jueves, 29 de febrero de 2024

Distracción, de Marta Moral Tomé


Con la inspiración de los ejercicios de estilo de Queneau, Marta Moral Tomé nos ofrece este relato en tres estilos, que nos arranca la sonrisa por la forma o las formas que emplea para narrar esta historia con un trasfondo trágico.

(Taller de composición de relatos de la Universidad de León, impartido por Manuel Cuenya) 

La semana pasada en la plaza más concurrida del barrio contemplé a una mujer que portaba una grandiosa melena rizada coronada con una cinta brillante arcoíris. Detrás de la rasurada patilla asomaba la diminuta oreja abarrotada de una hilera de piercings. Caminaba absorta examinando el contenido de su móvil, cuando tropezó con un individuo que degustaba un pastel de crema. En el encontronazo el dulce manjar se estampó contra el suelo. El hombre, malhumorado, reprendió enérgicamente la distracción de la joven.

Esta mañana volví a verla de nuevo en el andén de la estación de Chamberí sin poder apartar los ojos del mismo móvil. Imitaba alocadamente la coreografía que le proporcionaba el aparato. En su despiste no tuvo oportunidad de ver la máquina de tren que la arrolló. 

Distracción, a su puto rollo 

Mira, tronco, había mogollón de peña por todos los laos en la plaza del barrio ¡Flipa eh! Del antro del Pelas salió una piba,  bueno un pibón. La tía era guapa, guapa a rabiar. Una leona con la melena de los Iron Maiden. Iba empanáa mirando su móvil, a su puto rollo, con una cara de flipáa. Se cruzó con un pringao que se zampaba un pastel reventado de crema. ¡No veas colega! Se metió un piñazo con el glotón… que el pastel salió volando por los aires y se estampó contra el suelo. Mira tú, la bulla que le metió aquel pringao, con tóa su mala baba, a la tronca.  Fue de órdago. Ella pasó de tóo y se piró de allí sin hacer ni puto caso. 

Hoy he visto otra vez a la leona en la estación de metro de Chamberí. Tenía pinta de ser una tía enrolláa.  Seguía flipáa con su móvil. Movía su cuerpazo a todo meter. Era la reina de la movida underground. Qué marcha la tía. De pronto, toda la peña, que estaba en el andén, flipó en colores porque la máquina la enganchó por la melena y arrastró su cuerpo hasta dejarlo tatuado en la pared del túnel. 

La distracción, Pop Star

¡Qué guay, tía! La semana pasada vi una escena súper top, fue lo más. Vi a una niña súper mona con una melena con el método curly. Llevaba una cinta en la frente llenita de brillantes de Swarovski que le hacía parecer una Pop Star. Caminaba sin apartar la vista de su iPhone y súper concentrada en la pantalla. De pronto apareció un hombre que estaba saboreando un pastelito de crema súpermono. Tenía unas bolitas de color rosa que estaban hechas de fondant y de muffins, o sea monísimo. De repente el hombre chocó con la supermodelo y el pastel se precipitó al suelo.  ¡Pobre pastelito! Él se puso rosita, como el pastel. Muy airado le gritó improperios y la reprendió por su despiste. 

Esta mañana, en el andén del metro de la estación de Chamberí,  volví a ver a la Pop Star, que está, jo, divina de la muerte. Parecía que estuviera bailando delante del público más in del momento y como si su IPhone dirigiera sus pasos y sus movimientos en una perfecta coreografía. La distracción le hizo bajar del estrellato cuando su resplandor quedó prendido en la máquina del tren.

 

 

 

martes, 27 de febrero de 2024

Cristales rotos, de Carmen Rodríguez Caballero


Carmen Rodríguez Caballero, a ritmo de canción infantil, construye una narración que nos invita a la reflexión a través del protagonista Tobías, que rememora su infancia desde el presente. Un relato que en cierto sentido hace recordar la película Ciudadano Kane, de Orson Welles.

  (Taller de composición de relatos de la Universidad de León, impartido por Manuel Cuenya)

https://www.lanuevacronica.com/lnc-culturas/cristales-rotos_142033_102.html


Tobías vio el reflejo de sus pupilas llorosas en  el cristal de una ventana mientras iba contando las gotas de lluvia al caer. Se había detenido en la misma calle, enfrente del mismo edificio abandonado, a la misma hora de todos los días; esa hora de ensoñación en la que el crepúsculo anuncia el final del camino. Uno, dos , tres. No te lo repito otra vez.

