Con este relato, El verano de las
tormentas, Eugenia Vélez, que se mete en la piel de un joven, se revela
como una narradora portentosa, capaz de envolvernos en su trama desde el
principio al final.
Una historia escrita de un modo
magistral, con pasajes intensos, llenos de sensualidad, que nos invita a la
reflexión y nos sacude las entrañas.
(Taller de composición de relatos y microrrelatos de la Universidad de
León, impartido por Manuel Cuenya)
*Es Eugenia Vélez Sánchez, aunque por confusión aparezca publicado como Eugenia Sánchez Vélez.
Mi hermana Teresa y yo nos
enamoramos de Sebastián en el mismo instante, a principios de junio de 1996,
poco antes de comenzar lo que terminaríamos por llamar el verano de las
tormentas. A pesar de los años transcurridos desde entonces, puedo recordar ese
momento con precisa exactitud, como ocurre con los grandes acontecimientos de
nuestra vida, o aquellos que sin ser excesivamente relevantes se graban en
nuestra memoria con imágenes imborrables en el recuerdo.
Aquella tarde los rayos de sol se
colaban entre las nubes gruesas y oscuras de la primera de las tormentas. Eran
los últimos días de clase antes de finalizar el curso; un aire de distracción
juvenil y evocadora lo inundaba todo con el espíritu de la promesa de un verano
interminable. Teresa terminaría el bachiller y comenzaría la universidad,
estaba radiante con su melena dorada cuyos mechones parecían flotar con la
electricidad del aire cargado de agua. Era alta, extraordinariamente delgada, y
tenía “estilo”, como decía mi madre. Su forma de interactuar con el mundo era
peculiar, parecía moverse a cámara lenta, como si el tiempo se parase con ella
para deleitarse con su belleza. Teresa era especial, todos los sabíamos,
incluso ella lo sabía. Todos los chicos a su alrededor habían intentado
conquistarla sin éxito. Ella los miraba por encima del hombro y los despreciaba
con cierto desdén, como si le resultase ofensiva tan solo la posibilidad de que
a ella le pudiese interesar algún ser como aquellos. Yo era otra cosa, más feo,
más joven, cumpliría quince años en agosto.
Mi padre era médico cirujano, vivíamos en una urbanización a las afueras de la ciudad en una casa con piscina, jardín, rodeada de una belleza que transmitía la sensación de un espejismo. Cuando comenzó a llover esa tarde, corrimos para entrar en la casa. Ante la puerta estaba aquel chico empapado, con los ojos centelleantes, que según nos dijo mi padre era nieto de la vecina, aquel verano lo pasaría con su abuela en la casa contigua a la nuestra en la urbanización. Su nombre era Sebastián, me tendió su mano con las presentaciones pudiendo sentir levemente el calor que desprendía. Miré a Teresa y supe, con precisión absoluta, que todos los demás momentos de aquel verano estarían teñidos de un sentimiento casi obsesivo por acaparar las miradas de aquel muchacho.
Con el
paso de los días llegaron las vacaciones, y Sebastián paso a formar parte de
nuestra pandilla de verano. Había dejado de estudiar hace un par de años,
estuvo dando tumbos en trabajos sin porvenir, tonteando con las drogas, por eso
sus padres lo mandaron aquel verano con su abuela, porque no lo soportaban más
en casa. No era excesivamente inteligente, ni culto, ni tenía lo que pudiera
considerarse por los miembros de mi familia como “clase”. Pero desde luego era
guapo y arrebatadoramente atractivo. Poseía ese don especial de alguna gente
que irradia un brillo interior cautivador. Su sonrisa, sus gestos, su voz, su
olor, todo en él respondía a una especie de orden cósmico diseñado para hacerlo
inolvidable. Tanto hombres como mujeres se rendían a sus encantos. Los chicos
buscaban su compañía, su conversación; si Sebastián te consideraba su amigo
adquirías un estatus especial ante los demás. Las chicas lo buscaban y se le
insinuaban constantemente, incluso algunas mayores que él lo preferían antes
que a cualquier otro de su edad. Tenía una moto, una de esas que imitan a las
de la Segunda Guerra Mundial, y se desplazaba con ella a todos lados, con la
pantalla del casco a medio subir, insinuando que estaba de paso, que todo en él
era casual. Vestía de forma impecable para su edad. Nunca lo veías con la
camisa arrugada, alguna mancha o un descuido similar. Siempre afeitado, el pelo
perfectamente peinado, limpio y con olor a esas colonias de moda para
adolescentes. Pasase lo que pasase, Sebastián siempre estaba perfecto.
