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martes, 27 de febrero de 2024

Cristales rotos, de Carmen Rodríguez Caballero


Carmen Rodríguez Caballero, a ritmo de canción infantil, construye una narración que nos invita a la reflexión a través del protagonista Tobías, que rememora su infancia desde el presente. Un relato que en cierto sentido hace recordar la película Ciudadano Kane, de Orson Welles.

  (Taller de composición de relatos de la Universidad de León, impartido por Manuel Cuenya)

https://www.lanuevacronica.com/lnc-culturas/cristales-rotos_142033_102.html


Tobías vio el reflejo de sus pupilas llorosas en  el cristal de una ventana mientras iba contando las gotas de lluvia al caer. Se había detenido en la misma calle, enfrente del mismo edificio abandonado, a la misma hora de todos los días; esa hora de ensoñación en la que el crepúsculo anuncia el final del camino. Uno, dos , tres. No te lo repito otra vez.

Al pasar por delante de una tienda de antigüedades, sus ojos se detuvieron multiplicados. Unos espejos ocupaban la parte central del escaparate.

      -¡Mira, mamá, qué espejos más bonitos! -exclamó un niño con calcetines blancos.

Nunca supo qué le hizo entrar en aquella tienda. Fue como un hilo invisible que le empujó hacia el interior. 

Tobías recibiría la mercancía al día siguiente sin ninguna dilación. Sí, definitivamente pondré el espejo en el estudio de la segunda planta. El piso era luminoso y el marco quedaría perfecto en conjunción con la cuidadosa selección del mobiliario adquirido principalmente en tiendas de antigüedades de  renombre. 

El espejo llegó a la hora acordada. Al volver del paseo diario, Tobías se dirigió a su estudio  para observar de cerca su nueva adquisición.  Cuatro, cinco, seis. Mírame del revés.

Un ladrido amigable, de bienvenida,  se oyó próximo a él.  Las mascotas están prohibidas en el condominio. ¡Quién puede atreverse a hacer algo así! ¡Llamo a seguridad!, pensó Tobías. Al girarse para coger su teléfono, notó algo extraño en el espejo. Era el aliento de un beso invisible. 

Tobías se colocó delante del espejo y contempló estupefacto un perrito blanco y negro  durmiendo debajo de un laurel. No podía creerlo. Era uno de sus perros de la infancia, al que solía decir que, cuando durmiera, soñaría con un mundo lleno de buena gente. Por unos minutos se trasladó lejos, lejos de su elegante desván, lejos de su vida solitaria y rutinaria, lejos de sus lujos. Otro ladrido le hizo estremecerse; otro precioso perrito al que solía cantarle cogido en brazos.

Se apartó hacia atrás sudoroso, agitado. Esa noche tuvo un sueño muy inquieto, extraño. La mañana en el trabajo se hizo tediosa. Sentía unas ganas impetuosas de volver ante el espejo. Siete, ocho, nueve. Siéntate y bebe.  

Nada más entrar se dirigió al estudio. El marco de color oro viejo era de una elegancia exquisita.

Se giró y vio a un niño de calcetines blancos y pantalón corto con varias heridas en ambas rodillas, junto a una niña más pequeña que él. ¡Eran él y su hermana! Una escena tan entrañable como extraña.

Tobías había cortado todo resquicio de amistad con su familia. ¡Cuántas veces le habría gustado hablar con sus padres, con su hermana! Pero el orgullo y la diferente posición social se lo impedían, sólo le habían otorgado la soledad contra la que luchaba cada día.

      -¡Mami, mami! Mi hermana ya sabe montar en bicicleta. Yo solito le he enseñado. Por favor, ¿podemos quedarnos más tiempo en el pueblo? Yo no quiero irme a una ciudad -dijo el niño de calcetines blancos.

¡Qué veranos más divertidos había pasado en el pueblo de su padre!

La ropa de Tobías estaba empapada de sudor y respiraba agitadamente al recordar su infancia.

      -¡Oh, no! Has derramado la cafetera en la cabeza -dijo la madre del niño de los calcetines blancos.

Las imágenes se desvanecieron. Fue muy complicado conciliar el sueño aquella noche. El espejo se había convertido en pura obsesión. Tobías subió varias veces al estudio y contemplaba el espejo sin moverse.

La mañana, como de costumbre, transcurrió de forma muy angustiosa. El deseo de estar frente al espejo se había convertido en un impulso imperioso. Y esta vez Tobías se sentó enfrente de él y, repentinamente, apareció el niño de los calcetines blancos junto a una niña.

¡Es Mirta, mi amiga del cole! Con su pequeña paga semanal, Tobías compraba las gominolas que a Mirta le gustaban para invitarla. Sabía que había sido su niña favorita, pero nunca se atrevió a decírselo. Al imaginar  cómo habría sido su vida con Mirta  sólo sus ojos hablaban y eran lágrimas secas al haber ya gastado todas. Ni siquiera podemos mantener la vista cuando nos vemos reflejados en el espejo de los demás.

De nuevo, el descanso nocturno se convirtió en algo insoportable. Tobías había visionado su pasado muchas veces y, cada vez que lo hacía, trataba de ahuyentarlo porque la sola idea de hacerlo le trasladaba al peor de los abismos. No había habido un descendimiento más dramático en la vida de Tobías que el que el espejo le obligó a hacer aquella tarde. No hay tortura parecida a la de que esa sospecha se haga real, a que el azar atraviese  cualquier resquicio para colarse entre la bruma de la posibilidad y se vuelva cierto.  

Tambaleándose, Tobías subió las escaleras y se colocó delante del espejo. Vio un pequeño patio rodeado de un muro descascarillado del que colgaba una bombilla con una luz mortecina.  El niño de los calcetines blancos estaba dibujando en un folio. Tobías, en su infancia, imaginaba  que esa bombilla era una luz mágica y, al encenderse en noches de luna llena, convertía el patio en un paraíso de gominolas. Una sonrisa inundó su rostro.

El patio se desvaneció y apareció un libro rojo. Era un álbum de fotos. Un escalofrío recorrió su cuerpo. Las páginas se abrían ante sus ojos y Tobías recordó a su familia,  a sus amigos de siempre y su vida ordinaria. Una vida sencilla, pero alegre,  rodeado de seres queridos. Él seguía allí. Siempre había estado allí, en ese libro rojo, y todo lo demás era un exterior borroso, empañado, sin volumen; un esbozo sin acabar, y él mismo era un fantasma del presente montado en la levedad que lleva el vivir.

Cuando salió a la calle, aún había estrellas. Comprobó que el espejo estaba seguro en el asiento de atrás de su coche. Lo dejó con máximo cuidado en la puerta de la tienda de antigüedades, con una nota que decía: El infierno no es el pasado ni el presente; somos nosotros mismos cuando dejamos de controlar lo que pensamos.

La lluvia comenzaba a caer. Diez. Atrévete de una vez.

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