lunes, 28 de octubre de 2024

Otros tiempos en León, otros gustos y disgustos, por Gary Ferrero


Gary Ferrero, con un estilo desenfadado, rememora aquel León que viviera en su infancia y adolescencia, incluso ya siendo universitario, y nos lo muestra sobre todo con humor. Un relato sobre otros tiempos, donde el autor muestra de un modo deliberado todo aquello que le gusta y le gustaba, así como aquello que le disgustaba.

         (Taller de composición de relatos de la Universidad de León, impartido por Manuel Cuenya)

Hubo una época, perdida en los albores de mi ya remota pubertad, en que me gustaba leer a Enid Blyton y a Martín Vigil y a JJ Benítez y a Erich Von Däniken. Y escuchar a José María García y a Jiménez del Oso. Con mis colegas, ansiábamos ver ovnis e incluso ser abducidos por los extraterrestres. Nos impresionó Uri Geller y su mentalismo en el Directísimo de José María Íñigo. Algunos chavales dijeron haber doblado la cuchara y otros arreglado el reloj del abuelo, lo que fueron la envidia del resto.

De las lecturas obligatorias gocé con el Lazarillo y La vida del Buscón, pero la que me más hondo me llegó y me fue abriendo a un incipiente mundo de adultos fue San Manuel Bueno, mártir. También buceé con avidez por las líneas intrincadas del Quijote, la Esfinge maragata o El Señor de Bembibre, todas ellas por influencia de Bonifacio, un paisano de mi pueblo que, a base de leerlas y releerlas miles de veces, se las había aprendido casi de memoria. Acostumbraba a conversar sin tiempo e ilustraba permanentemente sus pláticas callejeras con pasajes de esas tres obras maestras.

No me gustaba ir al colegio, y más si ese colegio es un internado al que te envían con nueve tiernos añitos porque eres un zascandil indomable, vamos, lo que hoy denominaríamos un TDAH de libro. Y más aún si el régimen del tal internado se había quedado anclado en un inmediato pero obsolescente pasado.

         Pero, en ese mismo medio hostil y decadente, aprendí a sacarle el gusto a pequeñas cosas como a un exquisito —y exótico para mí— foie gras que servían en el desayuno; y al tulicrem y a la mermelada de melocotón que traía trocitos crujientes de esa fruta trufando una deliciosa melaza; y a los bocadillos de mejillones en aceite o escabeche del bar de los Scouts.

         Me encantaba la voz de aquel mendigo que, de tanto en tanto, aparecía por las cocinas del colegio. A cambio de la comida, le invitaban a cantar para nosotros. Entonaba como nadie y como a nadie nunca oí aquel pasodoble: “Están cayendo flores sobre la arena, premiando la faena en el redondel, Manuel Benítez El Cordobés, domina los toros con gracia y salero…”. Y a Suso, siempre Suso, con su bandeja de aluminio sobre la mano izquierda, su sonrisa permanente, sus ojos saltones y vivarachos y sus gafas de culo de botella.

         No sé lo que daría hoy por otros bocadillos, aquellos de calamares que servían en el bar New York y, no te digo nada, de los de pulpo guisado con pimentón. Me gustaban sobremanera los pepitos recién hechos, y con su crema pastelera aún calentina, de la pastelería Sanvy. Eran lo más parecido a la ambrosía repostera de algún dios goloso en un olimpo ignoto. Y los perritos calientes de la sala de juegos América, en el pasaje de Ordoño una novedad insólita para un rapacín proveniente de la Edad Media, que aún pululaba en la profundidad de la estepa paramesa. 


         Nos gustaba buscar pene, vulva y ramera en el diccionario VOX. También en inglés; y en francés; y hasta en griego. Y nos excitábamos con ello. ¡Qué cosa! ¡Eh! Un día un chaval, un poco mayor que nosotros, nos dijo que qué era eso de las pajas y cómo había que hacérselas. Él empleaba un método antediluviano similar al de los hombres primitivos para hacer fuego. Pronto descubrimos que había formas mejores que las que aquel muchacho iluminado trataba de inculcarnos.

