(Curso de composición de relatos y microficciones, nivel intermedio, UNED de Ponferrada, impartido por Manuel Cuenya)
Llegó diciembre y con las vacaciones de Navidad a la puerta empecé a preparar mi ansiado viaje a Misiones. No iba a ser un viaje al uso, turístico sin más; era algo diferente: iba a conocer cómo era la vida de unas jóvenes misioneras que hacía unos años habían volado hacia esta tierra colorada de la provincia de Misiones, en el Nordeste de Argentina, destinadas a la parroquia de San Antonio Abad en Comunidad Victoria, diócesis Puerto Iguazú. Al frente de la diócesis estaba el Obispo español Monseñor Piña, un jesuita catalán, que las había solicitado para trabajar en la misión.
Estas jóvenes misioneras, a las cuales conocía
bien, se ocupaban de la labor parroquial: celebraban bautizos, bodas,
entierros, Liturgia de la Palabra… Y, por supuesto, llevaban el evangelio con su
palabra y con su vida, visitando casas, atendiendo a las familias más pobres,
acogiendo a los niños. Yo iba a compartir con ellas poco más de un mes y mis
expectativas eran grandes.
Llegué, haciendo escala en Buenos Aires, al aeropuerto Libertador General José Martín, de Posadas, donde me esperaban las dos hermanas misioneras y el padre Alejandro, un misionero filipino. El aeropuerto está situado a unos siete kilómetros al sudoeste del centro de la ciudad de Posadas. De ahí nos dirigimos al Departamento del Dorado, a la casa del Obispo Piña que nos esperaba con entusiasmo y con el mate en la mano. Después del saludo, nos ofrecieron mate o tereré. Yo no sabía qué era una cosa u otra. Me lo explicaron y dije que me daba igual. Todos tomamos tereré, que es un mate frío, pues era verano y hacía calor. Lo que me llamó la atención es que todos tomaban del mismo recipiente y con la misma bombilla. Superé los primeros momentos de desagrado y disimulé diciendo que estaba rico.
Monseñor Piña se mostró muy cercano y cariñoso, pero cuando
me contó las muchas actividades que tenía, yo, por empatizar, le dije: “Sí,
está usted muy cogido”. ¡No! Había metido la pata, todos se miraron y se
rieron. El obispo me dijo: “no pasa nada, yo también soy extranjero”.
A
continuación, me explicaron lo que en Argentina significa el verbo coger. Terminada la visita a Monseñor
Piña, nos dirigimos hacia nuestro destino, Comunidad Victoria.
Mis ojos nunca habían visto tanta belleza. Tomamos la Ruta
Provincial 17, una larguísima carretera recta, una especie de bulevar
interminable circundado por árboles gigantescos en medio de una exuberante
vegetación. Atravesamos campos agrícolas y pequeñas comunidades rurales. Los
colores vibrantes de esta selva tropical alegraban mi espíritu. Cuando llegamos
a la parroquia, un grupo de personas nos esperaba para darme la bienvenida,
pues sabían de mi llegada. Las caritas de los niños me enamoraron desde el
primer momento. Eran guapísimos, de tez muy morena y ojos muy grandes y muy
negros, como su pelo.
El programa de mi visita estaba muy pensado. Acompañar a las
hermanas en su tarea misionera, visitando las comunidades cercanas a San
Antonio y hacer un poco de turismo con el padre Alejandro. La visita a otras
comunidades la hicimos con el Citroën Dos caballos que tenían las
hermanas, y por caminos de tierra colorada en medio de la selva. En uno de
estos viajes paramos el coche porque nos encontramos con una colonia enorme de
mariposas amarillas. Era tan espectacular el panorama, qué teníamos que
inmortalizarlo haciéndonos fotos.
El turismo que hice fue a las Cataratas de Iguazú y a las
ruinas de la reducción San Ignacio Miní, una misión jesuítica fundada a
comienzos del siglo XVII para evangelizar a los nativos guaraníes.
La
visita a las Cataratas me entusiasmó. Son una de las maravillas naturales más
impresionantes del mundo. Nunca había contemplado tanta majestuosidad natural.
El conjunto lo constituye una serie de unos 250 saltos, alimentados
principalmente por el río Iguazú. Como todo el mundo sabe, las Cataratas hacen
frontera entre Argentina y Brasil. Nosotros visitamos la parte argentina. Y
también el Parque Natural, Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, de una
diversidad extraordinaria de fauna y flora
Todos
los sentidos se activan en ese maravilloso lugar, especialmente la vista, el
oído y el olfato. La vista al contemplar esa multitud de saltos, bellísimos,
entre los que yo destacaría La Garganta del Diablo y Las Dos hermanas. La
Garganta del Diablo es la caída más grande y poderosa de todas, con
aproximadamente 80 metros de altura. La vista desde los miradores cercanos es
impresionante. Al hacer sol ese día, se formó un arcoíris enorme que coronaba
esa especie de herradura que forma esta espectacular catarata, envuelta en una
neblina que dejaba ver el torrente casi rojizo del agua. También, caminando por
los distintos pasadizos selváticos, el color de la vegetación y de las aves
exóticas que revoloteaban por ella daban vida a mis ojos. Me llamó
especialmente la atención el tucán, un ave de plumas y pico de colores, de unos
65 centímetros, cuyo pico puede medir unos 20 centímetros. En tan poco tiempo,
vi varios. Y todo esto aromatizado por los distintos olores de las flores, la
vegetación y la tierra húmeda.
Toda esa belleza me llevaba a reconocer al creador de la
misma, a Dios. Ningún ser humano puede igualar algo tan grandioso y hermoso. Y
me llevaba a darle gracias y a alabarlo. Me sentía insignificante ante la
grandiosidad de la creación, pero a la vez, importante porque el que había
hecho todo eso era mi padre, y yo su hija. También recordé lo que dijo San
Pablo: “Todo es vuestro, vosotros de Cristo y Cristo de Dios”.
Contemplé,
lloré y oré.
No hay comentarios:
Publicar un comentario