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martes, 22 de octubre de 2024

La isla de los Almendros, por Iván Rubio

 

(Curso de composición de relatos y microficciones, nivel intermedio, UNED de Ponferrada, impartido por Manuel Cuenya)

 

El fatigoso camión renqueaba entre las vertiginosas curvas de Sierra Madre en pos de costa Esmeralda. Pegué mi cara a la ventanilla con el ansia y la curiosidad de un niño. Aquel vértigo, lejos de provocar en mí aprensión, me causó una inefable sensación de libertad.

Caras serias, aburridas o somnolientas sembraban el panorama íntimo del pasadizo. Solo los chavitos, con su mirada nueva sobre el mundo, participaban de mi regocijo.

Aún no comprendía del todo qué hacía allí, pero por primera vez en meses me sentía vivo, al fin. Y eso me permitiría un profundo crecimiento personal. Viajar también es errar, divagar a veces, oscilar sin rumbo, dejándose arrastrar por el caos externo de decisiones no previstas, sin vislumbrar el horizonte inmediato al que se dirigen nuestros pasos.

El último quejido de los frenos del autobús nos dejó en un recóndito lugar portuario, a eones de la gran urbe. Mi llegada allí era la avanzadilla del equipo que me alcanzaría dos días más tarde. Por tanto, disponía de tiempo suficiente para comenzar mi investigación, disfrutar de un baño en las aguas tranquilas del Golfo de México a la madrugada y al atardecer, correr por el malecón y degustar algún que otro delicioso cóctel de gambas y los maravillosos elotes en los puestos callejeros, untados a rebosar de mayonesa, queso y chile piquín. Acompañado todo ello con unas micheladas, bebida a base de cerveza y picante que, contra todo pronóstico, me acostumbré a beber. Unas verdaderas vacaciones pagadas, porque he de decir que mi trabajo era el peor remunerado de la empresa y sin embargo estaba siendo el más interesante. Además de describir con detalle las formas de vida y los usos de esta zona litoral, mi labor consistía en entrevistar a los implicados, función que me tomaba con extrema diligencia y libertad, aprovechando que en la mayoría de los casos los lugareños estaban deseosos de conversar y sobre todo de ser escuchados. 


Con toda probabilidad mi acento gachupín, algo que acepté más tarde, me ayudó a tal fin, ya que el cariz accidentalmente internacional de nuestro trabajo le otorgaba aún mayor respetabilidad y pompa.

Los oriundos de costa Esmeralda se volcaron con mi investigación hasta el punto de hacerme la estancia memorable y como resultado un aprendizaje que jamás olvidaré, porque además recuerdo anécdotas que aún hoy cuento como si fueran chistes, consecuencias hilarantes de las variaciones y giros lingüísticos entre su habla y la nuestra. Aunque pronto me habitué a usar un lenguaje neutro y multitud de expresiones propias de su dialecto como “pesero”, o “selular”, con “ese” por supuesto.

En una ocasión, regresé de la playa a media mañana y pedí unos tacos al pastor en el restaurante del hotel; la camarera me preguntó si deseaba un vaso de sidra y le contesté de modo afirmativo, añadiendo con poca fortuna: “solo un culín por favor”. Mi expresión del noroeste de la península española fue recibida por la estupefacta mujer con un rictus que juzgué como una extraña mezcla de sorpresa y desasosiego. Rectifiqué como pude y mi azoramiento me traicionó tiñendo mi rostro de un vergonzante carmesí.

Al día siguiente le pedí un “vasín” (mi puñetera manía norteña de usar diminutivos), palabra que para aquellos hispanohablantes que sesean suena igual que “bacín”, de modo que la joven rompió en una estentórea carcajada que si bien inicialmente me sobresaltó, a continuación me pareció deliciosa (admito que me sentí feliz de haberla provocado, a pesar de ser a mi costa); cuando se le pasó el ataque agregó en un tono de paciente maestra: “eso lo usamos aquí para que los chamaquitos hagan sus necesidades”. ¡Pinche gachupín!, me dije entre dientes. 

En cuanto iniciamos la cartografía de la zona costera los días pasaron veloces. Kilómetro a kilómetro, el resto del equipo y yo recorrimos la enorme extensión de tierra levantando un mapa actualizado del litoral, numerando los predios y entrevistando a los usuarios. Jalonaban la variopinta bahía todo tipo de edificaciones y otras obras humanas, desde una desvencijada palapa con techo de palma y palos de madera carcomidos por los nortes que arrastran la humedad y el salitre, hasta terrenos adornados con suntuosas piscinas, entre césped impoluto y palacios que reciben al visitante con el ominoso ostento de modernas columnas jónicas. Esquifes destrozados y abandonados, algunos con su nombre aún legible o pequeñas embarcaciones de los pescadores locales varadas a la espera de la marea alta se extendían aquí y allá como muestras del pasado y presente de estas gentes. 


