierten: ¡Ojo, que la marea está baja!

Luego el socorrista mete el pie en el cubo de agua caliente, ve el lugar del pie donde está la picada, saja, echa amoniaco y te dice que camines, pero el dolor no se pasa tan fácilmente. 

Lo más habitual es ver a dos personas jugando con las palas. “O a palas”, dicen algunos. Los hay entrenados desde chiquitos, los aficionados que dejan caer la pelota, los que compiten con un estilo de tenis muy depurado, giro de muñeca, golpe con la izquierda, con el cuerpo doblado para recoger la bola. Lo que está de moda es el paddle surf. Es relajante ver la efigie que componen de pie, sobre tablas hinchables paleando a un lado y a otro, o de rodillas si son chavales llevando a otros sentados, siempre cuando el mar está en calma. Parecen viajeros venidos de un cercano futuro de alisios y buenos augurios. 

Un avezado sociólogo realizaría una clasificación de la tipología humana con menos de una mañana de observación. En mi caso me limito a enumerar vientres abultados, planos, tabletitas, tetas caídas o enhiestas, pezones en punta, aplastados, senos incipientes, ¿siliconados? Culos grandes, duros, redondeados, sin-culo, slips ajustados, pantalones largos, piernas velludas, brazos pendulantes, hombros caídos, cuellos esbeltos, tersos, pelos encrespados, lacios, recogidos, rizados, calvos. Me canso, es infinito. Mucha tribu familiar, parejas, algunos amigos, pocos adolescentes, ¿dónde están? Cuando llegan en pandilla molesta porque portan gigantescos altavoces con música enlatada. “Don't disturbs”, les recomienda un guiri de dos metros, rubio como la cerveza y con tatuajes de serpientes en los bíceps. 

Cada verano observamos una nueva construcción. Durante los años de la burbuja y el ladrillo se recortaba un skyline de grúas que ha ido engullendo el verde de hortas, las cañas fueron desapareciendo, colgando de las parras lánguidos sarmientos.

El vértigo de no reconocer los lugares queridos impulsa a abandonarlos, pero la querencia por el aroma de salitre cuando hay mareas vivas o al rumor de las hojas de cañas provoca la necesidad de volver a transitar las callejuelas de este núcleo marinero. La metamorfosis durante más de veinticinco años no ha sido espantosa, pero sí brutal, como la ausencia. 

Quizá alquilando una pedaleta, como estas familias que salen bulliciosas entre las boyas media hora o una hora, que han alquilado por veinte euros, se pudiera esquivar el tiempo como quien huye por la línea del horizonte en la secuencia final de un dibujo animado. A lo mejor la pedaleta rosa, que tiene el unicornio con un tobogán de doble tirabuzón, permitiera al deslizarse un baño mar adentro, no solo sanador y catártico en las aguas frías.

Es la tercera o la cuarta ola de calor. El sol cae inmisericorde como en un buen wéstern. Duelo al sol. “Es preferible permanecer, habitar este tiempo, convivir con estos años, perseguir largamente imágenes esquivas y repasarlas con cuidado”, dice un personaje de Alejandro Zambra y este subrayado en su novela parece el eslogan de este verano más que tórrido, abrasador, irrespirable. Se desean las lluvias.

martes, 23 de septiembre de 2025

El termómetro mágico, por Gary Ferrero


A través de diferentes voces narrativas, entre ellas la de La Cape, Gary Ferrero logra construir un relato polifónico que nos sacude las entrañas, atrapándonos desde el principio al final. Es como una versión moderna o posmoderna del cuento clásico de Caperucita Roja, donde cada personaje, comenzando por ella misma, emplea su propio registro lingüístico, lo que hace que esta familia, conformada por un padre, una madre y su hija, nos resulte tan cercana, tan de nuestra época, con un trasfondo que nos invita a la reflexión sobre los seres humanos y el mundo en que vivimos.

(Manuel Cuenya, Taller de Relatos y microficciones de la Universidad de León)

https://www.lanuevacronica.com/lnc-culturas/termometro-magico_178611_102.html

La Cape

Jo tía, de verdad. Maldito sea el día en que se me ocurrió ir al colegio con aquel look. Es que lo pienso ahora y me da gringe. Jo, mana, es que, en verdad soy una flipada. Ahora creo que estaría bugueada o algo tía, no sé. Y yo pensando que estaba en mi prime, bro. Como en plan sirviendo coño. Ya me vale. Ir con trenca con capucha no tiene pase, tía, pero, qué encima fuera roja. Jo, no sé. 


