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domingo, 27 de octubre de 2024

Más allá del deseo, por Ana Rico Mendívil


Ana rico Mendívil compone este relato como si fuera un diario en el que nos muestra la relación amorosa, erótica, sexual, que mantiene la protagonista con un personaje llamado Marchelo. Una relación tormentosa a través de la cual podemos, como lectores, adentrarnos en la condición humana.

(Taller de composición de relatos y microrrelatos de la Universidad de León, impartido por Manuel Cuenya)

Ni siquiera lo dejamos, nos enzarzamos en una guerra el mismo día que volvimos a vernos. Él se sentía terriblemente molesto porque le dije cuál era la clave para mejorar su vida. En aquel momento, del amor pasó a la venganza, esforzándose -siempre que podía- en desautorizarme, denostarme utilizando a los demás, amigos, conocidos, como una herramienta para herirme, incluso en las reuniones de la escalera de vecinos. Pero ni siquiera así he logrado odiarle, es como una carpa rojiza en un lago artificial intentando convertirse en el pavo real del jardín, un pez jugoso y escurridizo que da saltos desde el agua para lucirse con sus acrobacias cada vez que aparece una nueva visitante. En este punto me da por pensar si hay algo de autómata en sus genes, y por qué, con su inteligencia, sucumbe de esa manera a la locura de la estupidez sentimental, él que me aseguró que no deseaba amarrarse a nadie, que no necesitaba amar y que en sí mismo ya se predicaba como el todo. Quizá entonces lo amara o quizá hoy también lo ame, sin embargo, nunca se lo hubiera dicho (con él me cuesta saber qué es pasado, qué presente. Nuestro vínculo se expande en una línea atemporal). Por suerte -no dejo de repetírmelo- no se lo dije. Me alegro de no haberlo hecho, menuda bomba escondía dentro. ¿Lo amaba de verdad entonces, ahora solo me produce compasión? ¿Lo había amado alguna vez? Llevábamos casi dos meses sin vernos, cuando aparecí en su casa un día de improviso. Tomé las riendas en silencio, nos buscamos con el olfato, con la punta de la lengua, pero la conexión que atrás nos deslizara en un escalofrío de besos ciegos y temblores se había cortado. Ya no era mío, no era el mismo. En ese momento no supe por qué. Ahora lo veo tan claro como si la aurora boreal avanzara entre nosotros y nos desnudara por dentro. Curiosamente, cuanto más pienso que nunca más volveremos a estar juntos, más lo deseo. ¿Es una locura? Sí, yo también me echo la bronca, tanto es así que hasta ayer no me atreví a contárselo a nadie, luego descubrí que mi amiga Andrea se lo imaginaba. ¡Esto no es normal ! A veces corro a entrar en casa cuando lo escucho subir la escalera, al tiempo que temo que quiera mudarse y ponerla en venta. Otras me pregunto si él también se queda en la puerta mientras escucha mis botas ascender hasta el primero, si levanta la mirilla para verme antes de atravesar el dintel. No paro de repetírmelo: ¿Se trata de una adicción? ¿Cómo es posible que ahora que he asumido que es un gilipollas integral y que me lanza cuchillos desesperados, aun así, hay momentos en que lo deseo? Me envuelven en sueños sus susurros, su sombra de hombre abeto asciende a nuestro peñasco, el peñasco que culmina la colina y huelo el frescor de su cuerpo al caer de la tarde sobre el río, siento sus dedos deslizándose en mi nuca y su lengua de caramelo en mi oído, su voz ronca como la del último día ¿Me deseas? Parte del problema puede deberse a que somos vecinos, y además de escalera, por eso comenzó todo. Un día, era octubre y el viento podaba las últimas hojas de los robles del paseo, recuerdo el cielo, morriñoso, que iba a desaguar en cualquier momento. Coincidimos en la plaza Mayor por casualidad, él llevaba la chaqueta verde de camuflaje y vaqueros raídos al natural, el pelo boscoso, con brillos de tierra seca. Volcó sus ojos de camaleón en mí. 