Por
aquel entonces yo luchaba entre dos fuerzas contrapuestas en mi interior. Por
un lado, ansiaba con ímpetu adolescente encajar con holgura en el mundo en el
que vivía. Quería ser como mí hermana, verme bello, etéreo, inteligente,
profundamente conocedor de mi valor. Por otro lado, algo en mi interior
rechazaba esa perfección patológica e inverosímil que me hacía sospechar de que
algo no encajaba, Teresa era irreal como un cuento, como esas historias que mi
madre nos contaba de niños y que en el fondo yo intuía que eran tan solo humo.
La primera vez que vi a mi hermana con Sebastián fue una tarde a principios de julio, cuando se estaba formado la segunda de las tormentas. Por aquel entonces los dos ya estábamos enamorados de él. Teresa no me dijo que estaban juntos, simplemente me miraba con compasión cuando yo le hablaba de él, una y otra vez, contándole “cómo me había mirado en la piscina”, “qué guapo se le veía cuando llegaba con la moto”, tal y cual cosa. Sinceramente, yo era demasiado joven e ingenuo para imaginar que ella en secreto se veía con él y no me lo había contado. Aquella tarde yo estaba en la buhardilla leyendo, y mirando por la ventana como se formaban las nubes al atardecer, presagiando la tormenta. Cuando escuché el sonido de la moto se paró mi corazón y miré hacia abajo. Allí estaba él, tan hermoso y cautivador, por un momento mi piel se erizó pensando que venía a verme a mí, pero tan sólo un segundo después vi salir a Teresa a toda prisa, con esa melena que caía en su espalda con el movimiento perfecto. Cogió el casco que él le tendió con su mano y se subió en la parte trasera de la moto. Él acarició sus nalgas levemente. Cuando se alejaron sentí un fuego de destrucción en mi corazón de naturaleza indescriptible. Me quemaba la vergüenza de no haberme dado cuenta de lo que pasaba ante mis ojos, me quemaba el secreto que ella se había guardado dejándome creer en mi simplicidad infantil un amor de Sebastián inexistente, y me quemaba la sensación imborrable en mi memoria de querer ser ella a toda costa.
A partir
de entonces la dinámica en la vida de aquel verano cambió, quizá de forma
imperceptible para los demás, pero no para mí, que vivía cada segundo con esa
intensidad de cuando tienes quince años y estás enamorado. Tenía que sentir a
Sebastián a toda costa. Sentir su piel, su sudor, sus manos sobre mí. No
pararía en mi empeño hasta corroborar que la sensación física de su contacto
era la misma que bullía mil veces en mi imaginación.
Durante esos días leía libros de una
temática determinada, Cumbres Borrascosas, Las desventuras del Joven
Werther, Jane Eyre. Tenía la necesidad de legitimar mis sentimientos; si
aquellos personajes sentían lo mismo que yo entonces es que era real, estaba
dentro de las posibilidades del mundo, lo que me ocurría no era un simple error
de percepción.
Los días pasaban cálidos, lentos, como
los veranos interminables de la infancia. La noche de la tercera de las
tormentas ocurrió algo inesperado. Espié a Sebastián y Teresa al regresar de
una de sus citas. Mi corazón se aceleró al percibir en la oscuridad cómo la
tocaba, cómo la besaba, incluso podía sentir en la piel el sabor de ese
instante. Le metió la mano por debajo de la falda e intentó que se bajase las
bragas. Me di cuenta de que Sebastián estaba borracho. Teresa se enfadó y
forcejeó con él terminado la cita de forma abrupta. Ella entró en casa y él se
quedó allí apoyado en su moto. Con cierto aire melancólico se desbrochó el
pantalón y comenzó a masturbarse. En aquel preciso instante se me ocurrió la
idea. Me miré un segundo en el espejo y bajé las escaleras sin que nadie me
viera. Cuando salí, Sebastián seguía allí, me miró fijamente mientras se
tocaba, me hizo un gesto para que me acercase, me besó intensamente. Sentí su
aroma y su cercanía física. Agarró mi pelo dirigiendo mi cabeza hacia abajo.
Tan intenso fue lo que sentí que aún hoy, muchos años después, puedo recordar de
forma precisa esa sensación que pocas veces volvería a inundar completamente mi
vida. Si Teresa nos vio o supo de aquel momento no lo sabré nunca. Al menos,
jamás dio muestras de haberse enterado. Su comportamiento no delató lo más
mínimo que poseyera esa información, o que tal vez, sabiéndolo, la guardó para
sí por alguna razón.
