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lunes, 11 de septiembre de 2017

En la ciudad blanca, por Elba Casado

Me alegra que Elba Casado haya compuesto este relato viajero, que se ha publicado, en La Nueva Crónica, ayer domingo 10 de septiembre. Y que forma parte de los cursos que imparto de escritura en la ULE desde hace ya varios años. Y que antes lo hiciera en la titulación de cine, a principios de los 2000. Te felicito, Elba. 


En este relato viajero, su autora, Elba Casado, nos lleva de la mano por una ciudad oriental, haciéndonos percibir y sentir un mundo multicolor, impregnado de aromas y sabores, que acaban hechizándonos.

             (Manuel Cuenya)

  “Un viaje se vive tres veces, cuando se planea,  cuando se disfruta y cuando se recuerda...”. La cita  estaba   escrita,  entre I loves y desamores,  en la puerta del baño de un bar de carretera, esos que se visitan  sólo para aliviar la vejiga y que  forman parte  del comienzo de  un  viaje, mientras se estiran  la piernas.
La cita atizó mi cabeza y recordé que era  una chavalina  cuando llegaron a mi pueblo los primeros  pakistaníes,  y aunque mi pasión por Oriente ya venía de antes, ver in situ los caftanes de seda bordados con hilo multicolor y los  vaporosos velos  llenos de abalorios,  que cubrían  los rostros de esas mujeres,  hizo que mi imaginación  volara  de nuevo  hasta  el mundo de las mil y una noches. Y allá que volé con los cinco sentidos.
Creyéndome Sherezade, puse  rumbo al reino Hachemita,  en el tiempo en que  su vecina Siria  era ya devastada por el horror de la guerra  y donde  miles de palestinos vivían exiliados bajo la hospitalidad  del país jordano.
Mi primera parada fue  Ammán, situada  sobre siete colinas como la eterna Roma.  Ansiosa, me adentré en la urbe y, entre minaretes que atravesaban la calima  de un cielo ocre, comencé a vivir mi aventura.

