(Curso
de composición de relatos y microficciones, nivel intermedio, UNED de
Ponferrada, impartido por Manuel Cuenya)
Las galerías cubiertas recorren toda la
ciudad otorgándole un realce nobiliario que hace las delicias de sus numerosos
transeúntes. Todo el mundo se siente a cubierto en aquella ciudad de los
pórticos, que por fin iba a visitar.
La llegada al aeropuerto me deparó la primera
sorpresa: un deslumbrante y llamativo automóvil deportivo, su color también
ayudó a que no pasara desapercibido, adornaba una de las salas mientras me dio
la bienvenida al Valle del Po, donde historia, arte y la última tecnología me
esperaban.
Las arcadas de los pórticos me guiaron en mi
primer día en la ciudad cisalpina. He estudiado historia del arte y la primera
visita era obligada: mis largas piernas se encaminaron, guiadas por un
artefacto a partes iguales práctico y terrible (práctico, porque te orienta;
terrible, porque te impide deambular libre en el extravío) hacia la Plaza
Mayor.
“Es mejor de lo que esperaba”, me dije
atónito mientras observaba las artísticas formas de sus edificios, embobado y
embebido, negándome a ordenarlo todo por estilos, negándome a recordar los
nombres de la gramática arquitectónica para dejar volar mi imaginación y
trasportarme sin esfuerzo al tiempo y al país que ha codificado la Belleza.
Todo giraba a mi alrededor, porque al arte se siente, y luego se conoce, se
estudia, se admira.
Una vez que reparé en la identidad y
particularidad de cada edificio, recordé sus nombres: Palazzo dei Banchi,
Basílica de San Petronio, Palazzo dei Notai, Palazzo d'Accursio, a cada
cual más reseñable. Entre sus bóvedas pude apreciar una espectacular estatua:
era Neptuno, dios del mar, realizada por Juan de Bolonia. La fuente tiene un
fuerte carácter erótico que algunos intentaron apaciguar sin conseguirlo.
El interior de la Iglesia de San Petronio fue
mi siguiente parada. Una vez superada la inacabada fachada del edificio, que le
otorga una extraña imagen de primitivismo y rudeza que contrasta con la riqueza
del interior, me encaré con el baldaquino: obra encargada por un Medici;
Giovanni, hijo de Lorenzo el Magnífico, que, con el transcurrir del tiempo, se
convertirá en Papa con el nombre de León X, y que es una de las joyas de la
ciudad. Diseñado por Vignola[1],
es una delicia que me obligó a reflexionar, mientras observaba sus relieves y
esculturas, sobre la verdad del tiempo.
«El tiempo se ha comprimido», pensé. No sabía en aquel momento (lo comprobé luego con la inteligencia artificial) que su construcción se había demorado durante muchísimos años, para perdurar siempre.
«¿Vivimos en la civilización del usar y
tirar?», me dije en el instante que abandonaba, cabizbajo y dubitativo, el
templo.
Las galerías de arcos me guiaron, acto
seguido, hacia el museo arqueológico de la ciudad. Toda una sorpresa. Sus
galerías están repletas de piezas griegas, etruscas y romanas con una particularidad:
están protegidas por unas vitrinas de madera con un diseño que recuerda al de
los gabinetes de ciencias naturales del diecinueve, lo que añade un toque de
verosimilitud temporal que me transportó a otro mundo... En el sótano me
aguardaba otra sorpresa: una de las colecciones de arte egipcio más
prestigiosas de Europa. No me lo esperaba, sencillamente; entre los anaqueles
pude disfrutar de una pieza realizada con la precisa habilidad de los artesanos
egipcios, la estatuaria egipcia tiene un refinamiento cercano a la perfección
ya que pulió su técnica durante más de tres mil años: era la diosa Sekhmet,
señora de la guerra y la curación.
