(Curso
de composición de relatos y microficciones, nivel intermedio, UNED de
Ponferrada, impartido por Manuel Cuenya)
Aquel día lluvioso y gris
del mes de mayo una niña, de apenas diez años, cogida de la mano de su madre,
se hallaba en la estación. Era su primer viaje en tren. Apretaba la mano suave y cálida de su madre,
acercándose a ella todo lo que le permitía el hecho de que ambas se encontraban
de pie sobre el asfalto.
La niña intentaba
empaparse del aroma de su madre, intuyendo que tardaría mucho en volver a estar
con ella. El tiempo se le pasó demasiado pronto hasta que vio llegar a aquel
hombre voluminoso, con gafas, de cara colorada y envuelto en una sotana, que a
la niña le provocó miedo y cierta repulsión.
El tren llegó pronto,
entonces besó a su madre con los ojos húmedos, dejándose coger de la mano por
aquel hombre, que iba a ser su acompañante y cuidador. El vagón era amplio,
abierto, sus asientos de color verde, estaban colocados unos frente a otros a
modo de compartimento. Todos los ocupantes podían verse unos a otros, aunque
solo fueran sus cabezas.
Cabizbaja, silenciosa y triste, la pequeña
ocupó su asiento al lado de su cuidador. Éste se acomodó a su vez, con
parsimonia, arremangando su sotana.
Después del pitido del
silbato del jefe de estación, se cerraron automáticamente las puertas de
entrada al tren, el cual comenzó a moverse, primero con lentitud, para ir
cogiendo velocidad a medida que avanzaba. Cuando hubo avanzado un cierto espacio,
la niña se atrevió a levantar los ojos del suelo para observar el paisaje a
través de los cristales. Seguía lloviendo.
Los campos, los viñedos y los árboles ya mostraban sus vestidos de primavera. Se quedó absorta contemplando la lluvia y el paisaje. Le parecía que el tren iba muy veloz, porque a veces quería observar con detalle algo que llamaba su atención y no le era posible, quedando fuera de su campo de visión.
De pronto,
dejó de entrar luz por la ventanilla, y se encendieron las luces del interior
del compartimento, pareciendo que hubiera anochecido. Además, el sonido que
producía la propia marcha del tren, acompasado y uniforme, se tornó intenso,
asustándola. Pensó que quizá estaba sucediendo algo anormal. Observó a los
demás viajeros, pero ninguno mostraba en su cara señales de preocupación. Le
pareció que todos estaban tranquilos. Respiró hondo. Cerró los ojos. Se dejó
llevar por el ruido y el movimiento que el tren provocaba en la entrada de un
túnel, hasta que salió de él, escuchando de nuevo el sonido más suave del
trayecto al aire libre. Acercó su cara a la ventanilla para observar mejor el
paisaje mientras notaba el frío del cristal en su diminuta nariz y en sus manos
al tocar el borde rugoso del cristal.
Dos mujeres
jóvenes, sentadas frente a ella y su cuidador, no dejaban de mirarla.
Hacia el
mediodía, el hombre de la sotana sacó de una bolsa de plástico dos bocadillos
que la madre de la niña había preparado para ellos. Antes de sacarlos de su
envoltorio, a la niña le llegó el olor del filete y los pimientos fritos
recordándole la cocina de su casa y a su familia en torno a la mesa. Y se le
encogió el estómago. De nuevo sintió ganas de llorar. El hombre de la sotana
insistía en que ella comiera el bocadillo. Pero ella no probó bocado. Las
mujeres de enfrente le ofrecieron chocolate y caramelos, sin embargo, ella les
dijo que no los quería, haciendo un gesto con la cabeza.
Cuando el hombre de la
sotana comió los dos bocadillos, recogió los envoltorios, metiéndolos de nuevo
en la bolsa de plástico. Se reacomodó en el asiento, y amparándose en la
impunidad y el prestigio que le daban el hecho de vestir sotana, la atrajo
hacia sí con la intención de que ella se recostara sobre su pecho, a lo que
ella opuso resistencia, buscando a su vez con la mirada la protección y el
amparo en las mujeres que viajaban sentadas enfrente de ellos. Sin embargo, las
mujeres, absortas en su conversión, no se percataron de la mirada de auxilio de
la niña.
Además de obligarla con sus ademanes a recostarse en su pecho, el hombre
de la sotana colocó su amplia mano sobre el diminuto hombro de la niña,
preguntándole al tiempo si se encontraba bien. Ella, preocupada, cerró los ojos
con la esperanza de que él retirara en algún momento la mano de encima de su
hombro, cosa que no ocurrió, al contrario, el hombre de la sotana aprovechó
durante un rato, que las mujeres echaron una cabezada, para deslizar su mano
por las piernas de la niña, que se sentía con ganas de llorar. Al hombre de la
sotana se le veía fuera de sí mientras acariciaba a la niña. Y ésta estuvo a
punto de gritar, pero se contuvo.
Tres horas más tarde, el tren llegó a su destino.
Aquella gran ciudad sería
su lugar de residencia, lejos de su familia, por un tiempo indefinido.
Se levantaron
de sus asientos. El hombre de la sotana cogió la maleta de la niña y su bolso
de viaje. Esperaron en la ancha plataforma junto con otros viajeros hasta que
el tren se detuvo por completo.
Descendieron
al andén. La niña observó un gran tumulto de gente moviéndose en diferentes
direcciones. Vio también que algunas personas se quedaban de pie frente a las
vías mientras leían los rótulos pegados en los trenes, intentando averiguar sus
destinos.
Una monja
joven caminó hacia ellos con una amplia sonrisa. Saludó al hombre de la sotana
-se diría que no era la primera vez que se veían-. Después, la monja se agachó
para besar a la niña en la mejilla, a la vez que le preguntaba si estaba bien.
La cogió de su mano, que ella ya no soltó hasta llegar a su nueva residencia.
El hombre de
la sotana se perdió en la lejanía. Y la niña se sintió aliviada.
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