         Recuerdo con un cierto mal regusto las salidas a comprar chuches en los recreos al Pollero. Caramelos de Melampine, eso solíamos pedir. “Quetelampinetuputamadre”,  contestaba él —cuando alguien formulaba el deseo con ese específico término— ante el gesto de asombro y desaprobación de su abnegada mujer. Ella lo acompañaba permanentemente en su negocio callejero consistente en un carro de los que llevaban antaño los repartidores delante de la bicicleta, una mantona para protegerse de los chuzos de punta meteorológicos que han sembrado desde siempre este León nuestro y una lona para resguardar la mercancía. Ellos mismos eran la bicicleta. Empujaban el carro repleto de género, de manera fatigosa —los dos parecían ancianos ya y él, a mayores, sufría problemas de movilidad manifestada en una cojera renqueante y bambolera— hasta llegar a la puerta del colegio. Allí se apostaban a la espera de clientes, que en su mayoría eran infantes de extracción pija, hiciera el tiempo que hiciera. Ni las nevadas más copiosas, ni las más crudas heladas, ni las lluvias más pertinaces hicieron cerrar el negocio a la peculiar pareja ni un solo día. El Pollero, después de unos profundísimos carraspeos con gorjeo incluido, solía lanzar unos lapos viscosos y contundentes y echarlos a correr sobre el asfalto de Álvaro López Núñez, tal vez de ahí su cariñoso apelativo. También nos hizo descubrir el poder de corrosión que, una sustancia tan inofensiva como la urea, puede tener sobre el cemento y el ladrillo. A base de eyecciones repetidas y constantes sobre la tapia de la Feve —que se encontraba justo enfrente— aquel hombre llegó a practicar un impresionante boquete en la misma. Cuando había adquirido las dimensiones necesarias, nos colábamos a buscar las pelotas que caían del patio a la brecha urbana que surcaba el Transiberiano. Así apodábamos nosotros a aquel obsoleto y rancio tren, con sus traqueteos y pitidos estridentes y sus asientos de barrotes de madera. Zapico y sus Deicidas supieron plasmar, años después, todo el misterio, y aún la mística, de aquella serpiente minero-siderúrgica que tanta gente traía de los pueblos a León y tanta se llevó a las Vascongadas y a Santander.

         Recuerdo con nostalgia, y un enorme cariño, los ganchos de derechas de Kliford en la canasta del patio central. La del sur. Siempre en esa. No sé muy bien por qué. “¡Te hecho una partida! ¡A míl! ¡Pollopera! ¡Te deshidratas con mucha facilidad!”, solía decir con una entonación peculiar e intransferible y con su brazo izquierdo inutilizado, tal vez de nacimiento. Por eso lanzaba ganchos y por eso se hacía llamar así. Kliford era un niño grande, un niño preso en una enorme y contrahecha anatomía de adulto. Tenía vía libre y carta blanca para usar el patio y nosotros lo adoptamos como un compañero más. El mejor y más querido. Otro que también carraspeaba y mucho era Demetrio, el bedel, cuando usaba la megafonía: “¡Amós Lea, Amós Lae, tiene conferencia! O ¡Secundino Lego, Secundino Lego, pase por la portería!”.

        Nos hacía tremenda gracia el loro del hermano Félix cuando silbaba a alguna madre potentona y potentada, que se colaba en el patio para buscar a su niño y luego iba a quejarse a dirección porque creía que habíamos sido uno de nosotros.

        Nos llevamos una inmensa alegría cuando, por fin, murió Franco. No porque nosotros entendiéramos de política, sino porque nos dieron una semana entera de vacaciones. Aquel inmenso gozo se vio un poco aquietado porque una de las cosas que más nos gustaba hacer en casa era ver la tele; y toda esa semana nos hartaron de música militar y noticias y misas y funerales del dictador. En blanco y negro. Mejor dicho, sólo negro. Un luto forzado al que no prestamos la más mínima atención. La calle lo ganó.

         Es verdad que vivimos el asunto con un poco de incertidumbre pues los mayores, ya antes del desenlace —no me atrevo a decir que fatal— no paraban de vaticinar una guerra civil a la muerte del paisano. Por encima de los miedos empezó a atisbarse un tiempo nuevo y pronto los cambios empezaron a abalanzarse sobre la vida civil y política. Pero sólo en la calle porque intramuros del internado no había guiño alguno a ninguna transición ni nada que se le pareciera; y si alguien, ajeno o propio, asomaba entre las encorsetadas estructuras de mando del colegio con ansias de renovación, enseguida le eran aplacadas por una misteriosa autoridad superior a base de zarpazos. Miento. Hubo un cambio deslumbrante dentro del régimen interno que, aun así, seguía siendo antiguo y rancio en grado superlativo, y es que el administrador decidió estirarse e invertir en una flamante Telefunken Palcolor de las primeras. Se la compraron al padre de Justo. Fue como un abrazo de oso para tenernos más amarrados aún, pero el programa Un, dos, tres de Chicho y sus chicas no volvió a ser el mismo desde entonces y nuestras vidas tampoco. 


         Se nos removía el estómago con una clandestina emoción cuando salíamos al quiosco de Tiquio a ver las portadas del Interviú y las de Play Boy. Y luego las del Penthouse y Lib. Santo cielo. Los curas pusieron a Tiquio en la lista negra. Pero aquel paisano de Trobajo se convirtió en nuestro ídolo a base de transgresión.