Cuando salí, agotado de la visita del museo,
volví a retomar el circuito de los arcos abovedados que, como como una tela de
araña infinita, recorre toda la ciudad. Sus dimensiones hablan por sí mismas:
sesenta y dos kilómetros de pórticos abovedados recorren toda la urbe.
El Pórtico de San Luca mide más de tres
kilómetros y consta de seiscientos sesenta y seis arcos. El conjunto urbano de
soportales ha sido declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Con
semejante sendero solo pude encaminarme hacia su afamada universidad. La
primero que me llamó la atención fue la absoluta integración con el resto de la
ciudad, en una continuación de arcos, bóvedas y facultades que componen un todo
sin aparente esfuerzo. Solo el bullicio estudiantil me recordó que ya estaba en
otro rincón de la misma. Me detuve (tengo el inevitable selfie que lo
atestigua) delante del portón de la Biblioteca di Discipline Umanistiche con
un temblor difícil de transmitir para un estudiante a distancia.
¿Cuántos siglos de tradición académica
rodeaban aquellos muros?
Me acerqué cauteloso hacia una estudiante
que, de pie, parecía demorar la entrada a alguna clase, y le hice, con mi mal
italiano, la única pregunta pertinente en aquel momento:
–Scusate, me gustaría hacerte una domanda.
–Por supuesto –contestó ella con su mal
español mientras sonreía.
–¿No te parece que Nietzsche no tiene un
dibujo social como los liberales o el marxismo? Que se queda, gloriosamente, en
la liberación personal…
–Pue no sé qué decirte –me contestó–. Yo
algunas veces pienso que su amor por el baile, la música y su desprecio por los
comportamientos gregarios no son contradictorios…
–Grazie…
Después de tan protocolaria conversación me
indicó la bóveda precisa bajo la cual se escondía la Academia de Bellas Artes.
Me introduje en su interior mientras las dos amables funcionarias apostadas en
la entrada me saludaban efusivamente. Eso me animó: «pareceré un estudiante
cualquiera. ¡Cuánto honor!».
El pasillo central lo escoltan varias
estatuas que indican sin ningún género de duda cual es la disciplina que desde
tiempo inmemorial practican los estudiantes de la academia. ¡Si esos son los
adornos cómo serán las piezas definitivas…! Acabé en un aula donde dos
estudiantes, con las manos en la masa, daban forma a una extraña figura,
deforme y colorista, mitad grotesca, mitad monstruosa…
Salí de nuevo a los pórticos, que me llevaron
a una tranquila plaza donde los estudiantes se arremolinaban en la terraza de
un café. Me senté y pedí un vermú mientras reparaba en la animada clientela.
«Con que aquí están», pensé. Me fije en una
estudiante morena, esbelta y, por sus monturas, miope. No pude dejar de
relacionarla con Galvani, uno de los prestigiosos alumnos de la universidad,
intuyendo que estudiaba ciencias. A su lado, un joven bajito y corpulento, me
recordó, con todas las dudas del mundo, a Francesco Petrarca, otro de los
insignes que en su momento transitaron sus antiguas aulas. A su lado, no me
cupo ninguna duda, la reencarnación postmoderna de Pico de la Mirandolla, aquel
que escribió Discurso sobre la dignidad del hombre. ¿Exageración?
Ninguna: aquella ciudad me estaba pareciendo, en mi primera jornada de visita,
alegre, jovial y cívica.
Intuía que en la edad de la exuberancia
hormonal aquellos estudiantes organizarían sus naturales fastos dionisíacos,
pero yo no los veía por ningún sitio. Cívica digo, sí: un lugar educado, tranquilo
y con altura intelectual, eso me estaba pareciendo la ciudad donde estudió
Copérnico.
Cuando abandoné mi asiento, como si fuera uno
más (por mucho que hubiera estudiado a distancia en Madrid, en Vigo o en León),
pensé que me apetecía viajar a la ciudad de Florencia, aunque ya había
comprendido lo que sintió Stendhal, debido a la explosión de tanta belleza.
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