 Bajo un sonido enlatado y  escalofriante, el muecín repetía su letanía, que  penetraba  en mi mente como un mantra, un  mapa sonoro que me  acompañó varias veces al día  mientras  descubría  la ciudad.   Entorno a  La Gran Mezquita de Hussein -que los oriundos consideran como su casa-, la ciudad bulle  entre  estrepitosas bocinas y  ensordecedores motores de un tráfico incontrolado,  que se mezcla con las animadas y concurridas  tertulias de los lugareños, quienes  gozan de la vida  callejera, alrededor de los zocos.
Recorrer sus calles  me   sumergió  en  el caos y el exotismo de la capital,  las tiendas exhibían  sus mercancías  en  la calle: perfumes, frutos secos, especias… y sobre todos unos maniquís de infarto, que  me impactaron en plena acera, con sus últimas novedades, olores y colores se fundían en un mismo espacio. 
Allí busqué   la magia  de  mujeres  vestidas  con   coloridos caftanes , pero el  mito  sólo colgaba  de los  tenderetes  del Hebrón Bazar,  como lo  hacen los  trajes de sevillana, en nuestras  tiendas de recuerdos.  A decir verdad, la indumentaria de los jordanos  se me antojó  mustia, poco colorida, pero muy variopinta. Me resultó  placentero  observar sus  atuendos   en la vorágine  de la avenida  Al-Hashimi:  mujeres con cabezas envueltas en  pañuelos blancos, negros, o estampados, cubiertas con holgadas  túnicas,  que les cubrían los  brazos y las piernas, o bien embutidas en  jeans y ataviadas con largas y ceñidas  camisas, o portando   burkas  a la vez que  bolsos de Gucci y Louis Vuitton  con el fin de  darle un toque de distinción a sus ya de  por sí  impactantes  atuendos. En los  hombres  también aprecié contrastes en su forma de vestir, pues era habitual verlos con  camisolas hasta las rodillas, y  túnicas  blancas hasta los pies. Aunque algunos se decantaran  por el pantalón y la camisa  occidental,  exhibían con orgullo la  Kufiyya, el típico  pañuelo ajedrezado,  rojo y blanco, que  llevan  puesto  de múltiples maneras, luciendo coloridos y exóticos. 
En medio de aquel espectáculo sensorial, me llamó la atención un garboso  joven, con cabello  negro, ensortijado,  que  me invitó a entrar en  su tienda de perfumes. Su  minúsculo  local estaba colmado de frascos, como en una botica de antaño: un surtido de  alambiques  y  esencieros  de cristal, de todos los tamaños y colores, que parecían salidos del cuento de Aladín, me cautivaron. Los aromas a  rosa, azahar, lila, vainilla y romero impregnaban el ambiente. Sentí que mi olfato ya no era capaz de asimilar tanto efluvio, pero me dejé  invadir por los perfumes y la sugerente voz de Mohammed, que así dijo llamarse el atractivo desconocido. Sus facciones estaban perfectamente encajadas sobre su tez canela y sus carnosos  labios perfilaban una  pícara sonrisa que ruborizaron mis mejillas.  Sutilmente, su torso cubierto por una  vaporosa camisa blanca, se aproximó al mío mientras  sus  ágiles   manos rozaban el contorno  de mi rostro  cuando deslizaba las muestras de los perfumes  sobre el surco de mi labio superior. Con el pulso acelerado y enardecida,  temí que sus   vivarachos ojos,  clavados en mis pupilas,  adivinaran  mi  repentino deseo. 
Me dejé seducir por el enigmático momento y  salí de la tienda  hipnotizada con  un frasco de   musk de Jazmín, que aún hoy  me devuelve a ese tiempo tejido de sorpresas  y excitantes hechizos.   
Después de aquel arrebatador encuentro,  y embriagada por la fragancia  que impregnaba mi cuello,  decidí abandonar   la vorágine urbanita. La  luz era blanca y cálida en ese momento,  propicia para  visitar la ciudadela, situada  en lo alto de la colina Jebel Al Qala’a. Supuse que su  localización, en pleno corazón de Ammán,  haría más fácil mi orientación visual. Y allí que me dirigí.
En  medio de sus imponentes vestigios  romanos y omeyas,  que  empequeñecen  cualquier ambición arquitectónica  actual, la  panorámica de la ciudad  se  desplegó  ante mí como un auténtico  escenario bíblico:   cientos de edificaciones de pequeña altura, carentes de  tejado   y cromáticamente idénticas,  colgaban  de las colinas  en  un giro de 360 grados que consiguió mimetizarme  con  el entorno.
La suave brisa soplaba sobre mi nuca, mientras mi mente se perdía en aquella estampa laberíntica,  digna  de una colosal colmena. 
 A los  pies de la ciudadela, en pleno centro de la misma,  descubrí el Teatro Romano  cual si se tratara  de  una dentellada en la ladera. Desde  aquella  elevada altitud, en la que me hallaba, el teatro  semejaba un   gran  abanico de piedra desplegado.  Inicié mi descenso de nuevo  hacia  el corazón de la ciudad a través de empinadas escaleras  y estrechas callejuelas, que emanaban un agradable frescor, lo que ayudó a enmascarar   un fétido  olor a cloaca  procedente de las alcantarillas.
El entramado de calles  me condujo  a  la emblemática plaza Hashemite,  un lugar  bullicioso  y vivaz, una plaza  repleta de cafés y puestos callejeros con olor  a hierbabuena, cardamomo, y fruta madura. Con el  fin de   calmar el cansancio, además de  la rojez de mi cara y aún más de  mi  vejiga,  decidí descansar en  uno de esos cafés  con los que me iba  tropezando y  elegí uno  al azar.
 Después de  ascender cuatro pisos,  por unas roñosas escaleras que rechinaban a cada peldaño, las cuales me hicieron recular en algún momento, llegue a un cafetín. La puerta  estaba  abierta y de ella salía  un  empalagoso olor a vainilla y  fresa,  que  sacudió mi pituitaria, después del sofocón de la subida.
Dos ventiladores del techo mitigaban aparentemente  el soporífero calor de esa ya avanzada  hora de la mañana. De las paredes colgaban  varios tapices  con dibujos de camellos y desiertos con castillos, incluido el elegido por Laurence de Arabia como refugio. El  mobiliario  era  envejecido a la vez que se mostraba  descuidado, salvo una robusta estantería, que estaba detrás de la barra,   en cuyos estantes  se mezclaban  frutas, tabacos, pasteles y refrescos, protegidos  por una gran   mano de Fátima, amuleto contra  los malos espíritus. Un grupo de jóvenes, que  conversaba mientras compartían una shisha, era la única clientela. El camarero, achaparrado, con  rostro gentil, y  un poblado bigote, me invitó a salir a la terraza.  En mi imperfecto inglés,  entendí que allí estaría más cómoda.  El hombre tenía razón, esa parte del cafetín, provisto de sillones mullidos, era  un palco de honor con vistas al teatro y a la concurrida plaza. Una  tímida brisa intermitente que me hizo revivir. Le pedí, emocionada, una cerveza a Abdul, que así se llamaba aquel risueño hombre, quien me recordó  que en la ciudad vieja no era fácil encontrar alcohol. A falta de cerveza, me tomé un sabroso granizado de menta. Y Abdul, hospitalario y parlanchín, me obsequió con un dulce caliente, llamado Knafeh, una delicia rellena de queso y pistacho, un sabor inolvidable y sorprendente.
Me despedí  de mi  gentil cicerone y continué camino, sin mapa, siguiendo el flujo de la gente. El blanco roto de las casas le atribuye a Ammán el merecido nombre de ciudad blanca, según me contara Abdul, a pesar del dantesco entramado de cables, que cruza las calles y recubre las fachadas aminorando  el fulgor.
Un zoco de frutas y verduras, un auténtico bálsamo para los cinco  sentidos, abrió mi apetito. Y me fui directa a un pequeño restaurante, donde me dejé tentar por las delicias jordanas. Una foto del Rey Abdala y la Reina Rania, colgada de la pared, mientras disfrutaba de los manjares del restaurante Hashem, hizo que casi se me atragantara el cordero con salsa de yogur. Después de ese pequeño percance, seguí deambulando sin rumbo, dejándome  sorprender  por los encantos de la vieja Ammán  donde el tiempo parecía haberse detenido.
El Asr, la tercera  llamada a la oración, antes de la puesta de sol, me ayudó a reflexionar acerca del sentido espiritual de la vida. Y aquel mapa sonoro me invitó a volar a la imponente mezquita azul.
A medida que caía la tarde, resplandecían, mortecinos, los faroles y las bombillas de colores que iluminaban los zocos. El musk de jazmín, adherido a mi piel, me había trastocado. Estaba hipnotizada. Por instantes, sentí que no quería abandonar nunca aquella ciudad blanca.





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