Escrito como un
diario de a bordo, como construyeron sus relatos autores como Bram Stoker con
Drácula, incluso Mery Shelley con Frankenstein, entre otros muchos, Maite López
Blanch nos cuenta esta historia desde el punto de vista del capitán del
Valentine, logrando que los lectores naveguemos con él, adentrándonos en sus
sentimientos.
El ángel de las mareas está narrado con gran belleza y sensibilidad.
(Taller
de composición de relatos y microrrelatos de la Universidad de León, impartido
por Manuel Cuenya)
Diario de a bordo. Día 1
De nuevo en el camarote del Valentín. Hace horas que ordené soltar amarras. Pedí al
contramaestre que dirigiera la proa del barco hacia el infinito del mar. Se
avecinan meses difíciles, el viaje se prevé largo. Nadie sabe cuándo empezará
la guerra. Siempre es duro despedirse de la familia, pero esta vez me ha
costado más. Tengo un mal presagio. Un escalofrío heló mi abrazo de despedida,
sentí que, cuando regresara, nada sería igual. Atrás dejé a mi querida Alba
embarazada de seis meses. Mis dos hijos varones, de diez y ocho años me miraron
con ojos de tristeza. No sabíamos cuándo sería la próxima vez que nuestras
sonrisas se fusionarían en una única.
Soy el capitán, al que se presupone indestructible, de
este barco llamado Valentín. Todos en el barco dependen de mí, soy su
guía. Pero nadie sabe que, en la soledad de mi camarote, mientras escribo mi
diario, las voces de mis hijos resuenan en mi interior y me llenan de
melancolía. Soy marino, hijo de marino, nieto de marino y, sin embargo, tengo
miedo.
El faro me indica con su luz intermitente que
llegaremos a nuestra primera parada. Serán apenas unas horas, pero las
suficientes para no olvidar lo que es tierra firme. Necesito recordar el sonido
de mis pasos al caminar por una calle empedrada y cruzarme con desconocidos. El
graznido de las gaviotas, cuando llevas meses navegando, se convierte en un
dulce trinar al tocar puerto, hasta lo encuentro melodioso. El olor a mar y a
redes se diluye entre el humo de las chimeneas de los edificios que flanquean
el puerto. Mientras me pierdo por sus calles aledañas, unas calles estrechas
que suben y bajan como si fueran colinas, la tripulación se dirige al único
establecimiento que permanece abierto a esas horas. Música y cerveza ayudarán a
combatir su nostalgia. La taberna de madera oscura me recuerda la de los
cuentos de piratas que me leía mi padre de pequeño. Cuando regreso de la
soledad de mi paseo, un marinero me entrega un hatillo de cartas atadas con una
cuerda. Las recojo mostrando indiferencia. Me cuesta controlar la respiración.
Me coloco la gorra en señal de autoridad y regreso al Valentín. El barco, mi territorio, a medio camino entre el hogar y
la cárcel. Me encierro en mi camarote con la luz tenue del quinqué de la mesa
de mi despacho y lloro. Reconozco la letra de mis hijos en el exterior de las
cartas. Ninguna de Alba. Las cartas de Juan y Rafael son nuestra pequeña
conversación diaria. Juan ha aprendido a montar en bicicleta y Rafael disfruta
perdiéndose en el mundo de Julio Verne. El Nautilus se hace cómplice de
Morfeo, y se apodera de sus sueños. Quiero apagarles la luz de la habitación y
decirles nuestra frase secreta, pero no puedo.
Continúo leyendo. En otra carta Juan me ha hecho un
dibujo: él y yo cogidos de la mano paseando por la playa. Mientras, Rafael continúa
ensimismado con sus libros de aventuras. Salgari es ahora el dueño de sus
fantasías. De su madre apenas hablan.
Estamos a mitad de trayecto. El tiempo nos ha
acompañado durante toda la travesía. Los hombres disfrutan en cubierta del poco
tiempo libre que les queda. Un grupo de ballenas jóvenes llevan horas
escoltando al Valentín provocando un
gran alboroto en la tripulación. La superstición vive entre la gente de mar.
Para nosotros, esas moles acuáticas son señal de buena suerte. Escribo a Alba,
le digo lo mucho que la extraño y la necesidad que tengo de estrecharla entre
mis brazos. Le hablo de nuestro próximo retoño. Tengo el presentimiento de que
será una niña. Dicen que las niñas son de los padres y los niños de las madres.
Le prometo que no me embarcaré al menos durante una temporada y que la llevaré
a cenar y a bailar y los domingos iremos en familia a disfrutar de Vivaldi al
kiosco de música del parque. Todos los vecinos envidiarán nuestra maravillosa
familia. Y no estará sola. Su padre se opuso desde el primer momento a nuestro
matrimonio, pero la perseverancia es una de las cualidades de Alba. Siempre
defendió que estábamos muy enamorados. Su padre la advirtió que un marino
pertenece al mar, no a su familia. Ahora siento que las palabras de su padre
fueron un vaticinio.
