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miércoles, 10 de agosto de 2011

Libro-homenaje al profesor Justo Fernández Oblanca

Aunque la presentación de este libro me pilló en Priego (inolvidables días en este pueblecito de Cuenca), si bien ya le había dedicado unas palabras al entrañable Justo, ahora quiero volver a obsequiarle esta entrada. 

El 14 de julio del pasado año, mi amigo Carretero me comunicaba la terrible noticia de la muerte de Justo. Y a partir de este hecho me brotó el siguiente texto, que conforma este libro conjunto, coordinado por mi estimado Chema Santamarta, amigo y compañero del alma de Justo, y ahora Decano de la Facultad de Educación de la Universidad de León.

En este libro, estructurado en tres secciones, a saber, palabras para el recuerdo, educación y literatura participan varios autores, todos y todas ellos y ellas amigos de Justo (algunos conocidos y amigos de uno mismo) como es el caso de Eduardo Keudell, cuyo texto, Desde el Sur, se me antoja de una gran belleza poética: ..."Llevo en mi memoria la figura de Justo Fernández, su sosiego, sus ademanes discretos, su capacidad de dar conocimiento con afecto, y el dolor de la injusticia de su temprana pérdida que tanto duele...". Desde hace ya algún tiempo, Keudell vive en la ciudad de Buenos Aires, aunque ahorita mismo, que diría un mexica, regresará unos días a la aldea del Bierzo. Buen regreso a tu segunda matria, amigo Eduardo. Ya lo festejaremos por todo lo alto. Y por supuesto tendremos unas palabras de afecto y memoria para nuestro querido Justo, con quien compartimos tantos momentos en los claustros universitarios, y también, por fortuna, fuera de éstos. 

Vayan aquí esas palabras para el recuerdo, que se recogen en esta obra-homenaje al bueno de Justo. 

Palabras para el recuerdo

A Justo Fernández Oblanca, que ya es memoria



14 de julio de 2010. En principio, un día como cualquier otro. Luce el sol tras el cénit de la biblioteca del Campus de Ponferrada. Hoy, en verdad, es un día especial, porque se celebra la fiesta nacional francesa, y me siento con ganas de rememorar al marqués de Sade y su ateísmo  revolucionario. Abro mi correo electrónico, y me encuentro con un mensaje de José Luis Carretero. Siempre se alegra uno de recibir correos de amigos. Lo abro con entusiasmo, y en cuanto comienzo a leerlo, siento extraños escalofríos:

Manuel, te escribo,  todavía impresionado, para darte una horrible noticia: ha muerto Justo.

Qué terrible. No puede ser, pienso. No entiendo nada. No puedo creérmelo. Vuelvo a releer el correo, como si quisiera salir del trance. Necesito comprobarlo, una vez más. No puede ser, insisto, Justo no ha podido morirse, así, tan de repente.  Cuántas ilusiones truncadas. Ya sé que todos, tarde o temprano, caminaremos hacia la nada en un viaje sin regreso, pero tú, amigo Justo, eras aún joven.  Si bien es verdad la muerte, cuando asoma el hocico por la puerta, no resulta fácil espantarla, y encima se ensaña con la gente buena, como tú. Se me estremece el alma. Me invade la tristeza, y me asaltan los recuerdos:

Justo, tú eras un magnífico docente, que un día pudiste haber llegado a ser Vicerrector de Relaciones Internacionales. Qué pena, querido Justo, que aquello no hubiera prosperado, como tampoco llegó a buen puerto nuestro curso de Lengua española a través del cine, a pesar de tu ilusión y tantos esfuerzos, ahora es demasiado tarde, ya lo sé, pero me apena que no fuera adelante aquel proyecto, en el que creíste y con el que llegamos a soñar.

Lamento, asimismo, que tu deseo de que el escritor Manuel Rivas diera una charla sobre literatura en la Facultad de Educación de la Universidad de León, no se cumpliera, aunque lo intentáramos,  porque las cosas no siempre salen como uno quiere, sino como quieren ellas mismas, vivimos en un mundo absurdo, sin duda. Qué curioso, hace un tiempo coincidí con Rivas en el Teatro Bergidum de Ponferrada. Sé que te hubiera gustado verlo y charlar con él. Allí estaba, colosal, recitando un poema que me conmovió, como a buen seguro te hubiera emocionado a ti, tú que tenías sensibilidad para lo bello/bueno.

