viernes, 24 de abril de 2020

La vuelta al día en ochenta mundos

En tiempos de confinamiento (ya hemos superado la cuarentena, me refiero a los cuarenta días de encierro), la lectura es salvífica. O cuando menos nos ayuda a sobrellevar esta situación, que, se mire por donde se quiera, incluso por el ojo surreal de la sinrazón, es un absurdo del copón bendito, porque insisto en que un puto virus no puede paralizar a todo un país, teniendo a la mayoría de la población de brazos cruzados. Por tanto, ya va siendo hora de soltar a la población al ruedo de las ilusiones, al menos a la población que no sea de riesgo y/o no esté infectada (pero para ello es imprescindible que todo el mundo se haga la prueba, para saber obviamente a qué atenernos). 
Estamos intoxicados de miedo y de ignorancia, factores claves, bien estudiados en la antropología (releamos a Marvin Harris, por ejemplo) para tener a la población sumida en el limbo de las musarañas y los gamusinos. 
Así que la lectura (sobre todo ensayística, filosófica, psicológica, sociológica...) es algo que puede salvarnos o ayudarnos a proseguir en el camino, en este camino de rosas espinadas (ayer diz que fue el día del libro, cuando en verdad todos los días del Señor, y de la Señora, deberían ser días de libro y de libros, que el ser humano no puede nutrirse sólo de un solo día ni de un solo libro). 
Y una de esas lecturas, aparte de la genial Rayuela, podría ser La vuelta al día en ochenta mundos, de Cortázar, un tipo que elevó lo cotidiano a la categoría de fantástico (a eso le llaman Realismo Mágico, tan presente y arraigado en la literatura gallega de Cunqueiro, Torrente Ballester, Fernández Flórez o el gran Valle Inclán, cuna que ha sido Galicia del Realismo Mágico).
Un escritor, Cortázar, que hizo malabares con las palabras (acostándose con ellas), jugando con el lenguaje de un modo sorprendente como hace con Las babas del diablo, entre otros muchos relatos. Relato, por cierto, que adaptó al cine el controvertido Antonioni, con su particular estilo, en una película que resulta en verdad interesante como lo es Blow Up, en la que despliega, en imágenes por supuesto, toda una reflexión filosófica acerca de las esencias y las apariencias, pues el cine, que trabaja fundamentalmente con imágenes (el cine es el lenguaje de las imágenes en movimiento), es una apariencia de la realidad. Tema apasionante, en el que no me adentraré en estos momentos. Pues quiero centrarme en La vuelta al día en ochenta mundos, y sobre todo en las vueltas y viajes que uno puede dar en un día, pues cada día es todo un mundo. 
La lectura de este libro de Cortázar, quien fuera traductor de Allan Poe, me lleva también a viajar, aunque sea con la imaginación. A volar a otros países adonde haiga calor, como nos dijera más o menos el autor argentino (que está enterrado en el mítico cementerio de Montparnasse), en su Rayuela
Tumba de Cortázar en Montparnasse, París
En realidad, su vuelta al día en ochenta mundos, que toma su inspiración, él mismo lo confiesa, en La vuelta al mundo en ochenta días, de su tocayo, su toca yo Julio Verne (lectura apasionante para estos momentos también, sobre todo para quienes nos entusiasman los viajes, incluso al final de la noche, por emplear una expresión a lo L. F. Céline) es un viaje alrededor de sí mismo, de sus obsesiones y sus gustos literarios, musicales (apasionado del jazz y la trompeta), artísticos, en definitiva. 
"A mi tocayo le debo el título de este libro y a Lester Young la libertad de alterarlo sin ofender la saga de Phileas Fogg", escribe el autor de Casa tomada (otra lectura sobre el encierro de dos hermanos, que tanto nos recuerda, con un aroma incestuoso, a La caída de la casa Usher, de Poe). 
Un libro, La vuelta al día..., en el que coexisten la palabra y la imagen, la imagen icónica, en el que se mezclan géneros, discursos verbales y no verbales (pictóricos, gráficos, fotográficos), textos diversos: ensayos (como el dedicado al cubano Lezama Lima y su Paradiso), citas, poemas, cuentos, consiguiendo embarcarnos en una aventura rumbo hacia un exótico país, que es sin duda su propio universo, con sus reflexiones acerca de la literatura, sus lecturas, sus autores preferidos..., en un diálogo permanente con los que él dio en llamar los cronopios (Historia de cronopios y de famas, otro libro suyo) como Charlie Parker o Louis Amstromg (músicos de jazz) o bien Gardel con su tango, además de los artistas Man Ray o Marcel Duchamp, entre otros muchos.  
Cabe recordar que los cronopios, según Cortázar, son seres ingenuos, idealistas, sensibles, nada convencionales, frente a los famas, que son rígidos, organizados y sentenciosos. Incluso nos habla de las esperanzas, que son simples, ignorantes y aburridas. Y es que Cortázar era "como un niño para tantas cosas" (él mismo lo dice), un niño que miraba con asombro el mundo, como ya apuntara, capaz de transformar lo cotidiano real en pura fantasía. "Un temperamento que no ha renunciado a la visión pueril como precio de la visión adulta, y esa yuxtaposición que hace al poeta y quizá al criminal, y también al cronopio y al humorista (cuestión de dosis diferentes, de acentuación aguda o esdrújula, de elecciones: ahora juego, ahora mato) se manifiesta en el sentimiento de no estar del todo en cualquiera de las estructuras, de las telas que arma la vida y en las que somos a la vez araña y mosca", explica con lucidez Cortázar en su Vuelta al día... un tipo excéntrico, como él mismo reconoce, para quien vivir y escribir era una misma cosa. Qué maravilla. La escritura, no como algo al margen, sino como una prolongación natural de la vida. Vivir y escribir como si se tratara de un juego. 