Llevo muchos días sin noticias de ella, no sé si la
estoy perdiendo.
Diario
de a bordo. Día 90
La radio nos informa de las tensiones que existen
entre países, pero todavía nadie se ha atrevido a lanzar el primer ataque.
Espero que la vía diplomática gane tiempo para que volvamos a casa antes de que
empiece la guerra.
En unos días llegaremos a destino y entregaremos la
mercancía. Sólo la tripulación conoce el contenido de la bodega. Un contenido
que, en caso de guerra, podría inclinar la balanza a favor de nuestros aliados.
Siento orgullo por esta pequeña contribución del Valentín.
Frente a la proa del barco dirijo mis prismáticos
hacia el mar. Nos miramos. El mar me devuelve la mirada. Es curioso cómo la
inmensidad del océano y lo limitado del ser humano pueden ser complementarios.
Siempre habíamos sido él y yo, pero todo ha cambiado, ya no estamos solos.
Ahora tengo una familia.
El atardecer llega a su fin y, justo antes de que el
sol se oculte tras el horizonte, el último rayo perceptible para el ojo humano
se torna en un extraño color verde. Pocos son los elegidos para comprender la
belleza de esa tonalidad y yo soy uno de ellos. El mar me habla, lo sé.
Diario de a bordo Día 160
El regreso a
casa no está resultando tan tranquilo como esperábamos. Hemos tenido que lidiar
con varias tormentas. El agotamiento y las bajas temperaturas han provocado que
varios miembros de la tripulación caigan enfermos. El médico del barco tiene
miedo de que los medicamentos no sean suficientes Todavía nos quedan miles de
millas para llegar. Los vientos han soplado en contra todo el trayecto. No sé
si tendremos fuerzas para luchar con otra tempestad. Siento el desafío de la
naturaleza sobre el Valentín. El
miedo a no regresar a casa se instala en cada rincón del barco. Una de las
bombas de la sentina se ha atascado y varios marineros, que llevan días
trabajando sin apenas descanso, han caído agotados. La moral de la tripulación
está por los suelos. Miro al mar y le imploro. Necesitamos un respiro.
Diario de a bordo Dia 190
Ya huelo a puerto. Las gaviotas nos anuncian la
proximidad de tierra firme. Con mis prismáticos diviso el faro de mi querida
villa. Cuando creía que lo peor había pasado, el redoble de un tambor suena a
lo lejos y de manera súbita el cielo se resquebraja.
El sol, que hace unas horas brillaba por estribor, ha
desaparecido. Unas nubes altas con forma de algodón inundan el firmamento.
Presiento la tormenta.
A través del ojo de buey de mi camarote miro a mi
querido Cantábrico. Todo se tiñe de gris y la amenaza de un fuerte oleaje se
cierne sobre nosotros. Mi Cantábrico, ese mar que me impone una soledad no
escogida, me desafía con su rugido. Me quiere para él, pero le digo que
pertenezco a los míos. Se enoja y cuánto más se enoja, más altas son las olas.
El barco se zarandea de lado a lado, apenas podemos mantenernos erguidos. La
tormenta está encima de nosotros. El barco se escora una y otra vez. El timón
se ha convertido en un ser con vida propia que se niega a acatar mis órdenes.
Llevo más de 48 horas intentando controlar la virulencia de la tormenta. No sé
cuánto más podré aguantar este envite. Miro al frente, la fuerza del agua cada
vez es mayor, pero yo sigo erguido frente al timón. El Valentín se rebela en un combate cuerpo a cuerpo. Jamás seré tuyo
Cantábrico. Me debo a mi familia. Llevo meses contigo. Tus profundidades te pertenecen
a ti.
Tras más de dos días de marejada y agonía, el mar se
rinde a nuestros pies. Si no puede tenerme, otra víctima aplacará su cólera.
La calma regresa y finalmente atracamos en puerto,
extenuados pero dichosos de regresar con los nuestros.
Diario de a bordo Dia 193
A llegar a casa, me recibe el silencio. Todavía no ha
amanecido. Los niños permanecen dormidos en sus literas. Prefiero no
despertarlos, y esperar a ver sus inocentes caras de día. Alba está sentada en
la mecedora de la galería. Apenas cambia la expresión de su rostro al verme,
como una estatua de mirada fría y perdida. Con su mano derecha mece la cuna. Me
acerco, está vacía. Fue una niña, me dijo. Nació muerta, el médico no pudo
hacer nada. Rezamos una oración en su nombre y la arrojamos al mar, así no
volverás a sentirte solo cuando vuelvas a embarcarte.
A los niños les he contado una historia fantástica: su
hermana nació para ser el ángel de las mareas. Entonces, Alba levantó sus ojos
hacia los míos. Unos ojos contenidos en llanto y me dijo: “llamé Mar a la
niña”.
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