(Curso de composición de relatos y microficciones, nivel intermedio, UNED de Ponferrada, impartido por Manuel Cuenya)
El fatigoso camión renqueaba entre las
vertiginosas curvas de Sierra Madre en pos de costa Esmeralda. Pegué mi cara a
la ventanilla con el ansia y la curiosidad de un niño. Aquel vértigo, lejos de
provocar en mí aprensión, me causó una inefable sensación de libertad.
Caras serias, aburridas o somnolientas sembraban el
panorama íntimo del pasadizo. Solo los chavitos, con su mirada nueva sobre el
mundo, participaban de mi regocijo.
Aún no comprendía del todo qué hacía allí, pero por
primera vez en meses me sentía vivo, al fin. Y eso me permitiría un profundo
crecimiento personal. Viajar también es errar, divagar a veces, oscilar sin
rumbo, dejándose arrastrar por el caos externo de decisiones no previstas, sin
vislumbrar el horizonte inmediato al que se dirigen nuestros pasos.
El último quejido de los frenos del autobús nos dejó en un recóndito lugar portuario, a eones de la gran urbe. Mi llegada allí era la avanzadilla del equipo que me alcanzaría dos días más tarde. Por tanto, disponía de tiempo suficiente para comenzar mi investigación, disfrutar de un baño en las aguas tranquilas del Golfo de México a la madrugada y al atardecer, correr por el malecón y degustar algún que otro delicioso cóctel de gambas y los maravillosos elotes en los puestos callejeros, untados a rebosar de mayonesa, queso y chile piquín. Acompañado todo ello con unas micheladas, bebida a base de cerveza y picante que, contra todo pronóstico, me acostumbré a beber. Unas verdaderas vacaciones pagadas, porque he de decir que mi trabajo era el peor remunerado de la empresa y sin embargo estaba siendo el más interesante. Además de describir con detalle las formas de vida y los usos de esta zona litoral, mi labor consistía en entrevistar a los implicados, función que me tomaba con extrema diligencia y libertad, aprovechando que en la mayoría de los casos los lugareños estaban deseosos de conversar y sobre todo de ser escuchados.
Con toda probabilidad mi acento gachupín, algo que acepté
más tarde, me ayudó a tal fin, ya que el cariz accidentalmente internacional de
nuestro trabajo le otorgaba aún mayor respetabilidad y pompa.
Los oriundos de costa Esmeralda se volcaron con mi
investigación hasta el punto de hacerme la estancia memorable y como resultado
un aprendizaje que jamás olvidaré, porque además recuerdo anécdotas que aún hoy
cuento como si fueran chistes, consecuencias hilarantes de las variaciones y
giros lingüísticos entre su habla y la nuestra. Aunque pronto me habitué a usar
un lenguaje neutro y multitud de expresiones propias de su dialecto como “pesero”,
o “selular”, con “ese” por supuesto.
En una ocasión, regresé de la playa a media mañana y pedí
unos tacos al pastor en el restaurante del hotel; la camarera me preguntó si
deseaba un vaso de sidra y le contesté de modo afirmativo, añadiendo con poca fortuna:
“solo un culín por favor”. Mi expresión del noroeste de la península española
fue recibida por la estupefacta mujer con un rictus que juzgué como una extraña
mezcla de sorpresa y desasosiego. Rectifiqué como pude y mi azoramiento me
traicionó tiñendo mi rostro de un vergonzante carmesí.
Al día siguiente le pedí un “vasín” (mi puñetera manía
norteña de usar diminutivos), palabra que para aquellos hispanohablantes que
sesean suena igual que “bacín”, de modo que la joven rompió en una estentórea
carcajada que si bien inicialmente me sobresaltó, a continuación me pareció
deliciosa (admito que me sentí feliz de haberla provocado, a pesar de ser a mi
costa); cuando se le pasó el ataque agregó en un tono de paciente maestra: “eso
lo usamos aquí para que los chamaquitos hagan sus necesidades”. ¡Pinche
gachupín!, me dije entre dientes.
En cuanto iniciamos la cartografía de la zona costera los días pasaron veloces. Kilómetro a kilómetro, el resto del equipo y yo recorrimos la enorme extensión de tierra levantando un mapa actualizado del litoral, numerando los predios y entrevistando a los usuarios. Jalonaban la variopinta bahía todo tipo de edificaciones y otras obras humanas, desde una desvencijada palapa con techo de palma y palos de madera carcomidos por los nortes que arrastran la humedad y el salitre, hasta terrenos adornados con suntuosas piscinas, entre césped impoluto y palacios que reciben al visitante con el ominoso ostento de modernas columnas jónicas. Esquifes destrozados y abandonados, algunos con su nombre aún legible o pequeñas embarcaciones de los pescadores locales varadas a la espera de la marea alta se extendían aquí y allá como muestras del pasado y presente de estas gentes.
