La joven narradora Ángela Ordás, que por momentos
podría recordarnos a Anaïs Nin, nos obsequia con este relato de corte erótico,
escrito con naturalidad y sutileza, con una prosa ágil, rítmica, haciéndonos
sentir la electricidad desde los pies a la cabeza, como ella misma diría. Pasen
y lean.
(Taller
de composición de relatos y microrrelatos de la Universidad de León, impartido
por Manuel Cuenya)
Soy
prisionera de tus ojos. Podía escuchar cómo tu respiración cambiaba cuando nos
quedábamos solos. Sentías esa tensión de dos personas que no saben qué decir
porque se están imaginando sin ropa. No me atrevía a tocarte. Estábamos
enfrascados en una conversación a la que yo no prestaba atención. De vez en
cuando te preguntaba, pero yo lo único que quería era acariciar tu mano y
susurrarte que nos fuésemos de allí.
Entre
risas me atrajiste hacia tu cuerpo. Te agarré del cuello, había otros ojos
mirándonos en la fiesta. Yo estaba pendiente, a ti se te olvidó que existía el
mundo. Nuestras frentes chocaron. Nuestras narices se perdieron en el rostro
del otro. La música se desvaneció. Escuché el latido de nuestro corazón a ritmo
de dembow. Jugué con tu aliento. Me mordí el labio casi rozando tu boca.
Tú querías volverlo prisionero de tus dientes. Me alejé. Estaba disfrutando
dejándote con las ganas.
Me
fui al otro lado de la pista. Tú no podías apartar tu mirada de mis curvas.
Contoneaba mi cadera de un lado a otro mientras bajaba al suelo imaginándome
encima de ti. Me levanté con un solo movimiento y cuando agité mi pelo hacia
atrás te encontré frente a mí. Entonces me giré y me deslicé hasta la hebilla
de tu cinturón. Te agachaste y me dijiste al oído que querías hacerme tuya, que
siempre lo habías querido, pero que pensabas que nunca iba a darme cuenta de tu
presencia.
Cogí
tu cara y la hundí en la mía. Tu lengua exploraba mi boca. Te dije que conocía
un sitio más tranquilo. Nos despedimos de nuestros amigos diciéndoles que
íbamos a tomar el aire.
Caminamos
guiados por la impaciencia de los instintos. Encontramos la entrada de un
garaje. Nos dio igual que la calle fuese consciente de nuestro idilio. Tus
dientes encontraron una recompensa en mi cuello. Tu lengua recorrió mi
clavícula. Primero lento. Después, mis gritos te animaron a devorar mi garganta
perdiendo la vergüenza. Ahí estrujaste mis pechos con fuerza, mientras yo
clavaba mis uñas por debajo de tu camiseta. Las arrastré con rabia, queriendo
dejar una marca de esa noche en tu espalda. Emitiste un gruñido, levantaste mi
falda y apartaste el hilo de mi tanga. Sonreíste con tus dedos mojados en mi
boca. Me relamí pensando que estaba probando el mejor manjar. El mío. Tu
también querías. Deseabas cada centímetro de mí.
Me
enseñaste cómo te lo comías. Me deshice de la hebilla de tu cinturón. Toqué el
bulto de tus pantalones. Para mí no era suficiente. Los tiré. Y me perdí en tus
piernas. Rocé con los labios la punta. La recorrí en círculos.
De
vez en cuando dejé que mi lengua disfrutase de todo tu sexo. Tú me indicabas
empujándome hacía ti que me la metiese más profundo. Luego te diste cuenta de
que habías estallado de placer.
Me
tiraste a los adoquines y con violencia abriste mis piernas. Arrancaste mi
tanga. Besaste mis muslos. Inmovilizaste mis muñecas. Te molestaba mi sostén.
Cuando me quise dar cuenta, ya estaba en el suelo. Estaba loca de pasión, creí
que te iba a romper allí mismo con la fuerza de mis gemidos.
Sentí
la electricidad desde mis pies a la cabeza. No podía más. Salpiqué tu cara sin
darte opción a repetir. Me senté en tus piernas y me dejé llevar por un beso
que me sabía a cielo. Por un abrazo sin final.
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