(Curso de composición de relatos y microficciones, nivel intermedio, UNED de Ponferrada, impartido por Manuel Cuenya)
Las olas son un murmullo constante que
rompen en la arena en una cadencia ininterrumpida, alterada tan sólo por
momentos de mayor virulencia que anuncian la llegada de la tormenta.
Las olas han sido fuertes y acaban
salpicándome los ojos que reaccionan ante la salinidad de aquel líquido agresor
rico en minerales que se extiende ante mí sin que pueda apreciar dónde acaba.
Esa grandiosidad me asusta y me atrae en una contradicción que me hace avanzar
hacia dentro.
Meto los pies en el agua y el frío me
corta como pequeños cuchillos la piel poco curtida tras el letargo del
invierno. Estoy rodeada por un hábitat desconocido, extraño, y esa sensación de
inseguridad me vuelve a recordar a ti, a tu valentía de haber vivido desde
siempre rodeado por la bravura de un mar inmenso.
Me sumerjo hasta el fondo comprimiendo el
aire en mis pulmones al tiempo que escucho cómo el estruendo seco de un trueno
se extiende por el vacío sonoro del agua. Una corriente fría serpentea mi
cuerpo anunciando un cambio de ritmo en el vaivén constante de las olas y
compruebo asustada cómo una fuerza invisible me arrastra hacia dentro. Tras un
momento de pánico, me dejo llevar y espero el momento en el que el agua me
empuje de nuevo hacia la playa. Saco fuerzas y lucho con desesperación hasta
alcanzar la orilla donde la arena se mezcla conmigo en una intensa pelea por
escapar de la rabia del oleaje. A salvo del intento del rapto marino, regreso a
la calidez de mi toalla cubierta por minúsculos fragmentos de rocas, con la
piel tirante por la sal y las vías respiratorias irritadas por la invasión del líquido
salino. A pesar de una sofocante sensación de incomodidad, me siento invadida
por una extraña calma al saberme victoriosa de la batalla.
Un nuevo trueno anuncia la lluvia dulce
que comienza una caída frenética sobre la arena y que provoca la estampida de
la gente que huye del aguacero. Me quedo sola, sentada frente al mar,
escuchando el golpeteo constante de las gotas contra la superficie, degustando
el aroma denso de la tormenta, disfrutando de ese bautizo natural que me ofrece
la naturaleza capaz de purificar cuerpo y alma de toda clase de impureza.
Me tumbo dejando que todo mi cuerpo sea
bendecido por ese torrente de agua dulce que cae con fuerza. Cierro los ojos y
veo tu imagen clara y nítida en mi cabeza y siento que tú no puedas apreciar
con esa misma precisión cómo se vuelve mi mirada cuando te observo, oscura e
intensa, llena de matices que nunca podrás ver, pero que intuyes con el
delicado tacto de tus dedos, con ese poder tuyo de mirar con las manos. Nos
queremos, con todas nuestras imperfecciones y nuestros perfectos defectos;
aprendemos a comprendernos en esta aventura privada y única que es nuestra vida
juntos, con nuestras propias mareas y tormentas, esas que tratan en vano de
arrastrarnos hasta el fondo, pero que sólo consiguen que lleguemos de nuevo más
fuertes hasta la orilla.
La lluvia se ha vuelto más suave y ligera,
apenas noto un cosquilleo sobre la piel limpia. Una agradable sensación de
calidez me recorre cuando los rayos de sol vuelven a templar mi cuerpo. La
tormenta se retira, y sus tambores de guerra se oyen cada vez más lejos, más
distantes, dando paso a la calma que siempre acompaña su final.
El mar abandona lentamente la bravura y
recupera la cordura en un oleaje pausado que invita de nuevo al baño. El
parloteo estrepitoso de las gaviotas se mezcla con el bullicio de la gente que
regresa colonizando la arena con toallas, sombrillas y aparatos de música que
interrumpen la sinfonía natural de la playa; entonces, entiendo que es el
momento de retirarme, de volver a casa.
Antes de marchar, anoto mentalmente todas
y cada una de las maravillosas sensaciones vividas durante mi última mañana de
verano junto al mar, y para acompañar todos esos recuerdos, que pronto serán
también tuyos, cojo un puñado de arena y lo guardo en el bolsillo, en un tímido
intento de acercarte un pedacito de este inmenso y rico paraíso.
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