Al pasar por delante de una tienda de antigüedades, sus ojos se detuvieron multiplicados. Unos espejos ocupaban la parte central del escaparate.

      -¡Mira, mamá, qué espejos más bonitos! -exclamó un niño con calcetines blancos.

Nunca supo qué le hizo entrar en aquella tienda. Fue como un hilo invisible que le empujó hacia el interior. 

Tobías recibiría la mercancía al día siguiente sin ninguna dilación. Sí, definitivamente pondré el espejo en el estudio de la segunda planta. El piso era luminoso y el marco quedaría perfecto en conjunción con la cuidadosa selección del mobiliario adquirido principalmente en tiendas de antigüedades de  renombre. 

El espejo llegó a la hora acordada. Al volver del paseo diario, Tobías se dirigió a su estudio  para observar de cerca su nueva adquisición.  Cuatro, cinco, seis. Mírame del revés.

Un ladrido amigable, de bienvenida,  se oyó próximo a él.  Las mascotas están prohibidas en el condominio. ¡Quién puede atreverse a hacer algo así! ¡Llamo a seguridad!, pensó Tobías. Al girarse para coger su teléfono, notó algo extraño en el espejo. Era el aliento de un beso invisible. 

Tobías se colocó delante del espejo y contempló estupefacto un perrito blanco y negro  durmiendo debajo de un laurel. No podía creerlo. Era uno de sus perros de la infancia, al que solía decir que, cuando durmiera, soñaría con un mundo lleno de buena gente. Por unos minutos se trasladó lejos, lejos de su elegante desván, lejos de su vida solitaria y rutinaria, lejos de sus lujos. Otro ladrido le hizo estremecerse; otro precioso perrito al que solía cantarle cogido en brazos.

Se apartó hacia atrás sudoroso, agitado. Esa noche tuvo un sueño muy inquieto, extraño. La mañana en el trabajo se hizo tediosa. Sentía unas ganas impetuosas de volver ante el espejo. Siete, ocho, nueve. Siéntate y bebe.  

Nada más entrar se dirigió al estudio. El marco de color oro viejo era de una elegancia exquisita.

Se giró y vio a un niño de calcetines blancos y pantalón corto con varias heridas en ambas rodillas, junto a una niña más pequeña que él. ¡Eran él y su hermana! Una escena tan entrañable como extraña.

Tobías había cortado todo resquicio de amistad con su familia. ¡Cuántas veces le habría gustado hablar con sus padres, con su hermana! Pero el orgullo y la diferente posición social se lo impedían, sólo le habían otorgado la soledad contra la que luchaba cada día.

      -¡Mami, mami! Mi hermana ya sabe montar en bicicleta. Yo solito le he enseñado. Por favor, ¿podemos quedarnos más tiempo en el pueblo? Yo no quiero irme a una ciudad -dijo el niño de calcetines blancos.

¡Qué veranos más divertidos había pasado en el pueblo de su padre!

La ropa de Tobías estaba empapada de sudor y respiraba agitadamente al recordar su infancia.

      -¡Oh, no! Has derramado la cafetera en la cabeza -dijo la madre del niño de los calcetines blancos.

Las imágenes se desvanecieron. Fue muy complicado conciliar el sueño aquella noche. El espejo se había convertido en pura obsesión. Tobías subió varias veces al estudio y contemplaba el espejo sin moverse.

La mañana, como de costumbre, transcurrió de forma muy angustiosa. El deseo de estar frente al espejo se había convertido en un impulso imperioso. Y esta vez Tobías se sentó enfrente de él y, repentinamente, apareció el niño de los calcetines blancos junto a una niña.

¡Es Mirta, mi amiga del cole! Con su pequeña paga semanal, Tobías compraba las gominolas que a Mirta le gustaban para invitarla. Sabía que había sido su niña favorita, pero nunca se atrevió a decírselo. Al imaginar  cómo habría sido su vida con Mirta  sólo sus ojos hablaban y eran lágrimas secas al haber ya gastado todas. Ni siquiera podemos mantener la vista cuando nos vemos reflejados en el espejo de los demás.

