(Curso
de composición de relatos y microficciones, nivel intermedio, UNED de
Ponferrada, impartido por Manuel Cuenya)
Cuando
yo era pequeña mi madre nos decía, a mi hermano y a mí, que habíamos hecho
oídos sordos a su primera llamada: “¡Venga, levantaos, que papá ya ha bajado a
buscar el coche y hace rato que nos está esperando!”, así, de esta forma tan
intempestiva, empezaba nuestro viaje de vacaciones. Para mi hermano y para mí
cargando con nuestro sueño, para mi madre repasando las bolsas y paquetes que
todavía se habían de bajar a la calle, y, mientras tanto, mi padre permanecía
en la calle impaciente, preguntándose: “¿Por qué tardábamos tanto?”.
Una
vez en el coche, acomodados entre las maletas, regalos y demás bultos, nos
poníamos en marcha. Esta situación se repetía cada año en agosto. Era el único
mes en que podíamos ir a visitar a nuestra familia del pueblo. El primer
destino era Gandía, en la provincia de Valencia, allí vivía la familia de mi padre.
Y el segundo era Iniesta, en la provincia de Cuenca, donde residía la familia
de mi madre.
Emprendíamos
aquel viaje junto con la gran mayoría de emigrantes del país que, como mis
padres, regresaban a sus lugares de origen.
Mi
hermano y yo habíamos nacido en Barcelona, y, aunque el destino de nuestras
visitas siempre era el mismo, nos gustaba la idea de jugar con nuestros primos
y en especial disparar a algún blanco con su escopeta de balines.
Es sabido que, para los niños, la diferencia entre turismo y viaje no existe. Para ellos la palabra turismo no tiene sentido, porque, con cada año más de vida, se abre una nueva mirada al mundo.
Salíamos
de Barcelona muy temprano, bastante antes de que asomara el sol, no porque en
esa época se organizaran los atascos actuales de las diversas operaciones de
salida, más bien era porque el que marcaba el ritmo y el tiempo del viaje era
el coche, un Fiat Balilla que mi padre, mecánico de profesión, había comprado
de segunda o tercera mano, y que, como su velocidad máxima era de ochenta
kilómetros por hora y se calentaba de tanto en tanto, necesitaba algunas horas
extras para llegar a su destino.
Siempre
viajábamos en día laborable, porque, en caso de tener alguna avería, podíamos
encontrar algún taller abierto para comprar alguna pieza y repararla.
Las
casas, que festoneaban los laterales de la avenida de la Gran Vía, apenas se
veían entre la oscuridad y el sueño.
En
dirección al aeropuerto, antes de llegar al Prat, un olor desagradable,
penetrante y fétido, nos avisaba de
que nos acercábamos a la fábrica de la
seda de Barcelona, y por tanto ya estábamos dejando la ciudad. Un poco más
adelante ascendíamos y descendíamos las costas del Garraf como en un tobogán
que serpenteaba entre la roca viva de la montaña y el mar.
Empezaba
a amanecer y antes de llegar a Tarragona parábamos a desayunar en
Torredembarra. Esta era la primera parada del viaje.
Al
querer bajar del coche mis piernas no me respondían debido a la posición en que
habían estado durante todo el trayecto y que, dado el abultado equipaje que me
rodeaba, era la única que podían adoptar. Este hecho, junto a una náusea
incipiente y un aturdimiento por el sonido constante del motor del coche, me
exigía un esfuerzo extra para poder andar y aguantar el equilibrio.
La
vista del mar que teníamos tan cerca y las primeras luces reflejadas en el agua
animaban el paisaje. Esta parada era la del desayuno. Íbamos al bar habitual
que ya conocíamos. A esas horas la clientela eran trabajadores y el ambiente
era triste y silencioso, las mesas redondas y de mármol con un ribete dorado
alrededor. La mirada el dueño del bar, condescendiente, nos permitía sacar los
bocadillos de pan con tomate y jamón y de queso manchego, que mi madre había
preparado el mismo día por la mañana, cuando todos estábamos durmiendo. Para
hacer gasto, mi padre pedía un plato de olivas verdes, vino de la casa, un café
y un poleo menta.
Después,
con la alegría de haber comido, ya estábamos todos más despiertos y animados, y
el silencio, que había reinado entre nosotros, se rompía y empezaban las
conversaciones, preguntas, anécdotas, recuerdos y juegos.
Aquel era el inicio de mis
vacaciones de verano, con aquella primera parada, que recuerdo ahora con
cariño.
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