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domingo, 22 de junio de 2025

The wall, de Alan Parker/Roger Waters

 The wall (1982), del cineasta Alan Parker -que nos deslumbró con El expreso de medianoche-, es una película metafórica en lo visual y musical, rica en simbología (ladrillos, martillos, máscaras, alguna cruz ensangrentada...), que nos muestra una crítica feroz a una sociedad castradora (cimentada sobre un gran cementerio, el que nos dejó la Segunda Guerra Mundial), a un sistema educativo autoritario, que no permite el espíritu poético, a un trabajo alienante (con la mercantilización del ser humano) y a la familia. 

Una película de culto que tuve la ocasión de ver por vez primera en los años ochenta (creo recordar que la vi en un pase que hizo la discoteca Donald en mi pueblo). Y me quedé entre desconcertado y fascinado, habida cuenta de que ya en esa época era un devoto de la música de Pink Floyd.

https://cuenya.blogspot.com/2011/01/pink-floyd.html

Y ahora he vuelto a ver esta ópera rock cuyo guion corresponde a Roger Waters (uno de los miembros destacados del grupo de rock psicodélico Pink Floyd), que puede ser analizada desde un punto de vista social, psicológico, político y filosófico. No en vano, esta película nos adentra en el estado mental de su protagonista Pink (interpretado por el músico y actor irlandés Bob Geldof), que es como un álter ego del propio Roger Waters y Syd Barret (líder lisérgico en sus inicios de la banda Pink Floyd). 

En realidad, podríamos decir que lo que vemos a lo largo de la película es producto de la mente distorsionada del protagonista; por tanto, estamos ante una puesta en escena alucinógena, psicodélica, como la música de Pink Floyd, que es el hilo conductor de toda la cinta. Incluso me atrevería a decir que las imágenes (algunas de animación también creadas por Waters, imágenes que nos martillean) están al servicio de la música y la letra de las canciones. El cine como música, según nos dijera el genio sueco Bergman. 

El punto de vista en The wall es por tanto la subjetividad alucinógena, violenta, de Pink, que se ve a sí mismo como un líder neonazi, con esos saltos hacia adelante y hacia atrás que rompen con la lógica convencional y obedecen a una ilógica lisérgica, esquizofrénica. 

Pink es una estrella de rock, que es sólo un producto musical de consumo en un mundo superficial, enfermo de banalidad, con serios problemas para superar la ausencia de un padre que cayó en la Segunda Guerra Mundial, de una madre sobreprotectora y conservadora,  para relacionarse en definitiva con los seres humanos, principalmente con las mujeres. Resalta una potente secuencia de animación en la que vemos a la hembra devorando al macho en una metáfora visual que inicia con dos plantas que se devoran entre sí. El argumento de la película se inspira, pues, en las alucinaciones que padeció Waters en un periodo oscuro con las drogas. Y el título hace referencia a un muro físico y psicológico (símbolo de la enajenación mental de Pink, a resultas de una sociedad represiva). De este muro emerge un rostro que recuerda a El grito de Munch. Un grito expresionista, desgarrador, de angustia, de desesperación, que nos pone en alerta. El ser humano, tanto en Gaza como en Ucrania (así como en tantos lugares de África, de América, de Asia...), sigue gritando. Estamos en un escenario convulso, aterrador. 

Cabe recordar que Waters organizó un macroconcierto en 1990 en la Potsdamer Platz con motivo de la caída del Muro de Berlín.  Este muro físico cayó por fortuna, pero los muros (tanto físicos como mentales) siguen existiendo y nos asustan. 

¿Cabe la esperanza en un mundo en que la locura y el totalitarismo parecen arrasarlo todo? ¿Lograrán sobrevivir esos niños que vemos al final de The wall, aunque toda la puesta en escena sea una proyección de la mente del demiurgo de esta historia? 

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