De nuevo, el descanso nocturno se convirtió en algo insoportable. Tobías había visionado su pasado muchas veces y, cada vez que lo hacía, trataba de ahuyentarlo porque la sola idea de hacerlo le trasladaba al peor de los abismos. No había habido un descendimiento más dramático en la vida de Tobías que el que el espejo le obligó a hacer aquella tarde. No hay tortura parecida a la de que esa sospecha se haga real, a que el azar atraviese  cualquier resquicio para colarse entre la bruma de la posibilidad y se vuelva cierto.  

Tambaleándose, Tobías subió las escaleras y se colocó delante del espejo. Vio un pequeño patio rodeado de un muro descascarillado del que colgaba una bombilla con una luz mortecina.  El niño de los calcetines blancos estaba dibujando en un folio. Tobías, en su infancia, imaginaba  que esa bombilla era una luz mágica y, al encenderse en noches de luna llena, convertía el patio en un paraíso de gominolas. Una sonrisa inundó su rostro.

El patio se desvaneció y apareció un libro rojo. Era un álbum de fotos. Un escalofrío recorrió su cuerpo. Las páginas se abrían ante sus ojos y Tobías recordó a su familia,  a sus amigos de siempre y su vida ordinaria. Una vida sencilla, pero alegre,  rodeado de seres queridos. Él seguía allí. Siempre había estado allí, en ese libro rojo, y todo lo demás era un exterior borroso, empañado, sin volumen; un esbozo sin acabar, y él mismo era un fantasma del presente montado en la levedad que lleva el vivir.

Cuando salió a la calle, aún había estrellas. Comprobó que el espejo estaba seguro en el asiento de atrás de su coche. Lo dejó con máximo cuidado en la puerta de la tienda de antigüedades, con una nota que decía: El infierno no es el pasado ni el presente; somos nosotros mismos cuando dejamos de controlar lo que pensamos.

La lluvia comenzaba a caer. Diez. Atrévete de una vez.

Un pequeño gran susto, de María Luisa Mainato Quizhpilema

 

Un pequeño gran susto es el título que nos ofrece la joven narradora Luisa Mainato para contarnos una historia que bien podría ser autobiográfica. Escrita con sencillez y naturalidad, sin artificios, empleando un narrador en segunda persona del singular, la creadora de este relato logra enseñarnos un camino de crecimiento personal.

  (Taller de composición de relatos de la Universidad de León, impartido por Manuel Cuenya)

Un día te despiertas con un leve dolor en la espalda baja del lado derecho, pero decides no darle importancia pues tienes la certeza de que desaparecerá. Pasan los días y el dolor incrementa, sobre todo al caminar o cuando te sientas. Empiezas a preocuparte porque nunca antes habías tenido un dolor similar a este. Vas a urgencias porque las citas médicas más próximas son para después de dos semanas. Él médico de urgencias te dice que podría tratarse de un gas atrapado o de cálculos renales y, de ser así, te dolería un montón. Te pone una inyección y te receta analgésicos y antiinflamatorios. Ahora tienes que esperar dos largas semanas hasta que tu cita con medicina interna llegue. Aunque tienes la esperanza de que el dolor vaya desapareciendo con el transcurso de los días, la preocupación sigue viva, algunos ratos con más intensidad que otros. En una llamada, la hermana de tu novio te recomienda preparar infusiones con plantas medicinales, que son buenísimas para los riñones. En una tienda de herbolario solo consigues llantén, uña de gato, linaza y manzanilla. Te preparas la bebida, pero tampoco mejoras y tu preocupación aumenta cada vez más. Cuando tus papás y tus hermanos te preguntan cómo estás, decides guardar algunos detalles con el objetivo de no preocuparlos. En otra llamada, la hermana de tu novio te comenta que a lo mejor ella va a ser tía. Te quedas procesando durante un largo rato lo que te ha dicho porque quizá no has entendido lo ha querido decirte, ¿o sí? A lo que ella continúa: es común que duela la parte baja de la espalda cuando un bebé viene en camino. Tus cachetes empiezan a sonrojarse porque de alguna manera sabe que su hermano y tú han llevado el amor más allá de unos besos. Tu única respuesta es una risa nerviosa. Al poco rato, miles de pensamientos han inundado tu delicada mente y te preguntas: qué pensarán de mí los demás, qué dirán las personas que han hecho lo posible para que este aquí, qué dirán mis compañeros de clases, mis profesores, mi familia, mis amigos, mis vecinos y todos los que me conocen, aunque me hayan visto una sola vez en su vida. No sabes cómo actuar ante la idea de un embarazo, tampoco sabes cómo vas a hacer con los estudios. Crees que decepcionarás a tus padres, a tus hermanos y a todos los que confiaron en ti. Es verdad que tu sueño siempre ha sido ser mamá, pero no en estos momentos, no ahora, no aquí, donde no conoces a nadie, apenas llevas un mes en este país. Te preguntas: qué voy hacer. Lo rumias una y otra vez… pues estás a miles de kilómetros de casa, de tu país. Para tu novio, un bebé sería el regalo más bonito de la vida, sería una muestra del amor sincero, pero le preocupan tus estudios, sobre todo porque el gran océano atlántico los separa. Sabe que tienes un alma sensible y que lloras por lo más mínimo. Por eso a él le gustaría estar a tu lado y, cuando un pensamiento perturbe tu tranquilidad, él podría ofrecerte su cálido pecho, rodearte con sus brazos, acariciarte con delicadeza, mientras te diría con una dulce voz que todo va a estar bien; por fortuna su ternura logra frenar que tu corazón siga acelerado. Durante la última semana habías sentido mareos, lo que atribuiste a la medicación que estabas tomando. Ya no podías seguir con la duda, así que te armaste de valor para comprar una prueba de embarazo.