A Don Belarmino le dio por decirme que me parecía a Caperucita y, a partir de ahí, estos haters de niños pijos me martirizaron con el motecito de las narices. Y no te digo nada por el Insta. ¡Qué miérder! Trolls a machete contra mí. Savage tía. Savage.

Mi viejo quería que fuese a este colegio sí o sí cuando nos mudamos a La Moraleja. Mi madre no se metía, no sé, en plan... Yo creo que prefería que fuese al público. Pero bueno. No sé, osea. En alguna de sus rayadas los stealkeé en medio del dichoso debate.

 El papá de La Cape

 Qué sí, ¿tú qué quieres que te coja a la hija un moro-mena de esos y te la viole? ¿O que se junte con los hijos de las chanchitas que limpian los chalets de los ricos o de las gitanas del mercadillo? ¿Quieres que tu hija acabe como tú, siendo una simple limpia escaleras que es lo que has sido hasta ahora? Que, gracias al taller, te he podido sacar de ahí para que estés en casa como una señora. Los chavales tienen que relacionarse desde pequeños con la flor y la nata de una sociedad, tienen que hacer amigos entre los mejores, los que, en el futuro, van a dirigir España desde las empresas, los bancos; desde los organismos públicos y desde el mismísimo gobierno. Siempre será mejor ser amigo de un poderoso que de un arrastrao. Ya bastante hemos tenido que sufrir nosotros en nuestro barrio de mierda. Te recuerdo que yo nací en una corrala del barrio de San Blas con baño y cocina compartidos.

 La mamá de La Cape

 “¡Quién te ha visto y quién te ve Manolo!”, le decía mi madre. Si tu padre levantara la cabeza. Él, que fue sindicalista de Comisiones en la Pegaso y estuvo preso por organizar huelgas y protestas… Y tú mismo, que te recuerdo que en las primeras elecciones votaste a la Liga Comunista Revolucionaria y después al PSOE. No sé qué aire te ha cogido, hijo. Desde que te va tan bien lo del taller parece que se te ha olvidado todo lo que antes defendías.

 El papá de La Cape

 ¿Y qué? ¿Qué me han dado a mí estos rojos de mierda? Si son unos pijoprogres indecentes que nos tienen ahogaos a los autónomos. Que nos fríen a impuestos y declaraciones y nos inundan de burocracia; que parecemos recaudadores de hacienda con tanto Iva va Iva viene. Alí Babá y los cuarenta ladrones es lo que son. Dime, Rosita, ¿tú has visto en algún partido de estos a un puto obrero? ¿Un solo y puto obrero? ¡Hombre, por dios! Si todos son profesoruchos de mierda ¿Qué prefieres que a tu hija la eduquen funcionarios o personas con valores que tienen que currarse día a día su profesión? Estos parásitos del sistema siempre están con los derechos sociales, la inmigración, la inclusión y toda esa verborrea. Funcionarios, funcionarios de mierda, vagos y absentistas.

Rosita, la mamá de La Cape

Oye, Manolo, no te quejes tanto que tú mismo has dicho que no nos va nada mal. Desde luego está visto que no hay peor cuña que la de la misma madrera ¿Cuándo pensaste tú, ni por asomo, que ibas a vivir en La Moraleja en un chalé cerca de los de los futbolistas y los famosos?

 Manolo, el papá de La Cape

 Sí, pero mi trabajo me ha costado. Te recuerdo que a mí nadie me ha regalado nada, que empecé repartiendo pescado en las Pescaderías Coruñesas cuando sólo tenía once años y me levantaba a las cuatro de la mañana para ir al mercado de Legazpi con Don Evaristo el Maragato en aquel isocarro todo escojonao.

Rosita

Bueno, pues mira, sabes qué te digo, que gracias al trasto ese aprendiste a ser mecánico. El caso es que si quieres mandar a la niña a ese colegio yo no me opongo, pero no podemos ser tan negativos porque, vale que tú hayas cambiado de ideas, que cada uno puede pensar lo que quiera y cambiar las veces que le dé la gana, pero no tenemos derecho a que nuestra hija herede nuestras taraduras mentales.

Manolo

Eh, eh, eh. Espera un poco, Rosita ¿me estás llamando tarao? No, hombre, no, Manolo, no lo interpretes mal. Si sabes que yo te quiero más que a nada en el mundo, pero mira, a mí me parece que no tenemos que olvidarnos de quiénes somos ni de dónde venimos.

Rosita

No sé, Manolo. A mí me da mucho miedo lo que viene, que sólo ver a ese pelo panoja por la tele se me revuelve el estómago y se me comen los demonios. Que a mí me da muy mala espina to esto. Ah, y no creas que no me doy cuenta de que desde que te has juntao con esos amigos tuyos cazadores, empresarios y meapilas ya no eres el mismo.

