sábado, 25 de abril de 2020

La vuelta al mundo en ochenta días



Después de escribir sobre La vuelta al día en ochenta mundos, mi subconsciente primaveral me lleva de un modo inevitable a La vuelta al mundo en ochenta días, esa obra de Julio Verne que leía con gran entusiasmo en mi época infantil. Que leía a través de aquellas joyas literarias juveniles, que tanto me gustaban. 
A decir verdad, las historias que más me enganchaban eran las de aventuras, las de viajes, y en eso Verne era o me parecía todo un maestro. 


Con  el transcurrir de los años ese gusto por la literatura de viajes se ha acrecentado, hasta el punto de escribir uno mismo también algunas historias de viajes y sobre viajes. Y por supuesto leer grandes libros de viajes, entre ellos, los de Julio Llamazares (gran escritor en el género, ahí están 
El río del olvido o Trás-os-montes, entre otros) o del memorable Juan Goytisolo (qué maravilla haber podido charlar con él en el café de France de Marrakech), que nos ha deleitado con libros de viajes como Aproximaciones a Gaudí en Capadocia (acerca de ciudades como El Cairo o Estambul, entre otros lugares en el mundo), o bien Campos de Níjar, sobre la Almería profunda de los años 60. 

Tampoco quiero olvidarme de nuestros paisanos Gil y Carrasco con su Diario de viaje, desde Madrid a Berlín, que es un fascinante recorrido por la Europa del siglo XIX, que me late como un Inter-Raíl de la época actual (sobre este asunto también llegué a escribir: https://www.ileon.com/cultura/055100/gil-y-carrasco-viajero-gotico-posmoderno) o bien el inolvidable Ramón Carnicer y su libro Donde las Hurdes se llaman Cabrera, que es un viaje a pie por la Cabrera, emocionante, contado con exquisita sensibilidad y elegante sentido del humor. 
Olvidaba mencionar el Viaje del Vierzo, de Valentín Carrera, que en tiempos de confinamiento ha sacado a la luz la lectura gratis de una serie de libros, con la generosidad y el beneplácito de sus autores y autoras, por supuesto (por ahí anda uno, por qué no decirlo: 
https://www.lanuevacronica.com/la-editorial-ebooksbierzo-abre-la-descarga-gratuita-de-sus-40-titulos).  
La literatura de viajes es la madre de la literatura, como en alguna ocasión nos ha dicho el autor de La lluvia amarilla, colosal poema narrativo sobre el último habitante de un pueblo perdido en el pirineo de Huesca, que bien podría ser cualquier pueblo remoto de la provincia de León, como Urdiales de Colinas (aldea a la que en tiempos mozos íbamos de excursión varios rapaces del útero de Gistredo), Los Montes (donde el director de Albares de la Ribera Chema Sarmiento rodara un maravilloso mediometraje de ficción), o Primout (aldea enclavada en las estribaciones de Gistredo, en la que el gran poeta Ángel González impartiera clase durante algunos meses de los años 40), entre otros pueblos. 


La literatura de viajes (El Quijote también es un prodigio de literatura de andanzas, de viajes y aventuras) como madre de la literatura. Y Julio Verne, no sólo con su vuelta al mundo en ochenta días, sino con otras muchas como Viaje al centro de la tierra, Viaje a la luna, Cinco semanas en globo o 20.000 leguas de viaje submarino, etcétera, como un maestro de este género, que en su caso también se convirtió en ciencia ficción, porque en su época, algunas de las cosas, que se le ocurrían, eran eso, ciencia ficción (por cierto, en el Bierzo tenemos a un gran autor, Ruy Vega, que escribe novelas de ciencia ficción, y además es un buen poeta, preciosas las cartas a su padre, que publica cada cierto tiempo en el diario La Nueva Crónica). 
La vuelta al mundo en ochenta días me fascina porque nos lleva de paseo, de la mano de Phileas Foog, que tiene un aire con el poeta Byron, y Passpartout o Picaporte. 

La vuelta al mundo de Verne emprende ruta en Londres para llevarnos de viaje a París (de pasada), recorriendo Italia hasta llegar al puerto de Brindisi. Y de ahi embarcar al canal de Suez, de Suez a Bombay, de Bombay a Calculta, de Calculta a Hong Kong, de Hong Kong a Yokohama, de Yokohama a San Francisco, de San Francisco a Nueva York, y de esta metrópoli mundial a Liverpool hasta finalmente arribar a capital inglesa. 
Nos lleva de viaje al menos por una parte de nuestro planeta, que ahora debe estar luciendo mejor rostro que nunca, en cuanto al esplendor de la Naturaleza, a raíz del confinamiento de una gran parte de la población mundial. 
Chistosita se me antoja la adaptación que de esta novela hiciera Anderson a la gran pantalla, con David Niven (Fogg) y Cantinflas (Passpartout) como personajes principales, aparte de los cameos de grandes actores y actrices como Buster Keaton, Frank Sinatra, Marlene Dietrich o Peter Lorre. 
Viajar, sobre todo ahora que no podemos a resultas de este maldito virus de mierda, es algo esencial, una genuina escuela de aprendizaje. 
Se aprende tanto o más viajando que leyendo, que ya es decir. Porque el viaje es vida, es la vida en estado puro, es confrontarse con la realidad, salir de la zona de confort para aventurarse o adentrarse en otros territorios y aun en otras lenguas. 