-Marian -me llamó, mientras me alargaba la mano y me acercaba hasta él.

¿Cómo no olerlo? Empezó a pintear con gotas gruesas.

-Te llevo a casa -me dijo con su sonrisa de cazador.

-No, no es necesario -le respondí.

Entonces, me recogió el pelo ya húmedo mientras me colocaba el cinto del coche. Dos minutos después, no sé lo que pasó, porque su mano en mi mejilla detonó así, porque una mecha, que ni sabíamos que existía, explotaba en un chasquido de dedos, y los dedos, sus dedos se zambullían en mi boca, que lo acogían como hijo pródigo de un mar sediento. En cinco minutos habíamos viajado en el coche a un lugar tranquilo, nos habíamos desnudado, y nos encontrábamos allí libando del cuerpo del otro como si fuera lo más cotidiano de nuestras vidas. Todo sucedió sin palabras, solo nos mirábamos, y cada parpadeo parecía parte de un lenguaje nítido, sin dudas, sin desencuentros; su lengua saboreando mi lengua, el sonido inaudible de nuestras salivas al encontrarse, su nariz haciéndome cosquillas en la tripa, el delicioso sudor que nos impregnaba en la refriega de pechos. El cuchicheo de los ombligos se convirtió en fricción, en quemadura, en gemidos para después atracar en el silencio, la expectación, conmoción al verlo descender con los ojos fijos, locos, hacia el delta de Venus. Aquello causó una sorprendente tormenta dentro de mí, en todos los sentidos. De nuevo, muchos meses después puedo evocar nítida esa escena. Incluso, cuando al final empecé a recomponer mis ropas, él tomó las braguitas y me hizo meter las piernas como si fuera una niña. Me abrochó por detrás como si lo hubiera hecho todos los días y me dejó en casa con un beso en el pelo. Mientras introducía la llave en la cerradura observé de refilón cómo se encerraba en su guarida. Cuando releo esto, siento en mis labios un calor tan desasosegante, que me posee como si volviera a estar allí. Y ya no tengo tan claro que escribir este diario pueda ayudarme a olvidarlo, a desahogarme, a dejarlo atrás. ¿Es eso lo que realmente quiero? ¿Tengo otra opción? Él no es quien pensaba, y al menor desencuentro me descartó de su vida, porque temió que le hiciera sombra, realmente no quería cambiar su impostura, no quería crecer o incluso fuera incapaz de hacerlo. Por eso no hablábamos, nuestros encuentros fueron llamaradas, flirteos con el amor, mordisqueos en el umbral de la concupiscencia, cantos de cisne efímeros, aullidos a la luna. Quizá no fuera tan bonito, ¿Mi deseo de ser amada lo convirtió en una fantasía, mientras solo se trataba de nuestra necesidad ciega, la llamada de la naturaleza? No puedo, no sé si podré seguir escribiendo sobre esto; cuando lo releo soy más consciente de por qué aún me duele y añoro el olor a verano de su pelo, el tacto delicioso de su piel, la curvatura serena del perfil de su costado, la sensación de sus miradas con los ojos entreabiertos. No puedo, no puedo seguir evocando a un fantasma maligno. Tengo que olvidarlo. Además, lo odio por sus devaneos. Quería que fuera libre para que fuera mío, pero la idea de verlo con otra me aterrorizaba. Me aterrorizó ver subir las escaleras a la primera planta a aquella mujer, con la faldita mínima, que dejaba entrever su ropa interior. Vi cómo llamaba con dos golpes fuertes, esperando dos segundos para dar uno más suave. Subí tan rápido los siete escalones que me permitió atisbar la sonrisa contenida de Marchelo mientras cerraba la puerta. He pensado en una venganza, mañana invitaré a mi amigo Adrián para que tome café en mi piso a la hora que Marchelo regresa del trabajo, nos encontraremos a las cuatro en el portal. Ya verá. O eso, o lo que me ha propuesto Andrea, matricularme en la escuela de psicología para diseccionar a narcisistas y superar esta adicción.

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