Esa
noche tuve la sensación de pérdida del control sobre mi propia vida, como si un
huracán o una extraña fuerza de la naturaleza se hubiese apoderado de mis
sensatos pensamientos hasta entonces. Tardaría mucho tiempo en comprender lo
que pasó aquella noche de tormenta.
Los días de aquel verano
prosiguieron tranquilos, con una percepción casi eterna del tiempo. No volví a
estar tan cerca de Sebastián, pero la impronta de las sensaciones de aquella
noche ha perdurado en mí como caramelos de fresa ácida en mi memoria. Lo
rememoraba una y otra vez; con el lento transcurrir de las horas me tocaba
pensado en él, como seguiría haciéndolo durante años.
Me dediqué a observar a Teresa, su ir y venir como las tormentas de agosto.
En más de una ocasión volví a verlos juntos. En esos momentos me sentía morir.
Era una muerte dulce de celos y deseo que se confundía en mi memoria. Mi
hermana fue siempre muy diferente a mí, su hermoso rostro carecía por completo
de expresión, nunca podías saber realmente lo que estaba pensado. Si estaba
contenta o triste, si algo la hacía feliz, si te odiaba o no. Nada podías leer
en su mirada. Pero hay que reconocerlo: era un ser verdaderamente bello. Las
últimas semanas de aquel verano su comportamiento se hizo más marcado. Apenas
hablaba, comía incluso menos que lo que era habitual en ella; por las noches a
veces volvía a casa con los ojos vidriosos. Mis padres no parecían darse
cuenta, pero yo, que la observaba con obsesión, lo veía claramente. Teresa se
estaba disolviendo.
La llegada de septiembre me trajo una sensación de caída al vacío
perturbadora, como el vértigo de asomarte a un precipicio. Era un precipicio
sin Sebastián. Se marcharía con el verano, con las tardes de tormenta, con las
horas interminables, con la sensación de amor intenso entre las nubes. Y eso se
me antojaba insoportable. Él comenzaría a trabajar con sus padres hasta el
siguiente verano. Teresa se marcharía a la universidad. Todos separados por
hilos del destino. Incluso las tormentas se disiparon en el aíre como si nunca
hubiesen mojado la hierba de aquel verano.
Sebastián y Teresa rompieron cuando ella se fue a la universidad. Nunca
supe exactamente qué ocurrió entre ellos, pero estaba claro que la decisión fue
de él, ya que Teresa cayó a un agujero aún más grande que el mío. No se pudo
reponer de aquello, se inundó en la tristeza con las hojas del otoño. Mi padre
fue a buscarla un día, diciendo que mi hermana estaba enferma. Y la Teresa que
trajo a casa era una persona consumida por la locura de la desesperación, sin
rastro de aquella dignidad, fuerza y belleza que poseía antaño. Como si se
hubiera roto el hechizo del que antes gozaba con total impunidad. Nunca estudió
medicina. Tardó meses en recuperarse en lo que mi padre llamó “un año sabático”
para encontrar su camino. Algo en ella había cambiado para siempre, su pelo ya
no brillaba como entonces, su cuerpo ahora era demasiado flaco, no etéreo. Se
coló sigilosamente en su aura un toque de “vulgaridad” que le hizo perder la
magia que había poseído durante aquel verano.
El otoño llegó con una espiral de tristeza melancólica que me acompañaría
durante todo el invierno. Caminaba por las calles en la temprana oscuridad de
la noche o en el momento de remoloneo del amanecer, y buscaba a Sebastián por
todas partes con la mirada, con el corazón, con todo mi ser. Si veía a algún
chico que se le parecía, mi corazón se aceleraba hasta darme cuenta de que no
era él. Si de lejos veía una moto similar a la suya, mi mente se desbocaba en
dilucidar todas las posibilidades. Pero él no estaba.
Con el paso de los meses dejé de buscar a Sebastián con la mira a cada
instante. Pero mentiría si digo que lo olvidé. Ni mucho menos. Mi esperanza
vivía dormida en el recuerdo de su piel, su olor, con el rumor cálido del
viento, con el azul de los reflejos del sol en la piscina, con la sensación de
calor en la mirada.
Mi hermana Teresa y yo volvimos a tener un punto en común a principios de
junio de 1997, justo antes de comenzar lo que terminaríamos por llamar “el
verano de los reencuentros”. La primera tarde que vimos la moto de Sebastián
aparcada en el jardín, mi corazón comenzó a latir de nuevo, al igual que el de
Teresa.
Muchos años han transcurrido desde entonces, pero volveré siempre a aquel
verano de mi juventud, con las tardes cargadas de tormentas, las noches
crepusculares contagiadas de deseo. Con la percepción que el tiempo les
confiere a los recuerdos transformándolos en nostalgia.
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