martes, 22 de octubre de 2024

La ciudad de los pórticos, por Eduardo Román

 

(Curso de composición de relatos y microficciones, nivel intermedio, UNED de Ponferrada, impartido por Manuel Cuenya)

Las galerías cubiertas recorren toda la ciudad otorgándole un realce nobiliario que hace las delicias de sus numerosos transeúntes. Todo el mundo se siente a cubierto en aquella ciudad de los pórticos, que por fin iba a visitar.

La llegada al aeropuerto me deparó la primera sorpresa: un deslumbrante y llamativo automóvil deportivo, su color también ayudó a que no pasara desapercibido, adornaba una de las salas mientras me dio la bienvenida al Valle del Po, donde historia, arte y la última tecnología me esperaban.

Las arcadas de los pórticos me guiaron en mi primer día en la ciudad cisalpina. He estudiado historia del arte y la primera visita era obligada: mis largas piernas se encaminaron, guiadas por un artefacto a partes iguales práctico y terrible (práctico, porque te orienta; terrible, porque te impide deambular libre en el extravío) hacia la Plaza Mayor.

“Es mejor de lo que esperaba”, me dije atónito mientras observaba las artísticas formas de sus edificios, embobado y embebido, negándome a ordenarlo todo por estilos, negándome a recordar los nombres de la gramática arquitectónica para dejar volar mi imaginación y trasportarme sin esfuerzo al tiempo y al país que ha codificado la Belleza. Todo giraba a mi alrededor, porque al arte se siente, y luego se conoce, se estudia, se admira.

Una vez que reparé en la identidad y particularidad de cada edificio, recordé sus nombres: Palazzo dei Banchi, Basílica de San Petronio, Palazzo dei Notai, Palazzo d'Accursio, a cada cual más reseñable. Entre sus bóvedas pude apreciar una espectacular estatua: era Neptuno, dios del mar, realizada por Juan de Bolonia. La fuente tiene un fuerte carácter erótico que algunos intentaron apaciguar sin conseguirlo.

El interior de la Iglesia de San Petronio fue mi siguiente parada. Una vez superada la inacabada fachada del edificio, que le otorga una extraña imagen de primitivismo y rudeza que contrasta con la riqueza del interior, me encaré con el baldaquino: obra encargada por un Medici; Giovanni, hijo de Lorenzo el Magnífico, que, con el transcurrir del tiempo, se convertirá en Papa con el nombre de León X, y que es una de las joyas de la ciudad. Diseñado por Vignola[1], es una delicia que me obligó a reflexionar, mientras observaba sus relieves y esculturas, sobre la verdad del tiempo.

«El tiempo se ha comprimido», pensé. No sabía en aquel momento (lo comprobé luego con la inteligencia artificial) que su construcción se había demorado durante muchísimos años, para perdurar siempre. 


«¿Vivimos en la civilización del usar y tirar?», me dije en el instante que abandonaba, cabizbajo y dubitativo, el templo.

Las galerías de arcos me guiaron, acto seguido, hacia el museo arqueológico de la ciudad. Toda una sorpresa. Sus galerías están repletas de piezas griegas, etruscas y romanas con una particularidad: están protegidas por unas vitrinas de madera con un diseño que recuerda al de los gabinetes de ciencias naturales del diecinueve, lo que añade un toque de verosimilitud temporal que me transportó a otro mundo... En el sótano me aguardaba otra sorpresa: una de las colecciones de arte egipcio más prestigiosas de Europa. No me lo esperaba, sencillamente; entre los anaqueles pude disfrutar de una pieza realizada con la precisa habilidad de los artesanos egipcios, la estatuaria egipcia tiene un refinamiento cercano a la perfección ya que pulió su técnica durante más de tres mil años: era la diosa Sekhmet, señora de la guerra y la curación.