Viajar (otra cosa es hacer turismo, que tampoco está nada mal, y ahora lo sentimos más que nunca, aunque ese turismo en lata y masificado también mata la magia del viaje y atenta contra la sacralidad de los espacios, de los monumentos, de la Naturaleza) es una maravilla. Y debería convertirse en una materia esencial (no digo obligatoria, porque nada se debe imponer, moro por fuerza nunca buen cristiano, rezaba el refrán), al igual que tendrían que serlo la lectura, la escritura, el teatro... el arte en general, ese arte que imita la vida y además la trasciende. 
Viajar, aunque no sea a los confines del mundo, y aunque tampoco viajemos durante ochenta días seguidos, de un modo apresurado, como les ocurre a los personajes de la novela de Verne, que se lo toman casi casi como un desafío y una carrera maratón. 
Viajar sin prisas (la prisa mata y hasta remata, dicen los hermanos marroquíes), con deleite, contemplando no sólo los amaneceres sino los atardeceres, las puestas de sol, si las hubiere, de los lugares que visitamos, detener el paso, mirar, una vez más, sentarse en la terraza de un bar, en el banco de alguna plaza, contemplar el discurrir de las gentes, entrar en conversación con algún nativo o nativa, saborear cada cosa, cada mirada (que puede ser asimismo el lenguaje del tacto, hay miradas que acarician y sienten con placer y devoción), degustar cada instante cual si en ello nos fuera la vida, cada instante de gloria, paladear cada trozo de vivencia... 
Viajar para volver a mirar el mundo, con ojos nuevos o renovados, con esos cinco sentidos y aun más que nos procuran una suerte de éxtasis o levitación, elevándonos sobre el suelo hasta alcanzar las estrellas. 
Volveré a leer a Verne, con la mirada inocente de un rapaz que quisiera re-descubrir el mundo, este Planeta enhechizante en el que convivimos, nos siempre en amable armonía, unos cuantos millones de seres humanos, todos tan iguales en sentimientos y emociones básicas, todos tan distintos en tantas cosas, este mundo pluricultural y heterogéneo, con sus pros y sus contras, con sus personas bellas y sonrientes y también con sus individuos jodidos y perversos, que siembran el mal y la maldad. 


Volveré sobre Verne para continuar viajando, ahora con la imaginación y la fantasía de quien sabe que, en algún momento, todos podremos viajar en cuerpo-alma, como cuando el virus corona no se conocía ni por el forro de... Aprenderemos a convivir con este y otros virus. Y seguiremos volando, como las cigüeñas que se ven desde el balcón de mis ilusiones en el útero de Gistredo, hacia lugares adonde haya calor, el calor afectivo de nuestros deseos. 
 "Me gustaría venirme golondrina para agarrar y volar a los paíx adonde haiga calor", escribe el autor de La vuelta al día en ochenta mundos en el epígrafe a su novela/antinovela o contranovela Rayuela.

3 comentarios:

  1. Mis "joyas" favoritas eran Los hijos del capitán Grant y El robinsón suizo (tampoco tenía muchas más)

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  2. Un buen repaso a variopintos lugares, escritores y obras muy apropiadas para poder volar en estos días. Sin descartar ese "viaje interior", más reflexivo y filosófico, al que las circunstancias quizá también nos invitan. Gracias

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  3. Qué maravilla la literatura viajera de tantos exploradores, navegantes, descubridores imaginarios o de andarines o bohemios que nos han hecho disfrutar viajando a lugares increíbles y remotos con su ingenio. Además de que hay muchos grandes maestros de este arte y magia literaria del viaje y aventura, a mí quienes más me han marcado, son el Quijote del grandísimo Cervantes, la vuelta al mundo en ochenta días de julio Verne y el Principito de Antoine de Saint-Exupéry que aunque no es exclusivamente un viaje, sí lo es viniendo de otro planeta para hacernos un compendio de preguntas y reflexiones.
    Como bien dices Manuel, yo también coincido que esta técnica de literatura viajera es la que a la inmensa mayoría de los lectores más nos engancha y nos deja para siempre tocados por por esa magia. Así pues, hay que seguir viajado, y sino no se puede porque no hay muchas pelas, sí con la imaginación que no cuesta parne y nos hace muy felices

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