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lunes, 28 de octubre de 2024

El verano de las tormentas, por Eugenia Vélez Sánchez


Con este relato, El verano de las tormentas, Eugenia Vélez, que se mete en la piel de un joven, se revela como una narradora portentosa, capaz de envolvernos en su trama desde el principio al final.

Una historia escrita de un modo magistral, con pasajes intensos, llenos de sensualidad, que nos invita a la reflexión y nos sacude las entrañas.

(Taller de composición de relatos y microrrelatos de la Universidad de León, impartido por Manuel Cuenya)


*Es Eugenia Vélez Sánchez, aunque por confusión aparezca publicado como Eugenia Sánchez Vélez. 

Mi hermana Teresa y yo nos enamoramos de Sebastián en el mismo instante, a principios de junio de 1996, poco antes de comenzar lo que terminaríamos por llamar el verano de las tormentas. A pesar de los años transcurridos desde entonces, puedo recordar ese momento con precisa exactitud, como ocurre con los grandes acontecimientos de nuestra vida, o aquellos que sin ser excesivamente relevantes se graban en nuestra memoria con imágenes imborrables en el recuerdo.

Aquella tarde los rayos de sol se colaban entre las nubes gruesas y oscuras de la primera de las tormentas. Eran los últimos días de clase antes de finalizar el curso; un aire de distracción juvenil y evocadora lo inundaba todo con el espíritu de la promesa de un verano interminable. Teresa terminaría el bachiller y comenzaría la universidad, estaba radiante con su melena dorada cuyos mechones parecían flotar con la electricidad del aire cargado de agua. Era alta, extraordinariamente delgada, y tenía “estilo”, como decía mi madre. Su forma de interactuar con el mundo era peculiar, parecía moverse a cámara lenta, como si el tiempo se parase con ella para deleitarse con su belleza. Teresa era especial, todos los sabíamos, incluso ella lo sabía. Todos los chicos a su alrededor habían intentado conquistarla sin éxito. Ella los miraba por encima del hombro y los despreciaba con cierto desdén, como si le resultase ofensiva tan solo la posibilidad de que a ella le pudiese interesar algún ser como aquellos. Yo era otra cosa, más feo, más joven, cumpliría quince años en agosto.

         Mi padre era médico cirujano, vivíamos en una urbanización a las afueras de la ciudad en una casa con piscina, jardín, rodeada de una belleza que transmitía la sensación de un espejismo. Cuando comenzó a llover esa tarde, corrimos para entrar en la casa. Ante la puerta estaba aquel chico empapado, con los ojos centelleantes, que según nos dijo mi padre era nieto de la vecina, aquel verano lo pasaría con su abuela en la casa contigua a la nuestra en la urbanización. Su nombre era Sebastián, me tendió su mano con las presentaciones pudiendo sentir levemente el calor que desprendía. Miré a Teresa y supe, con precisión absoluta, que todos los demás momentos de aquel verano estarían teñidos de un sentimiento casi obsesivo por acaparar las miradas de aquel muchacho. 


         Con el paso de los días llegaron las vacaciones, y Sebastián paso a formar parte de nuestra pandilla de verano. Había dejado de estudiar hace un par de años, estuvo dando tumbos en trabajos sin porvenir, tonteando con las drogas, por eso sus padres lo mandaron aquel verano con su abuela, porque no lo soportaban más en casa. No era excesivamente inteligente, ni culto, ni tenía lo que pudiera considerarse por los miembros de mi familia como “clase”. Pero desde luego era guapo y arrebatadoramente atractivo. Poseía ese don especial de alguna gente que irradia un brillo interior cautivador. Su sonrisa, sus gestos, su voz, su olor, todo en él respondía a una especie de orden cósmico diseñado para hacerlo inolvidable. Tanto hombres como mujeres se rendían a sus encantos. Los chicos buscaban su compañía, su conversación; si Sebastián te consideraba su amigo adquirías un estatus especial ante los demás. Las chicas lo buscaban y se le insinuaban constantemente, incluso algunas mayores que él lo preferían antes que a cualquier otro de su edad. Tenía una moto, una de esas que imitan a las de la Segunda Guerra Mundial, y se desplazaba con ella a todos lados, con la pantalla del casco a medio subir, insinuando que estaba de paso, que todo en él era casual. Vestía de forma impecable para su edad. Nunca lo veías con la camisa arrugada, alguna mancha o un descuido similar. Siempre afeitado, el pelo perfectamente peinado, limpio y con olor a esas colonias de moda para adolescentes. Pasase lo que pasase, Sebastián siempre estaba perfecto.

