Vistas de página en total

martes, 19 de julio de 2016

Y ella se fue

Relato publicado en La Nueva Crónica el pasado domingo, cuyo título es Y ella se fue, correspondiente a mi alumna Noemí Brañas. 

La autora de este relato, a través de la voz de un hombre, nos introduce en un mundo de pesadilla, donde no es todo lo que parece.


 Noemí Brañas

Aquel  era un día  gris, plomizo y oscuro como una gruta cavernosa. Caían del cielo unas gotas en ‘caracoladas’, que eran frías como el hielo  y que impactaban con la fuerza de miles de puños furiosos. Yo caminaba mojado hacia casa, porque mi paraguas hacía rato que se había volteado en  un intento infructuoso por repeler el viento. Helado y calado hasta los huesos, me esforzaba por caminar con mis fuerzas menguadas en medio de aquel caos. Después de hacer aquel recorrido, abrí la puerta del portal, subí  las escaleras, y entré en mi hogar. Me quité  la ropa mojada y me puse inmediatamente  mi suave y calentito pijama, además de mis cómodas y acolchadas pantuflas, mientras tanto los rayos, que veía a través de la cristalera del salón, seguían cayendo sin control. En medio de aquel festival de truenos, la soledad me atenazaba y  multiplicaba por mil aquella  sensación de aislamiento.

Maribel, mi mujer, no estaba en casa, la había llamado por teléfono aquella tarde para decirle que llegaría pronto después del trabajo, pero no había dado señales de vida y me pareció bastante raro. Me recliné en el sofá y me cubrí con una manta hasta la nariz, mientras leía  unas líneas, cuando de repente se fue la luz.  Como pude me acerqué hasta el interruptor  y lo accioné, ¡pero nada! Desanimado,  volví  a mi sofá…
“¿Era ya por la mañana?”, me hice esta pregunta de forma muy vaga mientras me levantaba. Pero mi mujer aún no había llegado a casa y, por más que veces que la llamaba, mis desvelos eran inútiles. Ella tenía el teléfono móvil apagado y no recibía mis llamadas.
Me vestí rápidamente y con gran nerviosismo me dirigí a mi trabajo. Fue una mañana dura, con el  jefe taladrándome la sien durante toda la jornada. Aproveché mi momento de descanso en el trabajo para salir a tomar algo a un bar cercano, pero, en lugar de  coger  la calle de la izquierda, como lo hacía de modo habitual, elegí  el camino de la derecha sin saber por qué. Doblé  la esquina y  me topé, en la oscuridad, con un hombrecillo que, agazapado, pedía monedas. Lo esquivé sin apenas prestarle atención y, al hacerlo, tuve que rebasar la acera y salirme un poco hacia el arcén pues el paso era muy estrecho.  En aquel momento un coche, a toda velocidad, estuvo a punto de atropellarme, pero me salvé aunque sí acabé tropezándome con el mendigo, que  me  gritó lleno de cólera: “¡seguro que tu sombra está maldita, animal!”.  En ese momento, no fui consciente de que aquellas palabras serían una premonición de lo que iba a ocurrir, como si en realidad aquel pobre hombre fuera un profeta iluminado.
Me levanté rápidamente, me disculpé con mendigo  y entré en el primer bar que encontré y, cuando  todavía  no me había  tomado mi café, recibí una llamada de mi mujer diciéndome que me abandonaba  por un viejo ligue de juventud, y sin más explicaciones me aconsejó  que me buscase  algún sitio donde dormir, que en breve me llegarían los papeles del divorcio. “¿Cómo he llegado a este escenario? No lo entiendo”, me preguntaba. Me veía viviendo en un sucio agujero mientras ella se llevaba nuestro perro, nuestra casa y todo lo demás.
Intenté contactar de nuevo con mi mujer, le dejé mensajes en su contestador de móvil, visité su puesto de trabajo y pregunté por ella.  Pero alguien me dijo que aquella mañana no había ido a trabajar. Regresé a la que todavía consideraba ‘nuestra’ casa, esperando encontrarla, pero todos mis intentos fueron en balde,  así  que contraté los servicios de un detective privado, quien, después de un tiempo de investigación, me informó de que mi mujer se relacionaba con el jefe de una banda mafiosa, que era imposible dar con su auténtico paradero.
De la noche, intentaba conciliar el sueño sin conseguirlo. No lograba apartar la premonición de aquel viejo, quien me pidiera unas monedas en la calle, y me gritara “que mi sombra estaba maldita”. Las palabras de aquel chalado se habían instalado en mí cómo una invitación a la perdición. Y, mientras  sentía escalofríos, me preguntaba si  yo tendría algún demonio metido en el cuerpo, que me procurara tanta desgracia en tan poco tiempo. Desesperado,  empecé a frecuentar los garitos de mala muerte en los que  se movía la banda mafiosa, con la esperanza de encontrar y aclarar la situación con mi mujer Maribel.
Continué con mi investigación, caminé en su búsqueda por unas calles desiertas, sentí que algo iría mal aunque intentara quitarme aquel augurio de la cabeza, de repente algo o alguien me estaba esperando entre la oscuridad. Sentí aquella  presencia. Apreté el paso. Aquel barrio no parecía nada recomendable. Aquellas casas sin luz, viejas y oscuras, presagiaban alguna desgracia, “mi sombra maldita”, recordé. Hasta que un tipo se abalanzó sobre mí. En realidad, no era uno sino tres aguerridos hombres quienes me agarraron, me inmovilizaron y me empujaron hacia al fondo de una furgoneta.
Recibí una monumental paliza, sentí que me habían roto, al menos, un par de costillas, me faltaba el aire. Maniatado y con una venda en los ojos, la furgoneta comenzó a viajar a toda velocidad hasta que se detuvo. Entonces, me hicieron bajar y caminar  a empujones. Alguien me quitó la venda y me  habló. Una potente luz me daba directamente en los ojos, que me resultaba muy molesta. No lograba reconocer los rostros desdibujados  de mis secuestradores, sólo sentía que me zarandeaban y que alguien gritaba mi nombre con insistencia: “Antonio, Antonio”. Sentí el corazón en la garganta, las sienes palpitándome, hasta que por fin, confundido y aterrado, reconocí, entre brumas, el rostro familiar de mi mujer, lo que me hizo lanzar un grito de alegría, que a ella le asustó. “¿Pero qué te ocurre, Antonio? Acabo de llegar a casa y no paras de gritar”, me dijo. En ese preciso instante, me di cuenta de que una potente luz, que me llegaba desde una lámpara, que habíamos colocado junto al sofá, me estaba iluminando el rostro de pleno. Un libro, con las hojas desparramadas, estaba tirado sobre la alfombra del salón. Entonces, recordé que había llegado a casa empapado a resultas de la tromba caída durante aquel día.


No hay comentarios:

Publicar un comentario