Qué comience el espectáculo. Barajas está que se sale, sobre todo para este individuo de campo, de aldea, que no coge un vuelo desde antes de la pandemia. Una auténtica romería, cual si se tratara de la fiesta en honor a la Virgen de las Chanas y San Roque en mi pueblo. Vaya comparación, Santo Dios.
Qué la suerte nos acompañe durante esta travesía.
Esto escribía en mi muro de Facebook antes de embarcar rumbo a Túnez en la compañía Tunisair, que funciona de aquella manera, como se dice ahora, con retrasos constantes y sonantes, como me contaba también Mari Carmen, viajera de Cádiz, residente en Madrid, con quien charlé a la vuelta de mi viaje a Túnez, en este caso en el aeropuerto de la capital de este país, al que ya he viajado, con ésta, hasta en cuatro ocasiones, creo recordar, aunque la primera vez no cuente mucho porque fue un viaje organizado y apresurado. Bueno, sí que conservo recuerdos de aquel primer viaje, creo que lo hice en 2007, y algunos recuerdos magníficos, sobre todo de alguna gente con la que compartí el viaje, como un viajero vasco y aun otra viajera, que viajaba con su marido y sus hijos, con la que hice buenas migas. A medida que transcurre el tiempo, los recuerdos se difuminan, aunque hay otros que permanecen en la recámara del subconsciente con cierta nitidez. Aquello que se graba en la memoria afectiva, permanece de un modo irremediable. El resto se va diluyendo.
Pues sí, el aeropuerto de Barajas, antes de salir hacia Túnez, parecía una romería. Y eso que estábamos y aún estamos en pandemia, lo que no le impide al personal el viajar, por fortuna, aunque haya que pasar mucho control, con PCR en mano, negativa, claro está, además del certificado de vacunación. Y, para no variar, Tunisair ya salió con una hora de retraso sobre el hora prevista a las 23h 35, de modo que cuando llegué al aeropuerto de Túnez ya debían dar las dos y media de la madrugada. Si eso añadimos las colas que se producen en los controles y todo eso, cuando salí del aeropuerto debían ser las tres y media de la madrugada.
Por fortuna, había reservado hotel para esa noche (Les Ambassadeurs, que queda al lado del parque Belvedere). Y allá que me fui después de negociar el precio de carrera con un taxista, al que le acabé dando su propina, o sea, lo que en un inicio me había pedido. Total, tampoco uno se va a poner pobre por eso, y al tipo le hizo ilusión y le permitirá a buen seguro sobrevivir mejor, al menos esa noche. La llegada al hotel, puesto que el aeropuerto tampoco queda lejos, debió rondar las cuatro de la madrugada, con sed lobuna (me refiero a mí mismo), aunque la compañía nos había procurado la cena, la mía y la de mi acompañante, una chiquita tunecina, amable, aunque poco comedora, que tomó nada y menos de su cena, dejándomela a mí.
Bueno, mi pastelito se lo cedí a ella, qué menos.
Lástima que su padre era militar y no podía, por ser militar, acercarme al hotel. Eso me dijo su hija. No obstante, me lo presentó a la salida del aeropuerto y el propio militar me ayudó para que el taxi saliera más económico, aunque, como ya había anticipado, al final me compadecí del taxista y le di la guita que normalmente ponen como tarifa de noche, que resulta disparatada si la comparamos con la de una carrera de día, contador en ristre. Pero es lo que tienen los viajes, la vida misma, que a veces se gana y a veces se pierde. Hay que estar a las duras y a las maduras, como suele decirse. El asunto es que llegué sano y salvo al hotel y cuando quise acostarme eran las cuatro de la madrugada. Hora intempestiva. Que no me impidió madrugar al día siguiente, a las pocas horas, para levantarme a desayunar y ponerme ya en marcha. Ese mismo día, después de darme una vueltecica por la ciudad y comprar una tarjeta tunecina para el móvil, lo que facilita la tarea de hablar por teléfono, vi a una buena amiga de Túnez, que se portó bien amable. Y a partir de ahí comenzó la aventura tunecina. Continuaré con el relato.
Por fortuna, había reservado hotel para esa noche (Les Ambassadeurs, que queda al lado del parque Belvedere). Y allá que me fui después de negociar el precio de carrera con un taxista, al que le acabé dando su propina, o sea, lo que en un inicio me había pedido. Total, tampoco uno se va a poner pobre por eso, y al tipo le hizo ilusión y le permitirá a buen seguro sobrevivir mejor, al menos esa noche. La llegada al hotel, puesto que el aeropuerto tampoco queda lejos, debió rondar las cuatro de la madrugada, con sed lobuna (me refiero a mí mismo), aunque la compañía nos había procurado la cena, la mía y la de mi acompañante, una chiquita tunecina, amable, aunque poco comedora, que tomó nada y menos de su cena, dejándomela a mí.
Bueno, mi pastelito se lo cedí a ella, qué menos.
Lástima que su padre era militar y no podía, por ser militar, acercarme al hotel. Eso me dijo su hija. No obstante, me lo presentó a la salida del aeropuerto y el propio militar me ayudó para que el taxi saliera más económico, aunque, como ya había anticipado, al final me compadecí del taxista y le di la guita que normalmente ponen como tarifa de noche, que resulta disparatada si la comparamos con la de una carrera de día, contador en ristre. Pero es lo que tienen los viajes, la vida misma, que a veces se gana y a veces se pierde. Hay que estar a las duras y a las maduras, como suele decirse. El asunto es que llegué sano y salvo al hotel y cuando quise acostarme eran las cuatro de la madrugada. Hora intempestiva. Que no me impidió madrugar al día siguiente, a las pocas horas, para levantarme a desayunar y ponerme ya en marcha. Ese mismo día, después de darme una vueltecica por la ciudad y comprar una tarjeta tunecina para el móvil, lo que facilita la tarea de hablar por teléfono, vi a una buena amiga de Túnez, que se portó bien amable. Y a partir de ahí comenzó la aventura tunecina. Continuaré con el relato.
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