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miércoles, 21 de febrero de 2024

Rejas internas, de Tránsito García Estébanez/Gelines del Blanco Tejerina


Las autoras de este relato, Tránsito y Gelines, con una narrativa precisa y por momentos poética, nos introducen de lleno en la vida de Ángela, la protagonista de esta historia terrible, que sufre las adversidades de una vida en reclusión, dándose cuenta asimismo de que después de permanecer durante un tiempo privada de libertad, alejada de su entorno afectivo, ha dejado de tener sentido su reinserción en la sociedad, porque las rejas siguen en su interior.

  (Taller de composición de relatos de la Universidad de León, impartido por Manuel Cuenya)

Ángela roza la treintena y lleva los últimos tres años y veinte días en la prisión de Villahierro. La privación de libertad, alejada del entorno familiar y social, ha hecho mella en su cuerpo y en su mente. Comparte celda, llantos y confidencias con Laura, mujer de edad indefinida, pelo graso y con los dedos y el humor amarillentos de nicotina. Son dos náufragos asidos a la misma reja que unos días las aísla del mundo exterior y otros días de sí mismas.

El cuarto compartido huele a culpabilidad y a berza hervida, o esa es la sensación que Ángela tiene continuamente. A menudo se frota en la ducha y después se escurre bajo la manta de Laura en busca de tactos y susurros que aplaquen la carencia de otros roces y otras voces. Tras descargar caricias y susurros en oído ajeno Ángela regresa a su cama, a la noche, a la nada. La soledad y la culpa han creado una capa espesa en el ambiente,  tan plomizo que ya resulta tóxico. El brillo de los ojos negros y retadores, que un día cruzaron la puerta de seguridad, ha mutado en ojo mate, y la mirada retadora es ya sumisión y cansancio colgando en grandes bolsas bajo los ojos. La piel del rostro acusa un desgaste prematuro y las mechas multicolores que ingresaron en prisión se han rendido en una melena resbaladiza sobre el chándal azul. Los días pares amanece paciente y apática y los impares agresiva y con ganas de revancha.

Al mismo ritmo que reptan las humedades por las paredes de la celda se ensancha el volumen de sus muslos, de sus pechos, de sus brazos que, aun así, no consiguen abarcar tanta tristeza acumulada. Ha cambiado tanto que, en ocasiones, le cuesta reconocerse en el espejo de la habitación, demasiado pequeño para abarcar tanta carne y demasiado grande para ocultar el reflejo de su mirada teñida de culpa. Ha decaído el ímpetu de su conversación inicial en la que siempre estaba el mar, su discurso retador mutó en aceptación, sumisión y finalmente mutismo. El oleaje de su voz es un rumor afilado por la pena y la culpa que apenas consigue atravesar el silencio.

Ángela se ha reunido con la psicóloga del centro a primera hora de la mañana, al sueño y al perenne barullo mental se le apilaron mensajes de reinserción, segundas oportunidades, caprichos del destino, libertad, más reinserción… mientras escuchaba la perorata de la mujer de traje sastre, segura de sí misma, destilando firmeza y soltando la letanía aprendida se preguntaba si ella podría haber tenido un traje, un maletín y un discurso semejante de no haber cruzado aquel punto de no retorno.

Debería estar feliz porque la mujer que tenía enfrente con móvil, maletín y muchos documentos anunciaba su primer permiso “en libertad”, en libertad fuera del centro penitenciario. Ángela volvió a su celda arrastrando pies y confusión. Acurrucada en posición fetal, como una niña castigada de cara a la pared, vive y revive el error reiterado, la infidelidad que acabó en bucle caótico, durante horas,  analizó y diseccionó las palabras de la psicóloga. Las repitió y rebatió una a una: “He cumplido mi pena y el estado me concede un permiso como parte de la reinserción. ¿Por qué no me preguntan si me he perdonado yo? Pues no. La culpa crece en mí, la riego cada día para que no muera, no quiero perdonarme ni concederme un solo instante de vida en libertad; pueden sacarme de estos muros si quieren pero mis rejas interiores las abro y las cierro yo y son más fuertes que nunca”. 

La tarde trajo a la noche y la oscuridad a su compañera Laura. En silencio, se tumbó a su lado y anudó los brazos alrededor de la cintura, sintió su frente en la nuca y el oído presto a escuchar. Ángela soltó lastre, y dejó que el oleaje se llevase todo lo que apretaba: “Dicen que el Estado me reinserta por haber cumplido tres años y veinte días, pero yo me niego a admitirlo. ¿Cómo coño voy a reinsertarme si cada lugar, olor y sonido me evocan algo y me preguntarán por qué lo hice, por qué no me resistí a adentrarme en aquel mar embravecido lleno de banderas rojas anunciando peligros? Qué fácil debe ser para ellos darte el perdón rigiéndose por un puto calendario”.

Laura masajeaba la espalda de Ángela en un intento de calmar su angustia. Ángela seguía hablando. “¡Qué sabrá la señorita del maletín de perdones interiores! Para el señor Estado es fácil, desde su situación predominante, tienen escrito lo justo y lo injusto, los meses y días que debes comer rejas para perdonarte, pero no tiene ni puta idea de que ser perdonado es otra cosa, tendría que admitir que actué erróneamente, aceptar la ausencia de voluntad para tomar una decisión acertada, qué sabrán ellos de miedos, huidas y la caída en el foso, tú me entiendes ¿verdad Laura?”. Laura, callada, continuaba acariciando a Ángela.

Llega el día de enfrentarse al exterior, de tirar de manual de supervivencia, exponerse al rechazo, a escenarios que revivirán la tragedia, a silencios que le gritarán su negligencia, olores culpables, paisajes anclados en la memoria que desearía borrar para siempre. A Ángela la quieren reinsertar en una sociedad que ya no siente suya porque ha perdido la ilusión, el pelo multicolor, el olor a mar, la voz, la fe… quiere ser reclusa eterna, pasar desapercibida, desea dormir abrazada a la espalda de Laura y compartir la misma derrota. Se enfrenta a un permiso de tres días con una mochila prestada, con los ojos y oídos embotados de escuchar al resto de compañeras repartiendo consejos y números de teléfono para que contacten con sus familiares y regrese con noticias. De Laura se despidió en la celda con un abrazo, un beso en los labios y la promesa de traer un tarrito de arena de ese mar que ya se asoma en su mirada. Sólo el hecho de mencionarlo, imaginar la arena bajo los pies, el salitre en la piel y el silencio bajo el agua le da el empuje necesario para cruzar la verja.

Han pasado cuatro días.

Ángela es libre. Se ha fugado de sus rejas interiores, meciéndose en la armonía de las olas, en la plenitud del fondo marino. Nadie sabe si recuperó el brillo de los ojos, ni si volvió la paz a su mente y el perdón a su corazón. Ángela cumplió tres años y veinte días de condena social y tuvo la oportunidad de abrir candados y reinsertarse, pero ella prefirió tirar la llave y cumplir su propia condena. No quiso perdonarse.

O no supo hacerlo.

 

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