         No me gustaba nada distraer algún ejemplar de Don Balón de una librería cercana, pero disfrutaba como loco de aquel innovador e impactante grafismo y de una información futbolística con enfoque diferente. Y tampoco chupar el vino a lingotazos furtivos en un extremo de la barra del Miserias, aprovechando que Primitivo entraba a la cocina. Pero cuando Falo lo hacía, todos le reíamos la gracia a carcajada limpia, porque se trataba de eso y no de beber un vino peleón e insufrible. Y, además, al protagonista del asalto etílico no le gustaba el vino, ni el bueno ni el malo.

     Me impactó La guerra de las galaxias en el cine Pasaje y El cazador en el cine Abella, pero lo que realmente me removió mis fibras más internas y me hizo chiribitas en el estómago, en el vientre y en el corazón, fue el estreno de Emmanuelle en el cine Condado. Desde entonces llevo fijada en mi cerebro aquella alocución que se oía antes de apagar las luces y que una voz impostada locutaba con una entonación especial: “Señoras, señores, les rogamos ocupen sus asientos, la proyección va a comenzar”. Cada vez que la recuerdo me vienen a la cabeza aquellas fascinantes escenas y la geografía humana poco agreste pero tremendamente excitante de Sylvia Kristel y sus compañeras de reparto. Y así fuimos creciendo y alimentando de emociones una indómita pubertad.

        Ya en COU, fuera del colegio, aunque dependiente de él, descubrimos por fin lo que era compartir aula con las congéneres del sexo contrario. Me enamoró una preciosa muchachita de larguísima y tirabuzonada melena rubia, a la cual veía tan inalcanzable que nunca me atreví a manifestarle aquello que debía ser amor. Mejor para ella y también para mí porque, por entonces, no hubiera sabido gestionarlo ni por asomo.

        Recuerdo que un día algunos de mis compis se encontraban muy compungidos porque había muerto un tal John Lennon al que yo no conocía. Pero claro, yo no tenía hermanos mayores y en casa no había dinero para tocadiscos, ni equipos de música, ni gaitas de esas. La pena, la de ellos y la mía solidaria, la decidimos clamar en el bar Flórez. El dueño, ya mayor, se volvió loco con las estrambóticas demandas de aquel tropel de adolescentes. “A mí ponme una vaca verde. Pero qué dices, qué es eso. Pues qué va a ser, menta con leche. Joder. A mí un San Francisco. Eso sí sé lo que es, pero igual no coincide con lo que tú quieres. A mí un Bacardí cola. Por fin uno con la cabeza en su sitio, sí señor. A mí ponme un lima con tónica. Faltaría más, no podías repetir lo del anterior ¿verdad? Pues yo quiero un ron con piña colada. Y a mí un bulumba. Eso también lo conozco”.

        Cuando llegó mi turno, el cantinero estaba hasta los bigotes de aguantar púberes imberbes. Aturdido por la diversidad de comandas y por el punto etílico que empezaba a reflejarse en el tono pastoso de su habla, dio un cabezazo hacia arriba inquiriéndome a mí, que era ya el último, como esperando un nuevo exabrupto coctelero. “Ponme un Alicao con cuarenta y tres. ¿Cómo, cómo? ¿Piña con qué, dijiste?”.

         Luego, en la Uni, ya sin ataduras, vinieron las noches en el Cecan y aquel ambiente alternativo y transgresor y los ojos de una universitaria divina a la que en un alarde de ñoñería colosal acabé apodando “Ojospreciosos”, así, “todojunto”. Tampoco me comí un torrao. Normal. Y las manifestaciones y huelgas dirigidas por Quini. Aquel demonio rojo y malo que nos habían pintado en el colegio. Quinidio era un activista de izquierdas que nos conquistó con su personalidad arrolladora, su verbo fácil y su destreza para moverse en la calle y en los despachos. También llegó a ser un héroe para nosotros, casi al nivel de Tiquio. “¡Qué quriosa quonincidencia qualitativa!”. 

        En esta época mis gustos literarios ya habían cambiado. Leía mucho panfleto, pero lo que realmente me flipaba eran los libros de la colección Sonrisa Vertical y Lolita de Nabocov y Las edades de Lulú y Trópico de Cáncer y Diario de una ninfómana. Pero continuaba leyendo pasajes de el Quijote, El Señor de Bembibre y de La esfinge maragata para poder debatir con Bonifacio.

         El pueblo, la ciudad, el atraso y el progreso, la libertad salvaje y los muros que le ponemos. Todo es relativo y discutible. Lo que nos gusta y lo que no nos gusta. Todo nos ayuda a crecer y a entender y a entendernos; y a ser lo que llegamos a ser y a cambiar y a volver a equivocarnos, a vivir ¿Qué sería de nosotros si sólo hiciéramos lo que nos gusta? ¿En qué clase de monstruos nos llegaríamos a convertir?

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