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lunes, 21 de octubre de 2019

Del agua y del tiempo, por Marta Muñiz

Me hace mucha ilusión que Marta (Martica, como le llama Ana Ibis) se haya tomado la molestia en hacer un análisis de mi libro Del agua y del tiempo. Mil gracias, Marta querida. 
Es un placer leer lo que cuentas de este librín, que parece que está gustando. Incluso emocionando a quienes lo leen. 
Tu trabajo es excelente. Eres gran escritora. Como mucho talento. Y una gran capacidad de trabajo. Mi admiración por todo lo que haces. 
Os dejo esta belleza de texto escrito por Marta, que me acompañó en la presentación que hiciera en el mes de junio en la ciudad de León, en la sala Región del ILC, con gran afluencia de público (con gente amiga, alumnado, etc). 
La sala, todo hay que decirlo, estaba abarrotada. Una presentación que me entusiasmó, con la presencia también en la mesa del siempre generoso Roberto Soto, el intrépido periodista y escritor David Rubio, que es a su vez director de La Nueva Crónica, la gran actriz mexicana Ángeles Rodríguez y la magnífica recitadora Ana Ibis, cubana-leonesa que vibra al son de las letras. Y mi agradecimiento, por supuesto, para la gran pintora Cristina Masa, que también ayudó con los ejemplares del libro. Y a los fotógrafos Ale, Marcelo y Paco, cuyas fotos les corresponden. 
Vaya el texto, que guardaré como un tesoro que lo es, de la gran Marta Muñiz: 

Manuel Cuenya se revela en este libro como un trovador contemporáneo, un Ulises posmoderno que viaja con la mochila llena de emociones íntimas. Allá donde va lleva con él a su amado Bierzo, su matria, su microcosmos vital que encierra en su útero los elementos presentes de todo universo poético. ¿Qué es la vida si no un viaje? Todos somos Ulises y hacemos camino. Manuel lo hace con la memoria y con los ojos. A través del agua y del tiempo, regalándonos su hondo canto vital en este libro que contiene poemas y una prosa lírica heredera de su gran bagaje intelectual. En su mirada están Borges, Whitman, Machado, Henry Miller, Nietzsche, Umbral, Buñuel, Valente, Verlaine, Cernuda, Sabines, Paz, Salinas, T. S. Eliot, Hernández, Cortázar, Neruda, Rimbaud, y aunque no aparezca su nombre de manera explícita, Hemingway. Cuenya es uno de esos escritores que recuerdan la esencia del autor de “Por quien doblan las campanas”. Tiene esa misma pulsión vital, esa idéntica pasión que empuja a vivir escribiendo, porque Manuel escribe cuando vive y vive cuando escribe, lo cual augura una experiencia doblemente plena. Manuel vive a manos llenas, aunque a diferencia del autor americano, su alma berciana traduzca el mundo en imágenes delicadas que cantan la belleza. La belleza serena de su matria o la belleza de lo terrible en la memoria. El viajero pisa sobre raíces. Las raíces pueden ser parte del pasado, hay raíces que ya estaban aquí desde antes de nacer. Otras se construyen a medida que cumplimos primaveras y otoños, cada vez que encontramos un nuevo amigo, cada vez que ampliamos nuestros mapas afectivos. Vamos construyendo raíces a través de cada nueva taza de té compartida, con cada nuevo amor, en cada nueva mirada hacia Poniente. Y Manuel es un autor cuya alma pertenece al Noroeste, lleva a su tierra en los ojos, en las manos, como la llevaron y la llevan Pereira, Mestre, Gamoneda, Llamazares y Carnicer.


