Eugenia Vélez Sánchez, con una prosa directa y reflexiva, nos alerta de la muerte de la filosofía debido a una sociedad vulgarizada, idiotizada, uniformada, algo que viene fraguándose desde hace tiempo. Pensemos, por ejemplo, en La derrota del pensamiento, de Finkielkraut, donde el filósofo francés se interrogaba, ya en los años ochenta, sobre las razones que conducían a bautizar como culturales aquellas actividades en las que el pensamiento estaba ausente.
Con este texto, tan necesario en nuestra época de pensamiento ramplón, plano, Eugenia nos invita a reflexionar en qué mundo vivimos, haciendo referencia a obras imprescindibles como Un mundo feliz o 1984.
(Taller de composición de relatos y microrrelatos de la Universidad de León, impartido por Manuel Cuenya)
Hace ya tiempo que tengo la sensación de que la filosofía ha muerto. No me refiero a una muerte como la de Dios a manos de Nietzsche, en post de una moral superior, sino algo más sucio, una muerte acaecida por la falta de interés de una sociedad vulgarizada hasta niveles algo grotescos. Si el filósofo levantara la cabeza, casi estaría tentado de resucitar a Dios, ya que esto sería menos burdo que el claudicar de la consciencia humana ante la droga del capitalismo. Sé cómo suena esto. Quien haya leído libros y utilizado su mente para fines más altos de los que está acostumbrado “el hombre medio ideal” se dará cuenta de que lo plasmado en estas líneas ya está dicho mil veces por otros antes que yo a lo largo de más de un siglo de decadencia del pensamiento. Pero no puedo evitarlo, nos hemos pasado de la raya en cuanto a la epidemia de idiotización colectiva que sufre la sociedad en la que vivimos. He sido joven, y sé lo que significa en toda su gloria, pero en esos años, además de hacer lo propio de esa edad, también leía, y me refiero a libros en serio, no pseudoliteratura yutubeable. Tuve la suerte de no tener un Smartphone hasta los treinta años, lo cual me salvó de una estupidez casi segura. No digo que ahora todos lo que lo tienen, incluida yo, seamos estúpidos, ya que entonces el género humano desaparecería de la faz de la tierra. Pero en los años en que mi cerebro se estaba formando, estaba precisamente eso, formándose, no intoxicándose de tick tokers que convierten en una profesión el hacer el imbécil. Y lo peor de todo es, que estas profesiones existen porque hay millones de personas que los hacen literalmente ricos viendo voluntariamente el producto comercializado de su imbecilidad. El drama es que tal cosa está mucho mejor vista y aceptada socialmente que leer un libro. La gente te ve por la calle mirando el móvil hipnotizado, y lo encuentran totalmente normal, acorde a las normas establecidas, pero si te encuentran por la calle leyendo un libro, uf, entonces ya eres “un loco” que está leyendo un libro por la calle. Si el libro es de filosofía entonces estás perdido. Serás castigado con el ostracismo social y la sospecha de padecer algún trastorno psicológico, y, por tanto, habrá gente que ya no considere apropiado que te vean o te relacionen con ellos, ya no eres uno más. Esto es una verdad hoy en día.
Del mismo modo es verdad que existen ciertas
cualidades en las personas que no están bien vistas actualmente, como por
ejemplo la inteligencia. Es muy positivo ser feminiobseso, eco
vegano o un ser de sexualidad difuminada, pero no ser inteligente, eso es
imperdonable. Más aún si utilizas la inteligencia para criticar el orden
establecido o el absurdo burocrático y económico del sistema que nos utiliza
constantemente para un fin de moral un poco dudosa, eufemísticamente hablando.
Considero que tal vez esta apreciación mía se
deriva del hecho de vivir en una ciudad provinciana y burguesa anclada en el
medievo; tal vez aquellos que gozan una kosmopoliteia más
propicia al desarrollo de la razón no estén de acuerdo conmigo. Pero las veces
que viajo a grandes ciudades, me sorprende que en los últimos años se haya
pasado a un estilo bastante llamativo de uniformidad social. Esto me recuerda
de forma inquietante la película de 1956 titulada La invasión de los
ladrones de cuerpos, en la que los residentes de una ciudad de
California son reemplazados por clones alienígenas sin emociones.
Si los que
aún amamos la filosofía nos preguntamos: ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?, la
cuestión me conduce a años atrás. Al terminar mis estudios universitarios me
preguntaba cuál había sido el delito que cometí para tener que cumplir una
condena de trabajos forzados el resto de mi vida, a cambio del que me
concederían una exigua libertad consistente en poder decidir en qué bienes de
consumo gastaría mi limitado salario. Si me portaba bien, mis dueños me
seguirían pagando el salario para que yo fuera a gastarlo en los productos que
ellos fabricaban para seguir así haciéndoles ricos y perpetuando la dinámica
del sistema. Entonces, una incipiente depresión por no entender el sentido de
mi vida en prospectiva, me llevó a leer a autores como Marx. Su idea de la
alienación del hombre produjo un choque emocional en mi mente, leerlo a él y a
otros muchos fue forjando mi mundo interior. Ahora comprendo por qué estamos en
este punto, muchos años después en que la idea de las distopías se ha hecho
real del peor de los modos posibles, es decir, en el que la gente aparentemente
no se dé cuenta de que vive en una de ellas.
Fue A.
Huxley quien, en su novela Un mundo feliz, nos muestra
una sociedad dirigida por una aparente democracia, en la que subyace una
prisión de esclavos felices que ni soñaban con escapar, ya que el consumo y el
entretenimiento les hacía amar la servidumbre, manteniendo el poder y la
riqueza de sus amos. Hoy en día, con una democracia como la nuestra, tan
desinfectada que huele a cloro, y con un público amante de los espectáculos
pueriles, es fácil pensar que estamos soñando dentro de una distopía que se
vuelve muy real. Los filósofos, ya convertidos en una “minoría social”, y
señalados con el dedo como causa de burla, estamos cerca de ser objeto de leyes
de discriminación positiva y víctimas del neolenguaje del que
habla Orwell en su obra 1984, pasando a denominarnos “personas con
diversidad de pensamiento” o “personas de pensamiento múltiple”. Llegados a
este punto, estaríamos perdidos, ya que habríamos sido engullidos, digeridos y
convertidos en una deposición maloliente de un sistema que ejerce una especie
de dictadura del lenguaje, lo cual, no podemos olvidarlo, equivale a una
dictadura del pensamiento.
La idea de
que la filosofía ha muerto no implica por tanto haber pasado a un orden
superior de pensamiento, a un kosmos de poder superior que
gobierna el mundo, como decía Séneca, sino que más bien hemos caído en un
abandono de la ciudadanía como cualidad del individuo. Quizá
históricamente nunca hayan estado los libros tan a disposición de las personas,
pero curiosamente nadie lee libros de filosofía. El poder que nos gobierna, con
un sublime golpe de efecto, ha conseguido convencer a su pueblo de que no está
de moda el pensamiento. Los demás, ya convencidos hace tiempo de que no podemos
cambiar el mundo, nos hemos diluido entre la gente, fingiendo normalidad y sin
llamar demasiado la atención, que es o parece la única forma de triunfar. Si te
fijas en los detalles, tal vez puedas encontrarnos.
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