El fin de semana en Salamanca, del viernes 8 al domingo 10 de este mes de noviembre, ha sido estupendo. Me prestó mucho, porque, además, ya hacía algún tiempo que no estaba en la ciudad charra, donde viviera momentos inolvidables en mi época de estudiante de posgrado, como he dejado constancia asimismo en Mapas afectivos. No en vano, Salamanca es un mapa afectivo, un territorio emocional. Y siempre lo será porque ha calado hondo en mi ser.
Qué cursilondio me ha quedado esto último. Bueno, quizá me he dejado llevar por el cauce del sentimentalismo (esto del cauce acaso tampoco sea adecuado ahora que en Valencia han sufrido riadas espantosas y mortíferas. Mis mejores deseos para los familiares de las víctimas y damnificados). Y es que uno, tal vez, es un sentimental. Sea como fuere, Salamanca me marcó en mi etapa como estudiante de posgrado. Y eso se queda grabado en la retina de la memoria emocional.
El motivo de este reciente viaje -siempre suele haber un motivo o motivación- fue la reunión de alumni o antiguos alumnos de la Universidad de Salamanca (como lo fuera en su día el poeta Góngora), la reunión de diversas promociones y carreras. Con lo cual fue un festejo por todo lo alto. Con comida y visitas a lugares varios, incluso con concierto incluido en el mítico Camelot. Un chute de buena energía, habida cuenta de que en esta ciudad he vivido momentos maravillosos. Lo cierto es que, después de tantos años, sigo fascinado con la belleza de esta ciudad, que por instantes me hace recordar la belleza carnal de Roma. Del cielo de Salamanca, que volví a visitar, una vez más, a la capital italiana. En este caso con el Tormes del Lazarillo fluyendo por las arterias de mis sueños. O algo tal que así. Y por supuesto recordando a los grandes de Fray Luis de León y Unamuno en esta nivola (con un guiño a su Niebla) que es la vida.
En medio del Patio de Escuelas, junto a la fachada plateresca de la Universidad de Salamanca, está el visionario profesor y poeta Fray Luis de León, al que vemos con la mano tendida, apuntando hacia adelante y con la cabeza mirando a la fachada, donde se halla la famosa rana que simboliza, al decir de algunos, la lujuria y también la muerte, por hallarse encima de un cráneo.
"Decíamos ayer", eso está nos está diciendo, valga la redundancia, Fray Luis, una ironía que luego
utilizó cuatro siglos después Unamuno.
La visita a la casa-museo de Unamuno, a través de las explicaciones de un guía apasionado de su figura y de su obra, fue una experiencia extraordinaria, tanto que despertó mi curiosidad por volver a leer y releer algunas de sus obras como La vida de Don Quijote y Sancho, San Manuel Bueno, mártir, Del sentimiento trágico de la vida, La tía Tula, Por tierras de Portugal y España, Cómo se hace una novela, o su nivola Niebla, que por lo demás da nombre a un bar de la ciudad situado enfrente del Camelot, donde, como ya dijera, asistí a un concierto para los alumni de la universidad. En la plaza en que se halla el Camelot también está una estatua dedicada a Unamuno y la casa donde vivió su última etapa, justo al lado de la casa de las muertes, habida cuenta de que posee cuatro calaveras talladas en piedra que parecen colgar de las jambas de las dos ventanas superiores de la fachada.
La visita a la casa-museo de Unamuno, situada en la calle Libreros, 25, al lado de las Escuelas Mayores (edificio principal de la universidad, donde se halla la rana), me entusiasmó a la vez que despertó mi curiosidad por ver las películas y documentales que se han hecho en torno a este excelente escritor de la Generación del 98, el cual sentía devoción por la obra del filósofo danés Kierkegaard, y fue además Rector de la Universidad de Salamanca.
Una pena que Don Miguel falleciera el último día de 1936, tal vez de melancolía, o bien porque se lo cargaron quienes no soportaban que fuera un espíritu libre, un gran pensador. Después de ver el documental
Palabras para un fin del mundo -realmente interesante-
uno está convencido de que le dieron matarile a Unamuno.
Se certificó su muerte como una rara hemorragia bulbar y encima no se le hizo autopsia, lo que nos hace sospechar de un asesinato, presuntamente asesinado en su casa de la calle Bordadores por el falangista Bartolomé Aragón.
Ahora me queda por ver
La isla del viento, la película que se filmó sobre su destierro en Fuerteventura, destierro causado por las criticas que el filósofo vasco lanzó contra el régimen de Primo de Rivera.
La visita a esta casa museo de Unamuno me ha estimulado para volver sobre su obra literaria (acabo de releer San Manuel Bueno, mártir, cuya narradora es Ángela Carballino) y ver por primera vez Mientras dure la guerra, de Amenábar, que, a decir verdad, no me ha impactado como pensaba, aunque me ha gustado adentrarme en sus escenarios, después de mi reciente visita a Salamanca. Quien sí me ha impactado, incluso me ha sobrecogido, es la interpretación del actor Eduard Fernández encarnando al espantoso, al bárbaro Millán-Astray, quien gritó aquello de "¡Muera la
inteligencia! ¡Viva la muerte!".
Me espeluzna sólo al escuchar y escribir esta maldita frase. A lo cual replicó Unamuno con valentía: "...Había dicho que no quería hablar, porque
me conozco. Pero se me ha tirado de la lengua y debo hacerlo. Se ha
hablado aquí de una guerra internacional en defensa de la civilización
cristiana. Yo mismo lo he hecho otras veces.
Pero ésta, la nuestra, es
sólo una guerra incivil... Vencer no es convencer, y hay que convencer sobre
todo. Pero no puede convencer el odio que no deja lugar a la compasión,
ese odio a la inteligencia, que es crítica y diferenciadora, inquisitiva
(mas no de inquisición)".
Sólo por la visita a la casa museo de Unamuno ya se hubiera justificado esta visita a Salamanca, pero además pude recorrer algunos lugares emblemáticos, como el jardín de Calixto y Melibea, con la Celestina como guardiana de dicho huerto-mirador. O bien el patio de las Escuelas Menores, el claustro de Fonseca, la casa de las Conchas, la
casa Lis, y el café Novelty, en la bella Plaza Mayor, donde Torrente Ballester está sentado fabulando con el realismo mágico.
Incluso visité por primera vez, gracias a las visitas guiadas, el cerro de San Vicente (yacimiento arqueológico, situado en el barrio Vaguada,
en el que se pueden contemplar los restos de la primera población salmantina, de la I Edad de Hierro, entre los siglos VII a.C. y IV a.C.; desde el cerro se tienen excelentes panorámicas, también al instituto de la Vaguada, donde hice mis prácticas del CAP-Certificado de Aptitud Pedagógica), o el pozo de las Nieves (
uno de los monumentos más desconocidos de la Salamanca del siglo XVIII, una espectacular construcción, de más de siete metros de profundidad cubierto por una bóveda de pizarra, en la que los antepasados almacenaban y conservaban la nieve que traían sobre mulos desde las sierras de Francia y Béjar para convertirla en hielo, aparte del entramado de galerías subterráneas que pueden visitarse).Me gustó sobre todo compartir viandas y charla con gente con la que uno siente afinidad, incluso con quien comparte memoria emocional.
Volveré, siempre que pueda, a la ciudad del polifacético Torres Villarroel y de El Lazarillo.
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