"Escribo por falencia, por descolocación; y como escribo desde un intersticio, estoy siempre invitando a que otros busquen los suyos y miren por ellos el jardín donde los árboles tienen frutos que son, por supuesto, piedras preciosas... Esta especie de constante lúdica explica, sino justifica, mucho de lo que he escrito o he vivido", nos relata Cortázar, que desde muy pequeño asumió su condición de raro, diferente. Y que pronto descubriría los gatos, en los que podía imaginar su propia condición, y los libros donde la encontraba de lleno. 
Los gatos como símbolos de la libertad (ahí está monina, la bellísima gata de Lidia). 
Me encantan los gatos. Y las gatas. Son, además, los guardianes de los libros, como el título de un texto que escribiera hace años en Diario de Leon (y luego retomara e9n mi blog) a propósito de un viaje que hiciera al Monasterio de Yuso, en la Rioja.
Monina

https://cuenya.blogspot.com/2010/06/los-gatos-como-guardianes-de-los-libros.html 
"Soy terriblemente feliz en mi infierno, y escribo. Vivo y escribo amenazado por esa lateralidad, por ese paralaje verdadero, por estar siempre un poco más a la izquierda o más al fondo del lugar donde se debería estar para que todo cuajara satisfactoriamente en un día más de vida sin conflictos", añade Cortázar, que nos invita, en su viaje, a una constante reflexión acerca del mundo en que vivimos. Y de paso nos contagia (qué magnífico contagio) su vitalidad, su saber, su amor por el arte, en todas sus vertientes. Y con su fluidez narrativa nos lleva a otros mundos, al lado de acá y al lado de allá, incluso a otros lados, en un viaje constante por el mundo. Pues eso, viajemos al día en ochenta mundos. Y por supuesto viajemos al mundo en ochenta días. 
Desde el útero de Gistredo al centro de la Tierra, que al genio Dalí se le antojara (antojitos que tenía el niño de Figueras) la estación de trenes de Perpiñán. 


3 comentarios:

  1. Un deleite acerca de Cortázar. Me has inoculado las ganas de releer alguno de sus relatos. Gracias, Manuel

    ResponderEliminar
  2. Me ha gustado mucho este recorrido por el que nos llevas. Lo he disfrutado. Gracias

    ResponderEliminar
  3. En momentos y días como tenemos ahora con esta encerrona viene bien este recorrido por esos libros y sus personajes para profundizar y conocer mejor sus literaturas. Pues a navegar, Manuel, que aún parece que queda tiempo para sustraerse y disfrutarlo. Benjamín Arias Barredo

    ResponderEliminar