La catarsis
La catarsis, como su propio título indica, hace referencia a la purificación, liberación, transformación interior que sufre la autora a raíz del coronavirus. Un relato cargado de autobiografía que le permite a su creadora mostrarnos sus pensamientos, sus sentimientos, sus sensaciones, sus sueños, que antes son pesadillas, su experiencia en definitiva en un hospital en el que permanece sumida en un estado lleno de confusión e incertidumbre
(Relato del Taller de Escritura que imparte Manuel Cuenya en la Universidad de León)
TRÁNSITO GARCÍA ESTÉBANEZ
De
repente me encontré, a los pies de la cama, a alguien a quien identifiqué como
Consuelo, mi clienta más antigua, ¿era ella en realidad? La veía menuda,
bajita. Y me hablaba con un tono de voz agradable, suave. Recuerdo que me preguntó si me encontraba bien. Me miraba con atención. Sus manos eran frías y suaves, su tono
de voz pausado, calmado. Olía a
limpio, a rosa mosqueta. Pero
aquella mujer no era Consuelo sino una doctora, la que estaba siguiendo mi
cuadro clínico. Qué curioso, y
yo sin enterarme.
Confusa,
por asegurarme qué estaba ocurriendo en realidad, le pregunté que quién era, y por segunda vez me
dijo que era la doctora que me estaba haciendo
el seguimiento; me
informó que llevaba
tres días ingresada, con fiebre muy alta, tenía más de 39 grados de temperatura. Sentía un
intenso dolor de cabeza, como una cinta negra que estrujaba mi cabeza, un dolor que seguía
persistiendo a pesar del
tiempo. Me indicó que había estado delirando,
soñando, gritando, por eso me había quedado sin voz; estaba
siendo medicada a través de una vena, y la aguja se situaba en la cara externa
de la mano izquierda, la sensibilidad en esa mano era inexistente, y, sin embargo, después de que ocurriera aquel ingreso,
aun hoy, me sigo acariciando la mano y siento aquel recuerdo, aquel
momento sigue grabado
para siempre en mi memoria.
Apenas podía hablar, tampoco podía leer, ni caminar, y el intenso sonido del oxígeno, que estaba funcionando día y noche, era una gran molestia, por la noche era persistente, machacón, insoportable, y sin embargo era el oxígeno el que me estaba sujetando a la vida.
Al
día siguiente, la doctora volvió a entrar en la habitación, y me saludó amablemente. Por mi parte,
había estado reflexionando durante todo el día acerca de aquella visión que había tenido con mi
clienta Consuelo, a los
pies de la cama, que me
parecía, una vez más,
que me hubiera estado velando como mi ángel de la guarda. Había pasado todo un día en
silencio y en soledad, con cierta sensación de paz. Le pedí disculpas a mi doctora por
haberla confundido con mi amiga. La doctora me dijo que eran normales
aquellos efectos, tan característicos
de la fiebre, que también
era habitual ver o soñar cosas que no tienen mucho sentido, pero
que sin embargo están en nuestro subconsciente.
Empecé
a recordar lo vivido durante esos
tres primeros días, inmovilizada, con fiebre, con un intenso dolor de
cabeza. De los mil
cuatrocientos cuarenta minutos que tiene el día, solamente catorce
minutos estaba acompañada por personal, entre ellos un limpiador de
habitación, un enfermero, una médica, un sacerdote, un radiólogo, los cuales acudían a la
habitación, enfundados, tanto el
rostro como el resto del cuerpo, en dos o tres capas de protección.
Recuerdo
un sueño harto sorprendente,
que, al igual que la
aparición de la doctora a los pies de la cama, me pareció bastante
surrealista. En este sueño estaba haciendo una prueba y
tenía que acertar sumas de números, primero sencillas y luego complejas,
las sumas eran reales, tres más tres, cinco más doce, y, cada vez que me equivocaba, alguien me lanzaba un cojín o almohadón, yo quería parar, pero no podía, las sumas se
agolpaban y las equivocaciones me golpeaban; entonces, cogí uno o dos
cojines y los deshice y empecé a confeccionar un bolso, mientras seguía
respondiendo sumas al tiempo
que me equivocaba constantemente. En el instante en que sentí como si las
almohadas me ahogaran, una persona, a la que no logro ponerle rostro, empezó
a tirar de mí por uno de mis
brazos hacia un extremo, y fue en ese momento cuando aparecieron
cuatro personas desconocidas que tiraban de mí hacia el otro lado. Justo en ese preciso momento
me vino a la mente una
viñeta, y me puse a gritar hasta que logré despertarme, eso sí,
quedándome sin voz, ¿real
o ensoñación?