Nunca te olvidaremos, nunca olvidaré que tú, además de Decano de la Facultad de Educación de la Universidad de León,  fuiste el responsable máximo de la titulación de cine, adscrita a tu facultad. Cuántos momentos compartidos en aquella ya desaparecida Escuela de Cine, que algunos quebraderos de cabeza también te dio, te dimos,  pero ahora prefiero quedarme sólo con lo bueno. También recuerdo con gran alegría aquellos filandones que organizabas en el mes de noviembre, con la presencia del maestro Pereira (al que por cierto le rendimos homenaje hace  meses en Ponferrada), que nos dejaba a todos boquiabiertos cuando se ponía a relatar sus historias, de José María Merino, de Paco Flecha (en tiempos también Vicerrector de la ULE), de Pedrín Trapiello, de Martín Garzo, de Eduardo Keudell, de tantos escritores. Qué maravilla.

En los últimos tiempos, la verdad, se te veía alicaído, mas no parecía que fuera grave. Incluso Chema, tu amigo del alma, nuestro amigo común, te daba ánimos y te alentaba porque creía que tu "mal", tu malestar era más psicológico que físico.  En cambio, la procesión, como suele decirse, tu molestia andaba por dentro.

En mi calendario, el 14 de julio siempre estará firmado por ti, querido amigo, con tu sello inconfundible, entrañable. Y desde este útero del Bierzo te seguiré recordando con muchísimo afecto.

 Olvidaba decir que también aparece en este libro uno de mis relatos, Entre ánimas en pena, que por lo demás figura en mi libro de cuentos, Trasmundo.

                   El envilecimiento es una soledad más y un nuevo muro más sombrío.
                             Robert Musil, Las tribulaciones del estudiante Törless

Entre ánimas en pena  (Trasmundo)
                                    
En el colegio de San Andrés de Vega de Espinareda mis compañeros me llamaban Gurrispín. Nunca supe el porqué de este sobrenombre. En este colegio, todos estábamos bautizados, aquello era un nido de alias y ánimas en pena en busca, tal vez, de una salida espiritual, o  de un tiempo sazonado con el pimentón de la esperanza, que nos hiciera alcanzar y aun tocar las elipses celestiales. No en balde era una escuela religiosa con cierto prestigio, sobre todo en una época en que la enseñanza escolar aún era privilegio del que gozábamos unos pocos. Una época de  miseria intelectual, o miseria a secas, prohibiciones, tabúes y censuras varias.  Los que estábamos allí, aunque fuera en circunstancias precarias, podíamos dar gracias al Señor, o a nuestra familia, si se tiene en cuenta la realidad material que estábamos viviendo, gnoseológicamente objetiva, como acostumbraba a decir nuestro  Rector, a quien sigo guardando en la memoria con cariño. Me parece que de todos los profesores que tuve, a lo largo de cinco años en este colegio, el Rector es a quien debo un respeto, y algo de lo que hoy creo saber. Después de todo,  en el colegio  no estaba dejado de la mano de Dios,  mis padres no me habían arrojado a la cuneta, ni les había dado por dejarme el Expósito o el Blanco como herencia, aunque me hubieran recluido en aquel centro, purgatorio de desdichas y escenario de vejaciones,  y eso ya es mucho, o todo, porque mi estado de salud, al menos la física, era bueno. No estaba discapacitado, creo que tampoco era oligofrénico ni estaba afectado por virus letales. En el fondo era un chaval con suerte, tenía padre y madre conocidos y había nacido en el Primer Mundo, en la provincia de León. 

            -Vosotros no tenéis nada de que quejaros -nos decía el profesor de Geografía e Historia-, el que más y el que menos ha nacido con suerte y en el seno de una familia bien y de eso deberías alegraros.

            Esto de la suerte es embrollado asunto, y no acabo  de concebirla  sin más,  sin ese algo que causaliza los acontecimientos y convierte a todo bicho viviente en hijo de sus obras, y a veces en padrastro de las vecinas.

