(Curso
de composición de relatos y microficciones, nivel intermedio, UNED de
Ponferrada, impartido por Manuel Cuenya)
Hola,
querida:
Por
fin me he decidido a escribirte. Tengo tantas cosas que contarte, que no sé por
dónde comenzar.
No
recuerdo en qué momento sembré tu semilla dentro de mí, pero sé que germinaste
y quisiste devorarme por completo.
Yo
era una niña tímida, muy reservada. Nunca buscaba problemas y necesitaba que
todo el mundo estuviera contento conmigo.
En
el colegio mi actitud debía de ser perfecta. Ningún profesor decía nada malo de
mí. Pero cuando llegó la adolescencia, me sentí una chica no querida, una
fracasada.
Cuando
me miraba en el espejo me odiaba. “Estás gorda, das asco”, esas eran las
palabras que más me repetía.
Dejé
a un lado los amigos, me aparté de la familia, abandoné mis aficiones, planté
los estudios y me centré en contar calorías. Tener una bonita figura era el
objetivo, creyendo que así sería feliz, que todo el mundo me envidiaría.
Mi cuerpo se convirtió en una prisión, una voz interna me taladraba -cada día estás más gorda, no comas tanto-, me invadían la desgana y la apatía, los problemas de movilidad se hacían cada vez más notorios hasta el punto de negarme a caminar y pasarme excesivo tiempo en la cama.
Mi
madre sufría en silencio, lloraba mis rechazos, mis negativas a recibir ayuda,
quería socorrerme, pero yo siempre la rehusaba.
Busqué
información en Internet, encontré las causas, pero me negué a afrontarlas. Una
manzana, cincuenta y nueve calorías, un yogur desnatado, cuarenta y una
calorías. El recuento de calorías era lo que más me importaba. Y la báscula.
Pesaba treinta y nueve kilogramos con mi estatura de uno sesenta y nueve.
Y
los espejos, que en mi casa estaban todos averiados. Se habían estropeado, mi
imagen se distorsionada. Mi madre me decía: “mírate, estás en los huesos”. Yo
me miraba, y el espejo me mostraba gorda, muy gorda. Mi madre, sin duda, me
engañaba.
El
día que ingresé en el hospital el diagnóstico fue brutal. No. No podía ser. No
estaba enferma, no podía padecer ninguna enfermedad. Pasaron muchos días llenos
de sombras. Los días transcurrían entre tinieblas, mientras me alimentaban con
sondas. Me moría a ratos. Yo era mi propia asesina.
Odiaba
las batas blancas... los carritos de comida… los vasos de zumo… los buenos
consejos y las caricias. Cuando al fin me levanté y me miré en el espejo, no me
reconocía, esa no era yo. Los ojos hundidos… la mirada extraviada… la tez
pálida. Incipientes calvicies. Mi cuerpo era un saco de piel lleno de huesos.
Ese
fue el momento en que decidí arrojarte de mi vida, consciente de que no sería
fácil, pero segura de que lo habría de conseguir, porque después de cada noche
siempre amanece un nuevo día lleno de luz y yo había vivido demasiado tiempo
entre brumas.
En
eso estoy ahora, intentado deshacerme de ti. Por eso te digo adiós, no vuelvas
a apropiarte de mi vida.
Ahora
quiero ser yo y aceptarme tal como soy.
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