Explicaban los humildes aldeanos sus costumbres al punto
que yo me interesaba también por la etnografía y la historia de sus ancestros
(conocimiento en su mayoría que no reflejaría en mi informe final). Muchos
hablaban sin parar, sorprendidos sin mesura del interés de un español en sus
anónimos asuntos y como agradecimiento a mi atención o simplemente a mi
presencia ofrecían lo poco que tenían de comer o me despedían con un efusivo
apretón de manos.
Habíamos realizado cerca de la mitad de nuestra labor
cuando llegamos a la altura de un pequeño islote en el seno de una marisma, que
era apenas una diminuta lengua de arena cubierta de vegetación, un mangle rojo
que se esfuerza en medrar ante las inmisericordes acciones humanas. Aquella
barrera de tierra, del tamaño de un campo de fútbol, era el hogar de una
familia que vivía en una chabola, al pie de una playita de arena oscura, restos
de marisco y basura. Amarrada a un pequeño muelle cochambroso descansaba una
embarcación a motor de pintura desconchada. Una mujer de avanzada edad se
acercó al oír nuestra zodiac. Esperó paciente al borde de las aguas y nos
saludó con una sonrisa. Dos niños, de unos ocho y seis años, se apostaban
temerosos detrás del vestido de la señora.
Como siempre, yo iniciaba mi plática con una breve
introducción de quiénes éramos y qué hacíamos allí.
-¿Sabe usted cómo le llaman a la isla? -le pregunté-,
porque no nos figura su nombre en los mapas.
-La isla de los Almendros -respondió ella.
De pie, delante de mí, aquella viejita de vestido ajado y
raído mostraba una extraña fortaleza a pesar de su complexión menuda y flaca.
Pareció conforme en todo momento con mi interrogatorio y después de responder
con solícita dedicación me contó toda su historia.
“Mire, mi marido y yo somos los abuelos de las criaturas.
Cuidamos a nuestros nietos mientras mi hija se establece en Ciudad de México,
está buscando trabajo de lo que salga. Su padre los abandonó”, añadió sin pudor
delante de los pequeños.
En ese momento suspiró mientras miraba al horizonte,
hacia la puesta de Sol, no sé si anhelando consuelo en la belleza del atardecer
o buscando en el oeste el paradero de su hija, inmersa en la vorágine de más de
veinte millones de almas como ella, corriendo veloces de un lado para otro en
pos de un pesero, el metro o un sueño.
Luego bajó la mirada entristecida y se sinceró: “mi
marido no puede salir a pescar, el motor de la barca se ha roto, necesita una
pieza, pero no tenemos lana para pagar al mecánico”. Por su respiración
entrecortada parecía que intentaba ahogar el llanto. A pesar de ello no quiso o
no se atrevió a pedirme nada la desdichada mujer.
Se alejó con respeto, mientras yo escribía en mi libreta
y mis compañeros triangulaban la posición. Al cabo de unos minutos los críos se
acercaron más confiados. Los saludé y pregunté sus nombres, que no recuerdo. Me
contaron - eso lo recordaré mientras viva- que había llegado el circo y que
jamás habían ido a uno. “El yayo nos dijo que si tiene arreglo lo del bote, nos
llevará”, relató uno de los niños. La abuela los observó con los ojos vidriosos
y se giró impotente.
Unos instantes después mis compañeros recogieron todo el
material con el dinamismo que les caracterizaba y cargándolo en la lancha
saltaron al interior. Justo antes de subir me di media vuelta, saqué la cartera
y agarré lo poco que llevaba encima. Regresé a nuestra embarcación y les pedí
más a mis colegas, que me miraron entre la urgencia y la condescendencia, al
tiempo que se rascaban los bolsillos. Finalmente puse todas las monedas en las
manos de los niños. Las observaron con los ojos tan abiertos que supe en un
instante que jamás habían visto tal cantidad de dinero (en realidad, solo eran
unas decenas de pesos). “Para las
entradas”, les dije. Evité la mirada de la mujer y regresé con los demás
empujando la zodiac hasta que tuve el agua por las rodillas. Me aupé al
interior alejándome para siempre. Mientras regresábamos al puerto tuve la
certeza de que aquellas monedas pagarían el arreglo del motor. “Mejor así”,
pensé.
El Golfo de México quedaba atrás.
A veces, cuando contemplo a mis hijos, recuerdo aún la
expresión de aquellos chamacos con su tesoro entre los dedos, el brillo de su
mirada, su asombro y el diminuto universo en el que vivían; su día a día en la
pequeña isla de los Almendros.
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