            El profesor de Geografía e Historia era campestre y campechano en su aspecto de ermitaño con barba desaliñada, entrecana y de quince días. Creo que no le brillaban los neones de sus neuronas pero nos sacaba de paseo cuando estábamos liberados de las rigurosas horas de estudio, a las que nos tenían sometidos, y a finales de curso se encargaba de organizar una excursión a algún sitio sureño y playero. Era entonces cuando nosotros, los que íbamos de viaje turístico fin de curso -yo no me lo perdía-,  nos transformábamos en cigüeñas, nos crecían las alas y  alcanzábamos un vuelo alto y emperifollado, con el que lográbamos satisfacer nuestros instintos de perversión e inocencia en las costas en que se exhiben muslos poderosos y tostados, café bombón Isleta del Moro, muslos de nórdica torrada y españolita blancucha en el interior de sus prendas íntimas, sensuales, apetecibles y morbosas. Mi mirada se clavaba -era un voyeur, pero aún no lo sabía- en nalgas hechas de papaya y merengue, chirimoya y horchata de chufa, qué sabrosas, mientras el calor tropical atravesaba los poros de mi espíritu infantil, educado entre muros monacales. Me dejaba hacer y me tumbaba a la bartola,  y cuando me picaba un sol excesivo y pegajoso me sumergía en la calidez que ofrecen los úteros mediterráneos.

            Los paseos también tenían su encanto y su función, aunque nada comparable a la mítica excursión de fin de curso, que yo esperaba con ansiedad desmedida, neurótica. Cuando principiaban a florecer las margaritas y las amapolas se teñían de un rojo escarlata incitante, apetitoso, el profesor de  Geografía e Historia,  el señor Ocampo, alias Home, nos llevaba a los Ancares, para que nuestra alma se vaciara de toda tentación y los aires serranos purificaran nuestros sentimientos,  y el corazoncito se nos hinchara de amor y devoción hacia todo aquello que nos conduce irremisiblemente derechitos al cielo.

            -Venga, rapaces, que nos queda poco para llegar Candín   -gritaba don Home.

            Lo que es el cielo, al menos algún trocito, sólido, protector y sabroso, lo tocábamos en nuestro viaje fin de curso, o creíamos  tocarlo. A mí me parecía estar masticando un cacho de fortuna.

            En el colegio de Vega de Espinareda no todos íbamos para misacantanos, esa es la verdad,  pero era una forma, acaso la única en aquellos años, de labrar nuestro porvenir entre libros y sotanosaurios, que tenían a bien adoctrinarnos en rectas costumbres y sana moral.

            Yo tuve la oportunidad, a veces me da por pensar que fue una desgracia, de beneficiarme de una beca Escuela-Hogar. No sé cómo la conseguí. Y  a mis padres no se les ocurrió otra mejor que  llevarme  a estudiar al colegio de Vega de Espinareda, uno de los renombrados de la zona, y que en tiempos fuera cuna de sabiduría y monasterio de personalidades tan ilustres y literarias como el villafranquino Gil y Carrasco, y aun de otros. Mi padre y mi tío Sindo también habían estudiado en este colegio.

             Enclaustrarme en el colegio de Vega era una forma de desentenderse de mí, estoy seguro, y de este modo mis papás creían cumplir con la educación de su hijo, limpios ya  de todo pecado, con la conciencia tranquila, mientras andaban enredados en romper con su matrimonio, que sin duda había sido precipitado  y un fracaso de órdago. Cada  cual  deseaba  irse por su lado y si te he visto no me acuerdo.        

            Mi madre se sentía asfixiada en El Bierzo,  como en una olla a presión, a punto de reventar.

            -En El Bierzo la gente tiene buenos sentimientos, es generosa y hospitalaria -me decía-, pero demasiado conformista.

            Era muy metafórica en su hablar dulzón y nasal, y harto exagerada en su visión etnocéntrica. Mi madre era una finolis, según algunos, y una enteradilla, que aún veía a España como un país atrasado.

            Papá anhelaba conquistar el mundo, quería enriquecerse y vivir como un marqués o un señorito encorbatado. Mi abuela Domitila me decía, con resentimiento y algo aturdida, que su hijo, es decir mi padre, lo que de veras quería era vivir del cuento.

            -A tu padre, que yo sepa, nunca le gustó el trabajo ni un pelo.