Habías leído que debe utilizarse la primera orina de la mañana para que la prueba fuera más efectiva, así que decidiste que lo mejor era esperar. Por alguna extraña razón esa noche dormiste con tranquilidad, pero todo cambió cuando amaneció, estabas nerviosa y con más miedo de lo normal. Leíste con detenimiento cada una de las instrucciones de la prueba de embarazo y te pusiste en marcha. Fuiste al baño, tomaste la muestra en un recipiente de plástico, regresaste a tu habitación, asegurándote de que nadie te viera, pusiste el recipiente en la mesita de noche, retiraste el tapón de la prueba y volviste a leer las instrucciones para que nada se te escapara. Después introdujiste la prueba en el recipiente durante tres segundos y volviste a poner el tapón, este paso te resultó el más difícil, tus manos temblaban demasiado, pero al final lo conseguiste y colocaste la prueba en una posición horizontal, tal como aseguraban las instrucciones. Viste cómo la muestra de orina pasaba por las ventanas del resultado, observaste una primera línea en la ventana de control y esperaste durante tres minutos para ver si aparecía o no otra línea. Los segundos se te hicieron horas y los minutos, días. No dejaste de ver la prueba ni tampoco las instrucciones, estuviste de aquí para allá, una y otra vez… Por fin transcurrieron los tres minutos, pero decidiste esperar aún otros tres más para asegurarte. Al fin pudiste respirar con tranquilidad, porque solo apareció una línea. ¡Qué pequeño gran susto! Pero aún necesitaste saber la causa de tu molestia. Llegó el gran día de tu cita médica, la doctora te pidió que le contaras con detalle todos los síntomas que habías tenido. Según ella, tu dolor se debía al estrés que habías tenido debido a la urgencia de cumplir con los trámites de tu estancia por estudios. Te envió a hacer un sinnúmero de pruebas: ecografía, radiología y urinocultivo. Después de otras dos semanas más, los resultados indicaron que todo marchaba bien. La doctora te recomendó comer más alimentos ricos en fibra como verduras y frutas para que te ayudaran con la digestión. ¡Otro pequeño gran susto! Bueno… no tan pequeño, porque entendiste que a partir de ahora deberás aprender a manejar mejor tus preocupaciones porque que al fin y al cabo todo se resuelve. Y todo lo que te atormentaba se resolvió, comprendiendo que la preocupación excesiva fue en vano. Ahora sientes que ya estás preparada para afrontar cualquier situación de la vida.

lunes, 26 de febrero de 2024

Meu amor, suma mbuggél, de Elisa Baró González

 Escrito con sensibilidad y belleza, la autora de este relato nos lleva del lado de acá y del lado de allá a través de unos personajes que sienten el desarraigo en un mundo que parece no pertenecerles. Una historia plena de actualidad, que nos conmueve y nos ayuda a reflexionar acerca de la condición humana.