         Por aquel entonces yo luchaba entre dos fuerzas contrapuestas en mi interior. Por un lado, ansiaba con ímpetu adolescente encajar con holgura en el mundo en el que vivía. Quería ser como mí hermana, verme bello, etéreo, inteligente, profundamente conocedor de mi valor. Por otro lado, algo en mi interior rechazaba esa perfección patológica e inverosímil que me hacía sospechar de que algo no encajaba, Teresa era irreal como un cuento, como esas historias que mi madre nos contaba de niños y que en el fondo yo intuía que eran tan solo humo. 

         La primera vez que vi a mi hermana con Sebastián fue una tarde a principios de julio, cuando se estaba formado la segunda de las tormentas. Por aquel entonces los dos ya estábamos enamorados de él. Teresa no me dijo que estaban juntos, simplemente me miraba con compasión cuando yo le hablaba de él, una y otra vez, contándole “cómo me había mirado en la piscina”, “qué guapo se le veía cuando llegaba con la moto”, tal y cual cosa. Sinceramente, yo era demasiado joven e ingenuo para imaginar que ella en secreto se veía con él y no me lo había contado. Aquella tarde yo estaba en la buhardilla leyendo, y mirando por la ventana como se formaban las nubes al atardecer, presagiando la tormenta. Cuando escuché el sonido de la moto se paró mi corazón y miré hacia abajo. Allí estaba él, tan hermoso y cautivador, por un momento mi piel se erizó pensando que venía a verme a mí, pero tan sólo un segundo después vi salir a Teresa a toda prisa, con esa melena que caía en su espalda con el movimiento perfecto. Cogió el casco que él le tendió con su mano y se subió en la parte trasera de la moto. Él acarició sus nalgas levemente. Cuando se alejaron sentí un fuego de destrucción en mi corazón de naturaleza indescriptible. Me quemaba la vergüenza de no haberme dado cuenta de lo que pasaba ante mis ojos, me quemaba el secreto que ella se había guardado dejándome creer en mi simplicidad infantil un amor de Sebastián inexistente, y me quemaba la sensación imborrable en mi memoria de querer ser ella a toda costa. 


         A partir de entonces la dinámica en la vida de aquel verano cambió, quizá de forma imperceptible para los demás, pero no para mí, que vivía cada segundo con esa intensidad de cuando tienes quince años y estás enamorado. Tenía que sentir a Sebastián a toda costa. Sentir su piel, su sudor, sus manos sobre mí. No pararía en mi empeño hasta corroborar que la sensación física de su contacto era la misma que bullía mil veces en mi imaginación.

         Aquel verano de 1996 comencé a fumar por el simple hecho de que Sebastián fumaba. Recuerdo un día estar en el borde de la piscina con los pies en el agua. El color casi “mágico” del sol con tonos verdes y azulados que se reflejaban en el fondo acuático. Él se acercó a mí y me tendió, en un gesto buscado para hacerme sentir mayor, un cigarrillo Camel. Me ruboricé ante su cercanía, sentí dentro de mí un latigazo de deseo casi doloroso. Fumé entonces con total naturalidad, como seguiría haciéndolo durante los siguientes veinte años. Imité cada uno de sus gestos mil veces, cómo cogía el cigarrillo, cómo movía sus manos, cómo soltaba el humo en ocasiones entre risas. Los días transcurrían mientras lo observaba, tratando de captar su atención, sólo existía un deseo en mi mente, que olvidase a mi hermana Teresa y se enamorase de mí.

         Durante esos días leía libros de una temática determinada, Cumbres Borrascosas, Las desventuras del Joven Werther, Jane Eyre. Tenía la necesidad de legitimar mis sentimientos; si aquellos personajes sentían lo mismo que yo entonces es que era real, estaba dentro de las posibilidades del mundo, lo que me ocurría no era un simple error de percepción.

         Los días pasaban cálidos, lentos, como los veranos interminables de la infancia. La noche de la tercera de las tormentas ocurrió algo inesperado. Espié a Sebastián y Teresa al regresar de una de sus citas. Mi corazón se aceleró al percibir en la oscuridad cómo la tocaba, cómo la besaba, incluso podía sentir en la piel el sabor de ese instante. Le metió la mano por debajo de la falda e intentó que se bajase las bragas. Me di cuenta de que Sebastián estaba borracho. Teresa se enfadó y forcejeó con él terminado la cita de forma abrupta. Ella entró en casa y él se quedó allí apoyado en su moto. Con cierto aire melancólico se desbrochó el pantalón y comenzó a masturbarse. En aquel preciso instante se me ocurrió la idea. Me miré un segundo en el espejo y bajé las escaleras sin que nadie me viera. Cuando salí, Sebastián seguía allí, me miró fijamente mientras se tocaba, me hizo un gesto para que me acercase, me besó intensamente. Sentí su aroma y su cercanía física. Agarró mi pelo dirigiendo mi cabeza hacia abajo. Tan intenso fue lo que sentí que aún hoy, muchos años después, puedo recordar de forma precisa esa sensación que pocas veces volvería a inundar completamente mi vida. Si Teresa nos vio o supo de aquel momento no lo sabré nunca. Al menos, jamás dio muestras de haberse enterado. Su comportamiento no delató lo más mínimo que poseyera esa información, o que tal vez, sabiéndolo, la guardó para sí por alguna razón.