            Mi abuela vivía en el Barrio de la Estación de Bembibre, al lado de la vía del ferrocarril. Ella fue mi protectora durante mi estancia escolar en Vega de Espinareda, quien me acogía en su casina los fines de semana -si me daban permiso los confesores del colegio de San Andrés-,  y también durante las vacaciones, salvo cuando me iba de viaje fin de curso.

            Papá era conocido en Bembibre por el Forastero, porque se había casado con una gabacha. También le decían el Corbato, “no apeaba la corbata y el traje ni para ir a cagar, hablando con perdón”, según mi abuela, que muy sincera y directa al hablar. “Todo hay que decirlo, tu padre era un mocetón, guapo -añadía con sentimiento materno-, que no te lo digo porque sea mi hijo, a chulo y presumido no lo ganaba nadie en Bembibre ni en toda la jurisdicción, siempre iba de punta en blanco, ni las moscas  se posaban  en él,  así no debe ser difícil embabucar a una franchute, creo yo, pero lo que no me gustaba de tu padre era un bigotín de zorra que se había dejado, rápate ese mostacho, le decía, que no te sienta bien, rediós, tu padre siempre fue un remolón y un desobediente”.

            Yo soy una mezcla de gabacho y berciano, aunque siento que mi patria podría ser una melodía de flauta y tamboril. Podría haber nacido en Burdeos, en París o en Bembibre, pero a mi madre le entraron los apuros, y antes de cumplir los ocho meses, tuvo que alumbrarme en un caserón que tenía la abuela Domitila  en El Valle, donde aún vivían mi abuelo Corsino, que murió silicótico perdido hace un montón de años, a resultas de andar tocando la chifla en las romerías de los pueblos de la zona, y mi tío Sindo, que emprendió rumbo a las Américas, y muy  poco se ha sabido de él. A mi tío me lo imagino cazando iguanas -a él siempre le apasionó la caza-, y echándose a la cazuela  a alguna chihuahuense cachonda, con el mirar celoso y atrevido. La última noticia suya,  que tuve,  es que vivía con una gringa adinerada en El Paso Texas.

            Mi abuelo Corsino, conocido por el Tamborilero, era un hombre con mucha chispa musical, juerguista, dulzainero y picarón. Soplando el flautín debió de haber chupado demasiado polvo en las plazas en que se organizaban las fiestas.

            Mis padres decidieron de común acuerdo no seguir juntos por guardar las apariencias. No querían continuar viviendo una ficción convencional  y cínica, ajena a su modo de entender la realidad.

            Mi madre había nacido,  y crecido una buena parte de su vida, en la capital francesa, y eso marca mucho y para siempre. Vivir en París es, a buen seguro, como entrar de lleno en un museo al aire libre, aunque sospecho que no todas las galerías sean oro molido.  París es una ciudad cargada de historia, que exhala literatura y cine por todos los poros de sus rincones, cementerios y callejuelas. Antes de que mi madre  se fuera de nuevo a Francia, y a mí me internaran en el colegio de San Andrés, me relataba muchas historias acerca de París.

            -Thierry, cuando te hagas mayor tienes que conocer París -me decía con ternura.

            A mis abuelos franceses no los conocía, pero algún día iré a Francia, pensaba, y me convertiré en un surrealista y haré mi propia revolución.

            Mi padre no tenía intenciones de pudrir sus entrañas en una mina de carbón, como muchos de sus amigos de infancia y  adolescencia. Había nacido para engendrarme a mí y luego dar la vuelta al mundo cuatro o cinco veces, o la vuelta al día en ochenta mundos, ese era quizá su cometido en esta vida.

            Mi  padre había conocido a mi madre en Burdeos, en francés se escribe Bordeaux, nunca he entendido la manía ésa de traducir los nombres propios de una lengua a otra. Se habían conocido en esta ciudad francesa porque mi padre había ido a visitar a unos parientes lejanos, primos suyos, y mi madre estaba trabajando allí como profesora de español en un Lycée privado.

            Mi madre  conocía bien la cultura y lengua españolas, quería decir castellanas. Se había licenciado en filología hispánica por la Universidad de La Sorbona, y después de acabar la carrera había disfrutado de una estancia de medio año en Almería, donde había perfeccionado el español y lo había pasado de rechupete, según ella.