Cuando salí, agotado de la visita del museo, volví a retomar el circuito de los arcos abovedados que, como como una tela de araña infinita, recorre toda la ciudad. Sus dimensiones hablan por sí mismas: sesenta y dos kilómetros de pórticos abovedados recorren toda la urbe.

El Pórtico de San Luca mide más de tres kilómetros y consta de seiscientos sesenta y seis arcos. El conjunto urbano de soportales ha sido declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Con semejante sendero solo pude encaminarme hacia su afamada universidad. La primero que me llamó la atención fue la absoluta integración con el resto de la ciudad, en una continuación de arcos, bóvedas y facultades que componen un todo sin aparente esfuerzo. Solo el bullicio estudiantil me recordó que ya estaba en otro rincón de la misma. Me detuve (tengo el inevitable selfie que lo atestigua) delante del portón de la Biblioteca di Discipline Umanistiche con un temblor difícil de transmitir para un estudiante a distancia.

¿Cuántos siglos de tradición académica rodeaban aquellos muros?

Me acerqué cauteloso hacia una estudiante que, de pie, parecía demorar la entrada a alguna clase, y le hice, con mi mal italiano, la única pregunta pertinente en aquel momento:

Scusate, me gustaría hacerte una domanda.

–Por supuesto –contestó ella con su mal español mientras sonreía.

–¿No te parece que Nietzsche no tiene un dibujo social como los liberales o el marxismo? Que se queda, gloriosamente, en la liberación personal…

–Pue no sé qué decirte –me contestó–. Yo algunas veces pienso que su amor por el baile, la música y su desprecio por los comportamientos gregarios no son contradictorios…

Grazie

Después de tan protocolaria conversación me indicó la bóveda precisa bajo la cual se escondía la Academia de Bellas Artes. Me introduje en su interior mientras las dos amables funcionarias apostadas en la entrada me saludaban efusivamente. Eso me animó: «pareceré un estudiante cualquiera. ¡Cuánto honor!».

El pasillo central lo escoltan varias estatuas que indican sin ningún género de duda cual es la disciplina que desde tiempo inmemorial practican los estudiantes de la academia. ¡Si esos son los adornos cómo serán las piezas definitivas…! Acabé en un aula donde dos estudiantes, con las manos en la masa, daban forma a una extraña figura, deforme y colorista, mitad grotesca, mitad monstruosa…

Salí de nuevo a los pórticos, que me llevaron a una tranquila plaza donde los estudiantes se arremolinaban en la terraza de un café. Me senté y pedí un vermú mientras reparaba en la animada clientela.

«Con que aquí están», pensé. Me fije en una estudiante morena, esbelta y, por sus monturas, miope. No pude dejar de relacionarla con Galvani, uno de los prestigiosos alumnos de la universidad, intuyendo que estudiaba ciencias. A su lado, un joven bajito y corpulento, me recordó, con todas las dudas del mundo, a Francesco Petrarca, otro de los insignes que en su momento transitaron sus antiguas aulas. A su lado, no me cupo ninguna duda, la reencarnación postmoderna de Pico de la Mirandolla, aquel que escribió Discurso sobre la dignidad del hombre. ¿Exageración? Ninguna: aquella ciudad me estaba pareciendo, en mi primera jornada de visita, alegre, jovial y cívica.

Intuía que en la edad de la exuberancia hormonal aquellos estudiantes organizarían sus naturales fastos dionisíacos, pero yo no los veía por ningún sitio. Cívica digo, sí: un lugar educado, tranquilo y con altura intelectual, eso me estaba pareciendo la ciudad donde estudió Copérnico.

Cuando abandoné mi asiento, como si fuera uno más (por mucho que hubiera estudiado a distancia en Madrid, en Vigo o en León), pensé que me apetecía viajar a la ciudad de Florencia, aunque ya había comprendido lo que sintió Stendhal, debido a la explosión de tanta belleza.

 [1] Se hace constar que existen otras atribuciones a la autoría y mecenazgo de la obra.

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