Esa noche tuve la sensación de pérdida del control sobre mi propia vida, como si un huracán o una extraña fuerza de la naturaleza se hubiese apoderado de mis sensatos pensamientos hasta entonces. Tardaría mucho tiempo en comprender lo que pasó aquella noche de tormenta.

Los días de aquel verano prosiguieron tranquilos, con una percepción casi eterna del tiempo. No volví a estar tan cerca de Sebastián, pero la impronta de las sensaciones de aquella noche ha perdurado en mí como caramelos de fresa ácida en mi memoria. Lo rememoraba una y otra vez; con el lento transcurrir de las horas me tocaba pensado en él, como seguiría haciéndolo durante años.

Me dediqué a observar a Teresa, su ir y venir como las tormentas de agosto. En más de una ocasión volví a verlos juntos. En esos momentos me sentía morir. Era una muerte dulce de celos y deseo que se confundía en mi memoria. Mi hermana fue siempre muy diferente a mí, su hermoso rostro carecía por completo de expresión, nunca podías saber realmente lo que estaba pensado. Si estaba contenta o triste, si algo la hacía feliz, si te odiaba o no. Nada podías leer en su mirada. Pero hay que reconocerlo: era un ser verdaderamente bello. Las últimas semanas de aquel verano su comportamiento se hizo más marcado. Apenas hablaba, comía incluso menos que lo que era habitual en ella; por las noches a veces volvía a casa con los ojos vidriosos. Mis padres no parecían darse cuenta, pero yo, que la observaba con obsesión, lo veía claramente. Teresa se estaba disolviendo.

La llegada de septiembre me trajo una sensación de caída al vacío perturbadora, como el vértigo de asomarte a un precipicio. Era un precipicio sin Sebastián. Se marcharía con el verano, con las tardes de tormenta, con las horas interminables, con la sensación de amor intenso entre las nubes. Y eso se me antojaba insoportable. Él comenzaría a trabajar con sus padres hasta el siguiente verano. Teresa se marcharía a la universidad. Todos separados por hilos del destino. Incluso las tormentas se disiparon en el aíre como si nunca hubiesen mojado la hierba de aquel verano.

Sebastián y Teresa rompieron cuando ella se fue a la universidad. Nunca supe exactamente qué ocurrió entre ellos, pero estaba claro que la decisión fue de él, ya que Teresa cayó a un agujero aún más grande que el mío. No se pudo reponer de aquello, se inundó en la tristeza con las hojas del otoño. Mi padre fue a buscarla un día, diciendo que mi hermana estaba enferma. Y la Teresa que trajo a casa era una persona consumida por la locura de la desesperación, sin rastro de aquella dignidad, fuerza y belleza que poseía antaño. Como si se hubiera roto el hechizo del que antes gozaba con total impunidad. Nunca estudió medicina. Tardó meses en recuperarse en lo que mi padre llamó “un año sabático” para encontrar su camino. Algo en ella había cambiado para siempre, su pelo ya no brillaba como entonces, su cuerpo ahora era demasiado flaco, no etéreo. Se coló sigilosamente en su aura un toque de “vulgaridad” que le hizo perder la magia que había poseído durante aquel verano.

El otoño llegó con una espiral de tristeza melancólica que me acompañaría durante todo el invierno. Caminaba por las calles en la temprana oscuridad de la noche o en el momento de remoloneo del amanecer, y buscaba a Sebastián por todas partes con la mirada, con el corazón, con todo mi ser. Si veía a algún chico que se le parecía, mi corazón se aceleraba hasta darme cuenta de que no era él. Si de lejos veía una moto similar a la suya, mi mente se desbocaba en dilucidar todas las posibilidades. Pero él no estaba.

Con el paso de los meses dejé de buscar a Sebastián con la mira a cada instante. Pero mentiría si digo que lo olvidé. Ni mucho menos. Mi esperanza vivía dormida en el recuerdo de su piel, su olor, con el rumor cálido del viento, con el azul de los reflejos del sol en la piscina, con la sensación de calor en la mirada.

Mi hermana Teresa y yo volvimos a tener un punto en común a principios de junio de 1997, justo antes de comenzar lo que terminaríamos por llamar “el verano de los reencuentros”. La primera tarde que vimos la moto de Sebastián aparcada en el jardín, mi corazón comenzó a latir de nuevo, al igual que el de Teresa.

Muchos años han transcurrido desde entonces, pero volveré siempre a aquel verano de mi juventud, con las tardes cargadas de tormentas, las noches crepusculares contagiadas de deseo. Con la percepción que el tiempo les confiere a los recuerdos transformándolos en nostalgia.

 

 

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