            A medida que transcurría el tiempo, y me iba haciendo mayorcito, el colegio de San Andrés empezaba  atragantárseme. Me sentía como un imbécil perdido en una covacha de congojas, encerrado en un absurdo del que me resultaba imposible salir, aun pudiendo hacerlo. En esa época estaba leyendo Las tribulaciones del estudiante Törless. Me parecía dantesco, yo allí, en un monasterio a puerta cerrada, subido encima de la tarima del existencialismo, que era como estar en la plaza de la guillotina, esperando con ansiedad a  que me cortaran la testa, deseando con todas mis fuerzas que al verdugo, esto es el profesor de matemáticas, le diera un soponcio y se lo llevara don Home de paseo a Balouta. Yo estaba sufriendo un proceso al más puro estilo kafkiano, viéndole el careto a La Rata, que en verdad era el profesor de Educación Física, atufado de cuescos, calcañares y calcetines sudados en el dormitorio aquel, cutre y frío, casposo y desangelado, viviendo una pesadilla buñuelesca, mientras a mis padres, definitivamente divorciados, se les estaban abriendo las puertas de la percepción hacia un universo otrora estimulante y a partir de ahora paradisíaco.

            Mi madre me contaba, en una carta, que había regresado a París, y que había sido contratada por la Universidad VIII, Faculté des Lettres Modernes, para enseñar castellano.

            Mon petit Thierry,

            Siento que no estés a mi lado, pero la vida es así... Sabes que tu papá y yo hemos roto nuestro matrimonio. Ahora creo que soy más feliz que nunca... En cuanto pueda iré a buscarte. Comenzarás una nueva vida conmigo, y los dos seremos muy felices... Je t’embrasse très fort... Ta maman.

            Me alegra saber que mi madre está contenta con su vida, y que papá vive en Ámsterdam. Mi abuela, que era muy instruida para lo poco que había ido a la escuela, me contaba que mi padre se había metido a chulo de puta y que debía estar ganando muchos florines.

            -Es seguro que tu padre a estas alturas ande de picos pardos, una pica en Flandes y otra en casa del demonio, te lo digo yo, monín, tú aprovecha el colegio, Terry -ella me decía así- que antes aunque quisiéramos no podíamos, nos mandaban con el ganado pal monte, mientras algunos padres, el mío sin ir más lejos, se quedaba calentando los cojones en la lumbre.

            Mi abuela, la Cotana le decían en Bembibre, era muy arremangada y echaba humo si alguien la encendía. En sus tiempos jóvenes, ya casada, también hizo sus pinitos y debió echarse más de una canita al aire. Es sabido que de padres gatos hijos misines.

            Mi padre había estado viviendo en Londres, en Covent Garden, y después se había largado a Ámsterdam en busca de diamantes. Al parecer había encontrado trabajo en un coffee shop llamado Baba, en la calle Oudebrugsteeg. Ya mocín, a punto de hacer el servicio militar -me habían destinado a Melilla- hice un viaje a Holanda. Estuve un mes con mi padre, que me alojó  a cuerpo de rey, y me llevó a conocer Alkmaar, una ciudad de cuento de hadas y canales pintorescos y divertidos hasta hacerme saltar las lágrimas de emoción.

            -Me gusta vivir aquí -me decía mi padre- porque cada cual va a su rumbo y todo el mundo tiene lo que necesita. Este es un país libre y muy tolerante. Y no está extremadamente mediatizado.

            Confieso que sentí envidia de mis padres y de mi tío Sindo, mientras estuve recluido en el noviciado, porque ellos estaban viendo mundo, y yo me pudría entre curas y ánimas en pena en el colegio de Vega.

            El profesor de matemáticas me  llamaba señor Loba. Mi primer apellido es Valdelaloba. Se dirigía a mí con retintín y con esa mofa con la que se les ve venir de lejos a los cabrones,  como deseando a toda costa dejarme en evidencia delante de los demás alumnos,  mis amiguetes y compañeros.

            -Díganos cómo aúlla y cuántos aullidos se sabe.

            Me obligaba a  salir a la palestra -a Eulogio el Fudre le parecía gracioso el espectáculo-, como si yo fuera un espécimen, un payaso, o  un bufón, y se encargaba de meterme caña, poniéndome las cuentas más difíciles, divisiones y  quebrados, que ni el mismo sabía resolver. Creo que me odiaba y estaba dispuesto a aniquilarme, quizá por mi condición de extranjero, él  me consideraba como tal, porque mi madre era francesa, y a los franceses los tenía atravesados, no los podía ver ni en pintura, y esto no lo digo a la ligera, esto lo suscribo de mi puño y letra y con toda mi buena fe.

