Los colores del tiempo, como se ha traducido al español, o bien La venue de l’avenir (2025)/La llegada del futuro, es una película deliciosa, que he podido ver con motivo del ciclo de cine que he tenido a bien presentar en los cines Van Gogh de León (esta película hace ahora poco más de dos semanas).
La manía de cambiar los títulos de las películas en las traducciones de un idioma a otro no me hace gracia, tampoco ver las películas dobladas porque se pierde parte de su esencia, pero qué se le va a hacer, en España estamos habituados a los doblajes, que nunca podrán ser mejores que la versión original, queda dicho.
Se trata de una película dirigida por Cédric Klapisch, al que recordamos por su Una casa de locos (2002), en realidad L’auberge espagnole, que cuenta la historia de un joven estudiante francés, gracias a una beca Erasmus (qué tantos recuerdos me trae porque también uno estuvo como Erasmus en Francia), se va un curso a Barcelona, donde comparte piso con otros jóvenes estudiantes de diferentes nacionalidades.
El guion de Los colores del tiempo/La venue de l'avenir, película que se estrenó en el festival de Cannes, está escrito por el propio
Klapisch y su habitual colaborador Santiago Amigorena, de origen argentino nacionalizado francés. Esta obra me
ha parecido un delicioso viaje en el tiempo y en el espacio a través del arte interpretado por la
actriz y guionista francesa Suzanne Lindon, que le da vida a Adèle, una joven de
finales del XIX cuya historia se entrelaza con la de sus familiares contemporáneos, unos primos suyos lejanos.
Los
colores del tiempo se mueve en dos líneas temporales, la de Adèle, que deja su preciosa Normandía natal en busca de su madre en la deslumbrante París de la Belle Époque; y
la de sus descendientes, los cuales se reencuentran en torno a la
casa familiar un siglo y pico después, en la época actual.
¿Qué tiene que ver el París de la Belle
Époque con el París actual? Tal vez más de lo que a priori podríamos creer,
porque el París de finales del XIX ya se nos muestra como una ciudad moderna,
aunque a buen seguro no tan apresurada como la de nuestra época.
En todo caso, su director Cédric
Klapisch, el cual ha dicho que todo
cambia siempre, pero en realidad nada cambia nunca, transita por ambas dimensiones temporales con cierto
humor, lo cual hace me recordar al cine de Woody Allen (algunos críticos han
llegado a señalar cierto parecido con Midnight in Paris), del que es un
estudioso y apasionado, como podemos ver cuando, a través de una experiencia
psicodélica/psicotrópica con la ayahuasca, los personajes del presente viajan al
pasado. De este modo, se logra que pasado y presente se
tejan con un mismo hilo, que nos habla de los familiares de una joven Adèle (un personaje bien construido) que descubre la
Ciudad de la Luz en una época esplendorosa en la que surge el cine, comienza a ser conocida de forma popular la fotografía y los pintores abandonan el realismo de la pintura (porque no pueden competir con una cámara fotográfica) y se centran en la luz, el movimiento y los colores, como hacen los impresionistas, entre ellos, los nenúfares de Monet en el museo de L'Orangerie (la
estética impresionista impregna todos los cuadros fílmicos en la parte del
pasado). Sobresale la fotografía de esta película con el uso expresivo de la luz, con su significado simbólico, que nos muestra los momentos clave de la vida de la protagonista. Resulta emotiva la escena del reencuentro entre Adèle y su madre Odette cuando la hija descubre la vida que lleva su madre en París.
Me fascina la puesta en escena de esta comedia impresionista, artística, donde son tan importantes los pintores, los fotógrafos, los cineastas, quienes, a través de su arte, han logrado transmitirnos sus emociones, sus reflexiones, su modo de entender el mundo.
En realidad, Klapisch, a través de esta trama coral, está rindiendo homenaje a los artistas, a quienes pintaron, fotografiaron o filmaron en otra época, esenciales para entender el arte de nuestros días. Y a la vez nos hace reflexionar sobre el arte y las nuevas tecnologías a través de los jóvenes personajes de Anatole (pintor) y Lucien (fotógrafo), que confrontan la longevidad de sus respectivas profesiones. Lucien está convencido de la desaparición de la pintura en aras de la fotografía; en cambio, Anatole cree que la pintura pervivirá y/o convivirá con la fotografía, al igual que el cine aprenderá a buen seguro a convivir con otras tecnologías.
En términos cinematográficos me quedo
con la recreación artística, poética, del pasado de la película, si bien los personajes del
presente resultan curiosos en su intento por desentrañar el legado familiar de
Adèle. 
Impresión, sol naciente, de Monet
Resulta harto difícil mirar hacia adelante si no se mira al pasado, porque somos lo que somos gracias a la memoria, a lo que recordamos, tal vez porque la vida no es la que uno vivió, como nos dijera García Márquez, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla. Y contar es vivir dos veces. O como dice Klapisch: el pasado es importante para el mundo de la cultura y la vida de cada uno porque "nutre las creaciones presentes y actuales para poder avanzar... es absolutamente necesario recordarlo”, asegura el director de Los colores del tiempo, que se plantea la "necesidad de sentir, de crear lazos y de reinventar la mirada sobre el mundo" (como hace también el cine de Wenders), en este caso a través de un viaje familiar que es asimismo una metáfora de la propia Francia, “producto de siglos de historia, de oscilaciones entre el respeto a la tradición y la obsesión por la modernidad”.

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