lunes, 28 de octubre de 2024

El silencio del deseo, por Ángela Ordás


La joven narradora Ángela Ordás, que por momentos podría recordarnos a Anaïs Nin, nos obsequia con este relato de corte erótico, escrito con naturalidad y sutileza, con una prosa ágil, rítmica, haciéndonos sentir la electricidad desde los pies a la cabeza, como ella misma diría. Pasen y lean.

(Taller de composición de relatos y microrrelatos de la Universidad de León, impartido por Manuel Cuenya)


Soy prisionera de tus ojos. Podía escuchar cómo tu respiración cambiaba cuando nos quedábamos solos. Sentías esa tensión de dos personas que no saben qué decir porque se están imaginando sin ropa. No me atrevía a tocarte. Estábamos enfrascados en una conversación a la que yo no prestaba atención. De vez en cuando te preguntaba, pero yo lo único que quería era acariciar tu mano y susurrarte que nos fuésemos de allí.

Entre risas me atrajiste hacia tu cuerpo. Te agarré del cuello, había otros ojos mirándonos en la fiesta. Yo estaba pendiente, a ti se te olvidó que existía el mundo. Nuestras frentes chocaron. Nuestras narices se perdieron en el rostro del otro. La música se desvaneció. Escuché el latido de nuestro corazón a ritmo de dembow. Jugué con tu aliento. Me mordí el labio casi rozando tu boca. Tú querías volverlo prisionero de tus dientes. Me alejé. Estaba disfrutando dejándote con las ganas.

     Me fui al otro lado de la pista. Tú no podías apartar tu mirada de mis curvas. Contoneaba mi cadera de un lado a otro mientras bajaba al suelo imaginándome encima de ti. Me levanté con un solo movimiento y cuando agité mi pelo hacia atrás te encontré frente a mí. Entonces me giré y me deslicé hasta la hebilla de tu cinturón. Te agachaste y me dijiste al oído que querías hacerme tuya, que siempre lo habías querido, pero que pensabas que nunca iba a darme cuenta de tu presencia. 


     Cogí tu cara y la hundí en la mía. Tu lengua exploraba mi boca. Te dije que conocía un sitio más tranquilo. Nos despedimos de nuestros amigos diciéndoles que íbamos a tomar el aire.

     Caminamos guiados por la impaciencia de los instintos. Encontramos la entrada de un garaje. Nos dio igual que la calle fuese consciente de nuestro idilio. Tus dientes encontraron una recompensa en mi cuello. Tu lengua recorrió mi clavícula. Primero lento. Después, mis gritos te animaron a devorar mi garganta perdiendo la vergüenza. Ahí estrujaste mis pechos con fuerza, mientras yo clavaba mis uñas por debajo de tu camiseta. Las arrastré con rabia, queriendo dejar una marca de esa noche en tu espalda. Emitiste un gruñido, levantaste mi falda y apartaste el hilo de mi tanga. Sonreíste con tus dedos mojados en mi boca. Me relamí pensando que estaba probando el mejor manjar. El mío. Tu también querías. Deseabas cada centímetro de mí.

     Me enseñaste cómo te lo comías. Me deshice de la hebilla de tu cinturón. Toqué el bulto de tus pantalones. Para mí no era suficiente. Los tiré. Y me perdí en tus piernas. Rocé con los labios la punta. La recorrí en círculos.

    De vez en cuando dejé que mi lengua disfrutase de todo tu sexo. Tú me indicabas empujándome hacía ti que me la metiese más profundo. Luego te diste cuenta de que habías estallado de placer.

    Me tiraste a los adoquines y con violencia abriste mis piernas. Arrancaste mi tanga. Besaste mis muslos. Inmovilizaste mis muñecas. Te molestaba mi sostén. Cuando me quise dar cuenta, ya estaba en el suelo. Estaba loca de pasión, creí que te iba a romper allí mismo con la fuerza de mis gemidos.

     Sentí la electricidad desde mis pies a la cabeza. No podía más. Salpiqué tu cara sin darte opción a repetir. Me senté en tus piernas y me dejé llevar por un beso que me sabía a cielo. Por un abrazo sin final.

 

                                                                                       

 

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