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viernes, 17 de mayo de 2019

Ilusión, vivencia y recuerdo de Túnez

(Recupero estos textos sobre Túnez, escritos en el face, y retocados ahora). 

Ahora, que esta a punto de acabar mi viaje por tierras tunecinas (me refiero al 23 de abril, día del libro en España. Y fiesta de la Comunidad de Castilla y León), siento cierta nostalgia (uno es de natural nostálgico, como me dijera una alumna de la Universidad de la Experiencia después de leer mi reciente obra, Del agua y del tiempo), porque es cuando tengo la impresión de empezar a conocer algo. Y esa impresión es buena en líneas generales. Esto de las líneas generales me ha quedado harto militar. Qué cosas me salen.

 
Sido Bou
Ahora, que el viaje está a punto de finiquitar, me entero de la muerte de Quico Porrón, nocedense que vivía en Bilbao, un hombre bueno, siempre con buen humor, quinto de mi madre, padre de Elena y Pili,
 tío de grandes amigos como Javi y Jose y Nina. 


Siento pena por no poder asistir a su entierro en Noceda. Y arropar a sus familiares. Y a vez siento nostalgia por dejar Túnez, donde me he sentido muy a gusto durante estos días de cirio pascual y nazarenismo, que se me han pasado volando.
Paz y amor en Sidi Bou


El tiempo vuela. Y eso me da vértigo. Como si me asomara a un acantilado, el acantilado del lago salado de El Jerid o Djerid. O a algún cañón sagrado como el de Midès. 

El vértigo de la belleza, como la que atesora el pueblo de Sidi Bou Saïd, con todo ese exotismo palmeral y marino, con sus casas blancas y el azul de sus puertas y ventanas. Una belleza comestible, una vez más, como un gran pastel tunecino.

Deliciosos los pasteles tunecinos, con su miel. Y la textura de su pasta. Me encanta su comida. Sus tayines, que no son como los guisos marroquíes, sino como tortillas de patata a la española. Tortillas rellenas de verduras, trozos de carne, patatas y queso. Exquisitas. Y los brik, que es como una empanadilla frita en aceite de oliva, hecha con masa hojaldrada. O la kamounia, que es como un gulash a la tunecina. Incluso las ensaladas, la meshuiya se me hace sabrosísima, hecha con tomates, pimientos, cebollas y ajo fritos, mezclado todo con atún, alcaparras, aceite de oliva. Y rociado con limón. Picantita. Exquisita. Para rechuparse los dedos.

Ahora, que se esta acabando el viaje, me siento como desinflado (hoy 17 de mayo, que vuelvo a retomar estos escritos, publicados inicialmente en el face, y retocados ahora para la ocasión, me entero de otro fallecimiento, el de Tino, el padre de Jorge y Olivia, y tío de mis amigos Javi, Jose y Nina. Joder, la muerte se ensaña de lo lindo). 

Tino era aún un hombre joven. Lo recordaré siempre con cariño. 

Hoy (pego un salto a atrás, es 23 de abril) he vuelto a la medina de la capital tunecina. Y también al M'rabet, que es un bar restaurante con varias terrazas, en el que uno encuentra paz al amor de un té a la menta. Por ejemplo. Se cuenta que la planta baja es una antigua zaouia o cofradía sufí del siglo XVI. 

Y me he trepado, como diría la mexicana Alejandra [con quien coincidiera en el viaje en tren de Túnez capital a Sidi Bou Saïd] a una terraza-restaurante, Panorama Medina café, enclavado en la Medina tunecina, desde donde la ciudad se despliega en un horizonte de blancura, con sus llamativos minaretes.
Desde terraza del Panorama Medina Cafè de Túnez Capital

Nostalgia, tristeza y también felicidad he sentido en el día de hoy. Con lo cual estoy como metido en una bomba emocional, que espero no estalle. Y mejor 
no hablemos de bombas, aunque sea en sentido metafórico, que estamos en un país situado a su vez entre dos países de armas tomar como Argelia (al oeste) y Libia (al sudeste). Ya parezco todo un lindero (quien marca las lindes, no me refería a lo guapo, a lo chido). 

Túnez, hoy he podido comprobarlo, es tal vez el país más liberal de todos los que pueblan el mundo árabe. Gracias Nermin por enseñarme tantas cosas de tu tierra, a la que espero regresar algún día, en algún momento. Aún no me he ido, pero ya casi me estoy yendo. 
Mañana todavía tendré tiempo de darme un garbeo y despedirme de la ciudad. Como se merece. O me merezco. Aunque las despedidas me enternecen. No llevo nada bien las despedidas. 