  (Taller de composición de relatos de la Universidad de León, impartido por Manuel Cuenya)

 

En la aparente quietud de la noche, notándose cercada por la soledad, la mujer se levantó temerosa y buscó a tientas algún resto de calor en aquel lecho vacío. Imaginó que él no se había ido, que aún seguía allí, cuidándola. En lo engañoso de su duermevela, creyó acariciarle con la mirada: su cuerpo de ébano, terso y brillante, en lucha continua con unas pesadillas que se repetían incesantes. Recordó que los últimos días había estado muy agitado, pensando mucho y comiendo poco. La cabeza del pobre muchacho era una rueca que hilaba pensamientos sin fin en su tela imaginaria. Se movía convulso y volvía a quedarse quieto, mientras ella le miraba desde la calma que da velar a alguien querido. Se quedó dormida pensando que aún estaba a su lado y así pudieron escapar juntos en un viaje imaginario a lugares por visitar y sueños por cumplir. 

Viajaron lejos de las praderas del interior y de sus míticos baobabs, lejos de los pastores de la etnia Peul y de las chozas Bassari, donde latía una ciudad extensa como un lienzo de vivos colores: el ajetreado Marché Kermel, lleno de frutas y coloridas telas, la Avenida Blaise Diagne y las angostas y encaladas callejas que iban a morir a las salinas y al puerto. Bajo aquel cielo rosado se abría un horizonte de deltas y playas larguísimas donde las barcas se alineaban en la orilla, algunas a la vista y otras escondiendo sus viejas maderas bajo lonas de color océano. Un hombre de aspecto seco y frío, curtido por horas de pactos a la intemperie, cuchicheaba entre las barcas con unos  jóvenes llenos de harapos y miedos. El hombre vio a la pareja e hizo ademán de conocerlos. Aquellos muchachos la miraron a ella de arriba abajo y le miraron a él también. Por un momento les hicieron sentirse extraños en aquel lugar y decidieron irse de allí, notando cómo su corazón se quedaba y solo viajaba su cuerpo.

Viajaron lejos, muy lejos de aquel mar. Estaban ante otro mar, un mar Mediterráneo, dulcemente deseado, ese que llaman Mare Nostrum. Nubes grises presagiaban tormenta. Juntos recorrieron la ciudad: la siempre animada plaza de Cataluña, el transitado paseo de La Rambla, el Mercat de la Boquería, lleno de frutas y dulces, las caprichosas filigranas de las chimeneas del palacio Güell y las avenidas que desembocan en el puerto. Había jóvenes bebiendo en la orilla y algunos de ellos le miraron de arriba abajo y la miraron a ella después, dejándoles con esa amarga sensación de llevar escrita la no pertenencia. La tarde era ya noche y caminaban cada vez entre más sombras. Él le susurró «suma guné, suma mbuggéel» y ella se despertó.

La mujer notó el sudor frío de las pesadillas. Ni mar ni barcas ni calor ni sueños, allí sólo había un suelo sucio de tierra y pena y una choza vacía donde, aún más anciana que ayer, ella murmuraba «suma guné, suma mbuggéel», que en lengua wolof significa mi niño, mi amor. La mujer, ataviada con la misma túnica lembé desde hacía semanas, acariciaba una cartera deshecha por el agua y la sal. Meses atrás vinieron a entregársela. Era de su nieto. Las autoridades senegalesas le contaron que la policía española y los servicios de emergencias atendieron lo mejor que pudieron a los ocupantes de aquella embarcación.

Catorce kilómetros separan dos continentes. En árabe los llaman Bab el-Zakat, “la puerta de la Caridad”. Dicen que las cigüeñas blancas que migran a África dan media vuelta si sopla el viento de Levante. A muchos jóvenes el viento nunca les hizo retroceder. Siguieron ciegos de ilusión y sueños rumbo al norte, mecidos por un mar de frío, noche y miedo, alejándose del paraíso conocido para adentrarse en la tierra prometida.