Nunca
había recordado un sueño tan
nítido antes de aquel día, ni nunca he vuelto a
recordar un sueño tan intensamente como ese, durante todo este tiempo. Los días
siguientes los pasé en soledad, en silencio, ante la imposibilidad de
leer o hablar; no obstante, estuve ejercitando los cinco sentidos,
oliendo el hospital, así como la comida que me traían, y la que me enviaban por
fotos a través del Wasap de mis hijos, que también estaban confinados
en casa, aunque eran asintomáticos; observando la habitación, la ausencia
de adornos y la esencialidad de lo que allí había; tocando mi vía, pinchada en
la parte superior de la mano, la que me medicaba, la que me procuraba
alimento y curación; escuchando y buceando sobre todo en mi interior, lo que me
permitió desbrozar mis excusas, amar mis logros, aceptar mis fracasos y
plantear algún reto, eso sí, si conseguía el alta. Me pesaban las horas en
soledad, en silencio, con el único ruido de gorgoteo del oxígeno, y los sonidos
de actividad de los sanitarios en los lejanos y alejados pasillos, pues, aunque
la distancia entre la habitación en que me hallaba y el pasillo distaba apenas
de dos metros, a mí me parecían apartados. La inmensidad e intensidad de
las horas me devoraban, algunos días no podía contener el llanto, si bien las
vías respiratorias se atascaban y ni siquiera me permitían llorar como hubiera
deseado. Tras mis meditaciones, acerca de mis logros y fracasos vitales,
encontré un punto de inflexión, sentí que por momentos abandonaba la vida.
Estaba realmente tensa. Y, cuando ya pude hablar un poquito, transmití cariño,
alegría y agradecimiento a quienes se preocupaban por mi situación. Si
lograba salir del Hospital, pensaba, me propuse un solo reto, un deseo que
siempre había relegado, que era aprender a escribir de un modo creativo, con el
objetivo de contar mis experiencias y sentimientos. Sentía la imperiosa
necesidad de realizar una catarsis, en la que afloraran mis pensamientos, anhelos,
sueños.
Con
el transcurso de los días, comencé a sentir una ligera mejoría, lo que me
permitió el poder leer, entonces, tuve la impresión de que era la primera vez
que encaraba la lectura. Olía y acariciaba cada página del libro. Y este olor y
tacto a páginas me reconfortaba enormemente y me hizo ilusionarme de nuevo con
volver a viajar, y sobre todo con relativizar lo que me estaba ocurriendo;
“estable pero impredecible”, me decía mi doctora, lo que me daba aliento para
poder seguir, para poder comunicarme durante más tiempo con mi familia, con mis
amigos. Tuve una sensación extraña, la de perder algo a la vez que también
creía ganar algo, el de enfermar por una parte y curar el alma por otra.
Aquella visión en la habitación, en la que no reconocía a la doctora como tal, me sigue asaltando. Y a veces creo que no sé ni dónde me encuentro. Con la doctora, eso sí lo recuerdo, tuve conversaciones amenas, alegres e interesantes, incluso me confesó que, en más ocasiones, le había ocurrido que la confundiesen con otra persona.
Este recuerdo sigue vivo e inalterable, aún hoy, después del paso del tiempo. Pero la vida me ha sonreído hasta ahora, sintiendo la misma paz que me procuró mi doctora a la que confundí con Consuelo, mi ángel amigo, que logró contagiarme su positividad, su optimismo. Entonces, se me ocurrió una frase que se le atribuye a San Agustín: “ama y haz lo que quieras”. Así que seguiré amando y soñando.
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