Explicaban los humildes aldeanos sus costumbres al punto que yo me interesaba también por la etnografía y la historia de sus ancestros (conocimiento en su mayoría que no reflejaría en mi informe final). Muchos hablaban sin parar, sorprendidos sin mesura del interés de un español en sus anónimos asuntos y como agradecimiento a mi atención o simplemente a mi presencia ofrecían lo poco que tenían de comer o me despedían con un efusivo apretón de manos.

Habíamos realizado cerca de la mitad de nuestra labor cuando llegamos a la altura de un pequeño islote en el seno de una marisma, que era apenas una diminuta lengua de arena cubierta de vegetación, un mangle rojo que se esfuerza en medrar ante las inmisericordes acciones humanas. Aquella barrera de tierra, del tamaño de un campo de fútbol, era el hogar de una familia que vivía en una chabola, al pie de una playita de arena oscura, restos de marisco y basura. Amarrada a un pequeño muelle cochambroso descansaba una embarcación a motor de pintura desconchada. Una mujer de avanzada edad se acercó al oír nuestra zodiac. Esperó paciente al borde de las aguas y nos saludó con una sonrisa. Dos niños, de unos ocho y seis años, se apostaban temerosos detrás del vestido de la señora.

Como siempre, yo iniciaba mi plática con una breve introducción de quiénes éramos y qué hacíamos allí.

-¿Sabe usted cómo le llaman a la isla? -le pregunté-, porque no nos figura su nombre en los mapas.

-La isla de los Almendros -respondió ella.

De pie, delante de mí, aquella viejita de vestido ajado y raído mostraba una extraña fortaleza a pesar de su complexión menuda y flaca. Pareció conforme en todo momento con mi interrogatorio y después de responder con solícita dedicación me contó toda su historia.

“Mire, mi marido y yo somos los abuelos de las criaturas. Cuidamos a nuestros nietos mientras mi hija se establece en Ciudad de México, está buscando trabajo de lo que salga. Su padre los abandonó”, añadió sin pudor delante de los pequeños.

En ese momento suspiró mientras miraba al horizonte, hacia la puesta de Sol, no sé si anhelando consuelo en la belleza del atardecer o buscando en el oeste el paradero de su hija, inmersa en la vorágine de más de veinte millones de almas como ella, corriendo veloces de un lado para otro en pos de un pesero, el metro o un sueño.       

Luego bajó la mirada entristecida y se sinceró: “mi marido no puede salir a pescar, el motor de la barca se ha roto, necesita una pieza, pero no tenemos lana para pagar al mecánico”. Por su respiración entrecortada parecía que intentaba ahogar el llanto. A pesar de ello no quiso o no se atrevió a pedirme nada la desdichada mujer.

Se alejó con respeto, mientras yo escribía en mi libreta y mis compañeros triangulaban la posición. Al cabo de unos minutos los críos se acercaron más confiados. Los saludé y pregunté sus nombres, que no recuerdo. Me contaron - eso lo recordaré mientras viva- que había llegado el circo y que jamás habían ido a uno. “El yayo nos dijo que si tiene arreglo lo del bote, nos llevará”, relató uno de los niños. La abuela los observó con los ojos vidriosos y se giró impotente.

Unos instantes después mis compañeros recogieron todo el material con el dinamismo que les caracterizaba y cargándolo en la lancha saltaron al interior. Justo antes de subir me di media vuelta, saqué la cartera y agarré lo poco que llevaba encima. Regresé a nuestra embarcación y les pedí más a mis colegas, que me miraron entre la urgencia y la condescendencia, al tiempo que se rascaban los bolsillos. Finalmente puse todas las monedas en las manos de los niños. Las observaron con los ojos tan abiertos que supe en un instante que jamás habían visto tal cantidad de dinero (en realidad, solo eran unas decenas de pesos).  “Para las entradas”, les dije. Evité la mirada de la mujer y regresé con los demás empujando la zodiac hasta que tuve el agua por las rodillas. Me aupé al interior alejándome para siempre. Mientras regresábamos al puerto tuve la certeza de que aquellas monedas pagarían el arreglo del motor. “Mejor así”, pensé.

El Golfo de México quedaba atrás.

A veces, cuando contemplo a mis hijos, recuerdo aún la expresión de aquellos chamacos con su tesoro entre los dedos, el brillo de su mirada, su asombro y el diminuto universo en el que vivían; su día a día en la pequeña isla de los Almendros.

 

                                                                                    

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