Ya de vuelta, en casa, después de varios días de danzarín, noto ese contraste de clima, de temperatura ambiental, entre Túnez y el Bierzo. En realidad, no nos separa tanta distancia, o sí, pero la diferencia en lo referente a lo meteorológico es notable. A uno le entusiasma el buen clima. Pero por fortuna en el Bierzo, en el útero, uno encuentra el calor humano, la temperatura afectiva adecuada. Y eso vale millones. Millones de dinares, pongamos por caso. 
En todo caso, tarda uno en volver a la realidad, la realidad cotidiana, aunque no debería quejarme, habida cuenta de que estos días aún serán de relax. 
Si es que uno es, en el fondo, un suertudo. Como me dijeran en los años noventa en México lindo y querido, durante mi estancia en el país azteca. Así que ahora rememoraré, con gusto, mis 'vacas' (arreando el ganado, es broma) por Túnez. Y eso me seguirá estimulando, nutriendo. Nutriendo espiritualmente. Por supuesto. 



Antes del viaje (con la ilusión del descubrimiento), durante el viaje (con la vivencia del momento presente) y después del viaje (con el recuerdo de los momentos vividos). Tres en uno. 

Pasado y presente hilvanados por la sonrisa de la memoria, de la memoria afectiva, que despierta y pone en funcionamiento todos los sentidos. Y el futuro, qué es del futuro. Ni los pitonisos ni adivinas son capaces de vislumbrar el futuro (aunque a algunos se les dé bien jugar con los futuribles como si fueran naipes trucados). 



Un viaje que me ha entusiasmado, la verdad. Y me ha dejado un regusto dulce y hermoso. Con el re-descubrimiento (no se cansa uno de descubrir y de sorprenderse) de un país generoso y tranquilo (aunque el turisteo andante y sonante tenga miedo a posibles atentados después de la revolución tunecina), con gentes amables, aunque siempre cabe la posibilidad, como en cualquier país del mundo, de toparte con algún capullo. Y cuando eso ocurre, no hay nada como largarse el farol de que uno vive desde hace un tiempo en Túnez (Tunis), como ya apuntara en otro post, dependiendo de la situación, del contexto, para que resulte creíble, lo que espanta, de un modo extraordinario, a posibles moscones. 


Cuando uno viaja, hay que andarse al quite, con mil ojos (sobre todo si uno es miope y astigmático, como es mi caso). 



Viajar, una vez más, te ayuda a confrontarte con realidades a priori diversas a tu propia realidad. 
Viajar te espabila y te orea el alma. 
Viajar, sobre todo cuando uno no se ampara en ninguna tropa ni rebaño, te hace salir de tu zona de confort. 


En realidad, salir al exterior, como Don Quijote en su recorrido por la España de la picaresca, los molinos, las posadas, las cuevas, praderas, montañas e ínsulas baratarias, te hace adentrarte asimismo en tu interior (en un proceso dialéctico de regressus y progressus, que diría el filósofo Gustavo Bueno, a quien siempre recordaré como un maestro, un profe extraordinario). 


Y de este modo, el viaje acaba siendo un viaje hacia uno mismo, hacia el interior, que siempre será exterior para quien sepa y pueda observarlo, microscopio en ristre, con la consiguiente transformación que uno experimenta. 
Una transformación en la que, casi de un modo inevitable, uno aprende y/o desaprende múltiples cosas. 
Sólo hay que abrirse al mundo. Poner en marcha todo el aparataje sensorial. Sentir, percibir. 
Y, como cualquier viaje, daría para escribir largo y tendido. 

De momento, me queda el azul marino de Sidi Bou Saïd, Sidi Bou, que paladeo con re-gusto. Y ese paseo por sus calles, por sus casas de blanco inmaculado (símbolo de pureza) y las ventanas y puertas de estas casas de color azul (símbolo marino), por sus cafés con vistas, como el archifamoso des Nattes. O bien el café Sidi Chabaane (café des délices), ambos con vistas hacia el azul comestible del mar, como sus bambalouni, que son como nuestras porras, bueno, las porras madrileñas.   



Sidi Bou, aunque está repleto de turistas y viandantes, me late un lugar realmente bello, con su vegetación exuberante de palmeras y buganvillas, que ha atraído a diversos artistas. Y sigue atrayendo a propios y extraños.
Sidi Bou tiene un algo del Chaouen o Essaouira marroquíes. O de las islas griegas. O de los pueblos blancos andaluces. 
Antiguo puerto de Cartago (del que sólo se conservan sus ruinas) por su proximidad. Y cercano de Túnez capital, a unos 20 Kilómetros. 
Se llega en nada y menos desde la estación de tren TGM, y cuesta una miseria. 
Un privilegio al alcance de cualquiera, que viva en la capital tunecina. 
Un auténtico paraíso, con un clima maravilloso. 
Hasta el siguiente... destino. 

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