(Curso de composición de relatos y microficciones, nivel intermedio, UNED de Ponferrada, impartido por Manuel Cuenya)
La
Tierra continúa girando. Los seres humanos, anclados en ella, también. Y en ese
girar continuo, los campesinos dedican su vida a cultivar productos, que han
servido, desde hace miles de años, para alimentarnos al resto de la Humanidad.
El
rol de los campesinos siempre ha estado presente a lo largo de todas las
culturas y civilizaciones. Por ello resulta raro que a este colectivo se le
tenga en tan poca estima, incluso en las sociedades democráticas.
Es
una pena que los futuros dirigentes políticos solamente se acuerden de ellos a
la hora de solicitar el voto y, después, como dice el refrán: “si te he visto,
no me acuerdo”. En esta tierra, de donde todo nace y a donde todos regresamos,
se aprecian poco los intereses de este segmento poblacional tan necesario.
En
Europa hemos asistido a numerosas tractoradas de agricultores reclamando
peticiones que eviten la desaparición de este colectivo, que intenta sobrevivir
a las políticas nunca bien explicadas y, finalmente, mal comprendidas.
A nuestros agricultores se les exigen unas normas dirigidas al aumento de la calidad de los productos agrícolas, sin embargo, el control de su cumplimiento no es exigido con tanto rigor a los productos de otros territorios no europeos.
La
competencia legal siempre es positiva, pero cuando el control de las fronteras
se relaja, aparecen intereses bastardos, y se produce la “ley del embudo”.
Siempre existen, en aras de unos
hipotéticos menores precios al consumidor, una relajación de los controles
sobre las prácticas desleales, que aparentan dirigirse a intereses económicos y
no al aumento de calidad, única razón por la que fueron dictadas unas estrictas
normas para los agricultores europeos.
Deberíamos
obligar a los europarlamentarios a que definan con claridad una óptima ley
sobre la cadena alimentaria, para evitar así las perjudiciales prácticas
desleales. De esa forma podríamos conseguir que los costos en origen fuesen más
competitivos; alguna decisión conveniente más sería un doble etiquetado, donde se
visibilizase el precio abonado en origen y el precio final que tendrá que pagar
el consumidor.
También
deberíamos tener presente que si nos falla la agricultura, por falta de
personas que se dediquen a ella, no sólo escasearán los productos que el ser
humano cultiva desde hace miles de años, sino que la vida peligrará tal como la
conocemos.
En
El principito se dice que: «en su planeta, como en todos los demás,
existen hierbas buenas y malas. Por consiguiente, de buenas semillas salían
buenas hierbas y de las semillas malas, hierbas malas». Y esto lo saben bien, desde
siempre, los agricultores. «El sentido de las cosas no está en las cosas
mismas, sino en nuestra actitud hacia ellas», podemos leer asimismo en la obra
de Saint-Exupéry.
No
podemos estar en contra de los productos, vengan de donde vengan, sino ejercer un
control sobre todos y cada uno de éstos.
En
esta Madre Tierra -Pachamama, según los Incas-, en la todos los habitantes
deseamos conseguir mejoras en las condiciones de vida, ambientales y de salud,
no valen subterfugios que rocen los intereses políticos, favoreciendo prácticas
que no son acordes con las obligaciones exigidas para nuestros agricultores y
que, por tanto, favorecen a élites que sólo contemplan intereses económicos, de
modo que dejamos al margen las consignas
acordadas para mejorar la salud y el medio ambiente, que unos sí cumplen, pero
que otros, en cambio, no lo hacen.
Empaticemos
con aquellos agricultores que se están manifestando para recordar la
importancia que, desde siempre, tienen éstos. A partir de sus conocimientos, de
su experiencia, todos deseamos seguir subsistiendo con una agricultura racional
que a su vez no dañe el medio ambiente que nos rodea.
Valga
este humilde homenaje a los agricultores de la Madre Tierra, a través de los
cuales la evolución de la especie humana ha llegado a tan alto nivel de
desarrollo, procurando que las corruptelas humanas sean las menos posibles.
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