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sábado, 26 de octubre de 2024

Vacaciones de verano: Primera parada, por Ascensión Martínez

(Curso de composición de relatos y microficciones, nivel intermedio, UNED de Ponferrada, impartido por Manuel Cuenya)

Cuando yo era pequeña mi madre nos decía, a mi hermano y a mí, que habíamos hecho oídos sordos a su primera llamada: “¡Venga, levantaos, que papá ya ha bajado a buscar el coche y hace rato que nos está esperando!”, así, de esta forma tan intempestiva, empezaba nuestro viaje de vacaciones. Para mi hermano y para mí cargando con nuestro sueño, para mi madre repasando las bolsas y paquetes que todavía se habían de bajar a la calle, y, mientras tanto, mi padre permanecía en la calle impaciente, preguntándose: “¿Por qué tardábamos tanto?”.

Una vez en el coche, acomodados entre las maletas, regalos y demás bultos, nos poníamos en marcha. Esta situación se repetía cada año en agosto. Era el único mes en que podíamos ir a visitar a nuestra familia del pueblo. El primer destino era Gandía, en la provincia de Valencia, allí vivía la familia de mi padre. Y el segundo era Iniesta, en la provincia de Cuenca, donde residía la familia de mi madre.

Emprendíamos aquel viaje junto con la gran mayoría de emigrantes del país que, como mis padres, regresaban a sus lugares de origen.

Mi hermano y yo habíamos nacido en Barcelona, y, aunque el destino de nuestras visitas siempre era el mismo, nos gustaba la idea de jugar con nuestros primos y en especial disparar a algún blanco con su escopeta de balines.

Es sabido que, para los niños, la diferencia entre turismo y viaje no existe. Para ellos la palabra turismo no tiene sentido, porque, con cada año más de vida, se abre una nueva mirada al mundo. 


Salíamos de Barcelona muy temprano, bastante antes de que asomara el sol, no porque en esa época se organizaran los atascos actuales de las diversas operaciones de salida, más bien era porque el que marcaba el ritmo y el tiempo del viaje era el coche, un Fiat Balilla que mi padre, mecánico de profesión, había comprado de segunda o tercera mano, y que, como su velocidad máxima era de ochenta kilómetros por hora y se calentaba de tanto en tanto, necesitaba algunas horas extras para llegar a su destino.

Siempre viajábamos en día laborable, porque, en caso de tener alguna avería, podíamos encontrar algún taller abierto para comprar alguna pieza y repararla.

Las casas, que festoneaban los laterales de la avenida de la Gran Vía, apenas se veían entre la oscuridad y el sueño.

En dirección al aeropuerto, antes de llegar al Prat, un olor desagradable, penetrante y fétido, nos avisaba  de que  nos acercábamos a la fábrica de la seda de Barcelona, y por tanto ya estábamos dejando la ciudad. Un poco más adelante ascendíamos y descendíamos las costas del Garraf como en un tobogán que serpenteaba entre la roca viva de la montaña y el mar.

Empezaba a amanecer y antes de llegar a Tarragona parábamos a desayunar en Torredembarra. Esta era la primera parada del viaje.

Al querer bajar del coche mis piernas no me respondían debido a la posición en que habían estado durante todo el trayecto y que, dado el abultado equipaje que me rodeaba, era la única que podían adoptar. Este hecho, junto a una náusea incipiente y un aturdimiento por el sonido constante del motor del coche, me exigía un esfuerzo extra para poder andar y aguantar el equilibrio.

La vista del mar que teníamos tan cerca y las primeras luces reflejadas en el agua animaban el paisaje. Esta parada era la del desayuno. Íbamos al bar habitual que ya conocíamos. A esas horas la clientela eran trabajadores y el ambiente era triste y silencioso, las mesas redondas y de mármol con un ribete dorado alrededor. La mirada el dueño del bar, condescendiente, nos permitía sacar los bocadillos de pan con tomate y jamón y de queso manchego, que mi madre había preparado el mismo día por la mañana, cuando todos estábamos durmiendo. Para hacer gasto, mi padre pedía un plato de olivas verdes, vino de la casa, un café y un poleo menta.

Después, con la alegría de haber comido, ya estábamos todos más despiertos y animados, y el silencio, que había reinado entre nosotros, se rompía y empezaban las conversaciones, preguntas, anécdotas, recuerdos y juegos.

Aquel era el inicio de mis vacaciones de verano, con aquella primera parada, que recuerdo ahora con cariño.

 

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