El viajero comienza su viaje, siempre artístico, siempre literario, desde la duda. Se sienta a reflexionar a la orilla de un río o al son de un regato. Allí está su Matria, sus aromas, su esencia, su latido. Su Matria le dice quién es, en ella está la vida. (poema: A mi matria, pág. 22-23).
Cuenya comienza su viaje, interior y exterior, desde la raíz a las cumbres. El Bierzo, sus montañas, sus bosques nemorosos. El agua y el tiempo acaso sean la misma cosa. Amo de este libro el particular homenaje que Manuel dedica a los ríos de su infancia. Ríos como metáforas del tiempo. Ancestrales, profundos, con su caudal que fluye siempre igual y distinto, como nosotros mismos, como ya dijeran Heráclito y Parménides. Un río es todos los ríos o quizás solo uno. Hay ríos añoranza y ríos futuro. Ríos del olvido y ríos ancestrales. Ríos para soñar y ríos para despertar. Ríos llenos de historias que hablan a quién sabe escucharlos: Balboa, Sil, Selmo, Cúa, Valcarce… a veces cobijo, a veces susurro, ilusión, esperanza…Cuenya los recorre como un pescador de sueños. (Río Valcarce, pág. 35).
Desde el río se ve el cielo y hasta se puede llegar a él tocando su reflejo en sus cristalinas aguas. El autor sigue ese camino humano y divino buscando a Dios y al padre. El hijo pronuncia la palabra ‘ausencia’ que se presenta ante el poema con acento sagrado. Siempre vive quien es recordado. Su amor impregna todos los lugares compartidos, aunque a veces la soledad es espesa al saber que también los dioses mueren.
A través de las ruinas, del silencio y la pérdida, llegan ecos lejanos que la memoria reconoce como la muerte del la tierra. La despoblación, la decadencia de un Bierzo que fue próspero y ahora se desangra entre minas abandonadas y montes quemados. El tiempo no borra las heridas. Las heridas supuran entre collados y senderos. Caminamos sobre cadáveres anónimos que esconden el horror de una guerra incivil. El miedo está preso en la hiedra, en los parajes aparentemente inofensivos, anestesiados, dormidos. La herida sigue abierta y viva; nos salpica su sangre.
Llegan la noche y el refugio. Si algo da sentido a este respirar sin tregua es el amor, un bálsamo entre la oscuridad y el sueño: “Besar el silencio. Amar y ser amado. Beso tu noche. Beso tu sueño y tiemblo… / Soñar, sí, que tocamos el centro del universo, infinito y rojo.” dice Manuel en “El silencio de la noche”. La amada es mar, es azul y río, es un ser químico y espiritual, es el amor como regreso al origen, como sueño o milagro en medio del caos y la belleza. Eternidad, sensualidad, un nido de equilibrio del que no quisiéramos regresar. Savia. El amor es la luz del infinito.
Pero Ulises no puede mirar solo un horizonte. La existencia es siempre búsqueda. Y el viajero sigue el camino machadiano y polvoriento que le piden las horas, porque se trata de vivir, de eso va esta historia agridulce. Somos tiempo. Invitación al baile al modo de Whitman. No perdamos ni un segundo. No dejemos que se escape como agua entre las manos. (Sólo se vive una vez, págs. 92-93, 94).

La pasión por la vida nos lleva a conocer otros mundos que acaso en esencia sean el mismo: México, la matria de la vida y la muerte, la amenaza sangrante del Popocatépetl es un vacío anunciado. Helados de mango, pulque, catrinas y tequila, un escenario surrealista a la luz de un farol. Cambio de rumbo, por si otros mundos tuvieran escondidas en su seno respuestas: Jerusalén. Dios entre alambradas. Lo absurdo de la existencia. Eros y Tánatos en medio de muros, pastores, velas y metralletas. Se hace necesaria la paz del desierto, huir de la sangre. Somos almas mestizas. El silencio. la mirada de un niño. Marruecos. Una joven lee tardes enteras hasta que comprende que debe empezar a leer de otra manera, entonces toma su mochila y empieza a caminar. El viajero comprende que el viaje, su viaje, siempre es un regreso, un eterno ir y venir del sueño al Noroeste. Aprender a volar sólo es cuestión de tiempo.




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