Manolo

Que sí, Rosita, que sí, qué lo que tú digas, pero hay que ir con los tiempos. O será mejor todo este movimiento de machirulos feministas y maricones que hoy quieren ser mujeres y mañana hombres. Pero, ¿no te das cuenta de que el otro día salió un militar que para coger un destino mejor se cambió de sexo en el juzgado? Pero cambió sólo los papeles, el muy maricón. No se cortó la chorra no, el muy hijoputa.

La Cape

Y así todo el día, y así todos los días. Se rayaban mazo, tía. El caso es que, al principio mana, estaba yasss, tía, con el cole. Te juro que estaba nashy, tía. Pero, no sé, o sea, en plan, enseguida empecé a rayarme con cosas que veía. Estos hijos de papá son bastante maquiavélicos por lo general. Tienen mazo de poderío en casa ¿Qué verán qué oirán, tía? No sé, la pasta ya sabemos lo que es. Y luego no es que todos sean tope de ricos. Es que, tía, a la mayoría los mea mi padre con lo que saca de su taller supermegatecnológico. Que allí van todos los jugadores de fútbol y los youtubers e instagrammers de media España con sus carros.  A mí el padre Belarmino me molaba, tía, o sea, en plan, como que estaba crash y todo con él, tía. Pero no, algo, no sé platónico, que dirían los boomers, una cosa en plan idealizado. No me interpretes mal, no séee, o sea, que lo veía como alguien BAE, tía. Era pila de amable y de atento conmigo; bueno y con todas. Pero, no sé, tía. Te acuerdas ya en aquellos ejercicios espirituales en San Rafael le vi ciertas cosas con algunas niñas. Qué si les regalaba coleteros, caramelos y pasteles, tía, y cosas así. No sé, unos madreos de la ostia a algunas pibas y pibes. No te lo pierdas. Y mucho perreo en plan, no con paquete y eso, pero, o sea, sabes. Un sobón, vamos. Yo estaba delulu, jo. Qué malro. Lo que nunca podía imaginar es lo que había tras el experimento del que hablaban las niñas de primaria. Cuando he visto la noticia posteada en Tik Tok, tía, me han dado ganas de vomitar. Y yo, como, ¿qué onda? No me jodas, bro. Te juro que me quedé muerta, tía, mu-er-taaaa. Porque, mira, que a nosotras nos metiera mano de vez en cuando, vale, colega. Ya somos mayores para darle una ostia e ir con el rollo a nuestros papis, pero que el asqueroso ese utilizase esa fantasía con las niñas, tío, que son unas enanas, no sé. Estoy salty, tía, completamente salty. Y luego mucho: «Caperucita, qué ojos tan preciosos tienes» o «Caperucita qué cara más bonita gastas» ¡Qué plasta de pavo! ¡Qué asco, dios mío, qué as-co? Perdonaaa. Puff. Si me llego a coscar no le hubiera aceptado aquellos pendientes de Tous, nada menos que de Tous, tía. Cuando me los vio mi padre se puso todo vibe, to PEC. Como que le moló y todo. Pero mi madre nunca dijo ni mú. No sé, en plan, que como que ya se olía la tostada. Qué cringe, tía, qué cringe. No me gustaría, por nada del mundo, estar en la piel del padre que le pidió a su hijita de seis años que le dibujara El termómetro mágico del famoso experimento. Hoy ha estallado todo el escándalo. No veas que hype. Han salido hasta fotos del padre Nino besando el cuerpo amortajado de otro cura, tía. Besando un cadáver, pero qué miérder, qué heavy. Se ve que era el fundador de la orden a la que pertenece este puto súper-colegio-guay-que-te-cagas con nombre en inglés, al que se empeñó mi padre en traerme: Midlands College. No sé lo que pensará mi padre al coscarse de la noticia, pero sí sé lo que dirá: que es un fake. Y lo peor es que yo tendré que seguir matriculada en este infierno porque todos esos colegas suyos, boomers de mierda, pertenecen a la puta Manada de las Sombras, como llaman ellos a este bosque lleno de alimañas que acechan a decenas de caperucitas rojas e indefensas. Con lo que no puedo, tía, es con la duda que me grilla en este momento: ¿qué hubiera hecho mi padre si yo con seis añitos le hubiera dibujado un termómetro con forma de polla lanzando una especie de gotitas mágicas?

 P.D. No sé, tía. Espero que exista la justicia divina porque estoy segura de que Don Nino nunca acabará ahogado en una prisión con la barriga llena de cantos en compañía de sus cómplices: los cazadores. Menudos cuñaos. Menudos boomers. ¡Y luego dicen de los jóvenes de ahora!