            -Cuénteles a sus compañeros de clase de qué barrios procede -insistía el muy hijo de la  chingada.

             A mi madre la había visto en una sola ocasión, pero eso bastó para que también se ensañara con ella.

            -A su mamá le podríamos reservar una hornacina en este santo lugar -se sonreía con sarcasmo el sacerdote- para que nos impartiera clases de anatomía, seguro que las lecciones nos entrarían mejor a todos, ¿verdad, cabezas de aserrín?

            La verdad es que mi madre estaba de buen ver y era muy echada para adelante, vestía con elegancia y desenfreno, marcando estilo, desbordaba sensualidad por todos los poros de sus entrañas, lo que debió encandilar a mi profesor de matemáticas, que era un obseso y un manantial de obscenidades.

            Este sacerdote, con vocación castrada de dómine, me hablaba  como si  fuera un criminal, o un apestado del que se tuviera que huir, o hubiera cometido un delito aberrante. Cuando pronunciaba lo de señor Loba  me daba un vuelco el corazón, y a él se le caía la baba por la comisura de los labios  color muerte. Era  el suyo un color desteñido, entre el negro antracita y el morado con que se revisten y alfombran los ataúdes. Parecía que estuviera amortajado en vida, qué asqueroso era este engreído. A los de Escuela-Hogar y Reaseguros nos tenía fritos con sus monsergas. Los de Reaseguros eran los hijos de mineros retirados por enfermedad, que tenían derecho a esta beca.

            -Los de reaseguros y escuela-hogare bajen a arreglare el ajuare -gruñía aquel monstruito  como pretendiendo hacerse el gracioso.

            Como todo dios en aquella escuela, este xenófobo no se libraba del colgajo o mote que le habíamos puesto: El Morci. Sabía que le llamábamos así.  Aquel señor tenía jeta de cerdo, colorada y morcillona, y panza de satiricón. Parecía que estuviera en perpetuo festín pantagruélico, mientras nosotros -tronados espíritus- flotábamos en el espacio sideral de una hambruna calmada a base de sopa de fideos y rodajas microscópicas de mortadela. 

            El Morci lucía una trompa descomunal, una napia abotargada y podrida por el mucho alcohol ingerido, tal vez ansiaba alcanzar el estado de pureza, o de inspiración, a través de un ascetismo embriagador. A lo mejor aspiraba a parecerse a Poe o al propio Bukowski, aunque el Morci fuera sólo un  número ahogado en la caca de sus delirios megalómanos. Aquella era una albóndiga embutida en un traje a rayas  color mierda  verde de mono descompuesto.

            Eulogio el Fudre fue mi mejor amigo en el colegio,  era huérfano y hospiciano, lo cual me entristecía. Tenía la sonrisa melancólica y los ojos patidifusos del desamparado. Era grandullón, tripudo -de ahí su apodo-, y muy bondadoso. Le dio un patatús y la espichó durante el último curso que yo estuve en el colegio de San Andrés de La Santa Compaña. Me conmovió su muerte. Antes de decirnos adiós, soltó un eructo desgarrador, al tiempo que vomitaba un líquido de color azafranado. Estábamos en clase de matemáticas. ¡Qué cruel resulta morirse de repente! La vida es demoledora y tremendamente irónica. La mala suerte no tiene rendijas por las que atisbar y ver, nació hijo de... su madre, me dije con amargura, y murió hijo de la madre que lo parió. Encerrado, o enterrado, en el colegio de Vega me daba cuenta de que, más que vivir, estaba regurgitando la vida como el Fudre. La vida es solo un instante en medio de un agujero infinito de muerte.



            En España, en general, y sobre todo en provincias somos muy dados a colgar sambenitos a la gente, y luego no hay Cristo a quitárnoslos de encima, aunque a uno no le hagan ni  pizca de gracia. Es una carga que hay que aprender a llevar con la mejor dignidad posible, y yo he aprendido a llevarla con la cabeza muy alta. En la mili, y en Melilla, era conocido por Raposo el Gabacho.

           

           










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