 

miércoles, 21 de febrero de 2024

Rejas internas, de Tránsito García Estébanez/Gelines del Blanco Tejerina


Las autoras de este relato, Tránsito y Gelines, con una narrativa precisa y por momentos poética, nos introducen de lleno en la vida de Ángela, la protagonista de esta historia terrible, que sufre las adversidades de una vida en reclusión, dándose cuenta asimismo de que después de permanecer durante un tiempo privada de libertad, alejada de su entorno afectivo, ha dejado de tener sentido su reinserción en la sociedad, porque las rejas siguen en su interior.

  (Taller de composición de relatos de la Universidad de León, impartido por Manuel Cuenya)

Ángela roza la treintena y lleva los últimos tres años y veinte días en la prisión de Villahierro. La privación de libertad, alejada del entorno familiar y social, ha hecho mella en su cuerpo y en su mente. Comparte celda, llantos y confidencias con Laura, mujer de edad indefinida, pelo graso y con los dedos y el humor amarillentos de nicotina. Son dos náufragos asidos a la misma reja que unos días las aísla del mundo exterior y otros días de sí mismas.

El cuarto compartido huele a culpabilidad y a berza hervida, o esa es la sensación que Ángela tiene continuamente. A menudo se frota en la ducha y después se escurre bajo la manta de Laura en busca de tactos y susurros que aplaquen la carencia de otros roces y otras voces. Tras descargar caricias y susurros en oído ajeno Ángela regresa a su cama, a la noche, a la nada. La soledad y la culpa han creado una capa espesa en el ambiente,  tan plomizo que ya resulta tóxico. El brillo de los ojos negros y retadores, que un día cruzaron la puerta de seguridad, ha mutado en ojo mate, y la mirada retadora es ya sumisión y cansancio colgando en grandes bolsas bajo los ojos. La piel del rostro acusa un desgaste prematuro y las mechas multicolores que ingresaron en prisión se han rendido en una melena resbaladiza sobre el chándal azul. Los días pares amanece paciente y apática y los impares agresiva y con ganas de revancha.

Al mismo ritmo que reptan las humedades por las paredes de la celda se ensancha el volumen de sus muslos, de sus pechos, de sus brazos que, aun así, no consiguen abarcar tanta tristeza acumulada. Ha cambiado tanto que, en ocasiones, le cuesta reconocerse en el espejo de la habitación, demasiado pequeño para abarcar tanta carne y demasiado grande para ocultar el reflejo de su mirada teñida de culpa. Ha decaído el ímpetu de su conversación inicial en la que siempre estaba el mar, su discurso retador mutó en aceptación, sumisión y finalmente mutismo. El oleaje de su voz es un rumor afilado por la pena y la culpa que apenas consigue atravesar el silencio.

Ángela se ha reunido con la psicóloga del centro a primera hora de la mañana, al sueño y al perenne barullo mental se le apilaron mensajes de reinserción, segundas oportunidades, caprichos del destino, libertad, más reinserción… mientras escuchaba la perorata de la mujer de traje sastre, segura de sí misma, destilando firmeza y soltando la letanía aprendida se preguntaba si ella podría haber tenido un traje, un maletín y un discurso semejante de no haber cruzado aquel punto de no retorno.

Debería estar feliz porque la mujer que tenía enfrente con móvil, maletín y muchos documentos anunciaba su primer permiso “en libertad”, en libertad fuera del centro penitenciario. Ángela volvió a su celda arrastrando pies y confusión. Acurrucada en posición fetal, como una niña castigada de cara a la pared, vive y revive el error reiterado, la infidelidad que acabó en bucle caótico, durante horas,  analizó y diseccionó las palabras de la psicóloga. Las repitió y rebatió una a una: “He cumplido mi pena y el estado me concede un permiso como parte de la reinserción. ¿Por qué no me preguntan si me he perdonado yo? Pues no. La culpa crece en mí, la riego cada día para que no muera, no quiero perdonarme ni concederme un solo instante de vida en libertad; pueden sacarme de estos muros si quieren pero mis rejas interiores las abro y las cierro yo y son más fuertes que nunca”. 

La tarde trajo a la noche y la oscuridad a su compañera Laura. En silencio, se tumbó a su lado y anudó los brazos alrededor de la cintura, sintió su frente en la nuca y el oído presto a escuchar. Ángela soltó lastre, y dejó que el oleaje se llevase todo lo que apretaba: “Dicen que el Estado me reinserta por haber cumplido tres años y veinte días, pero yo me niego a admitirlo. ¿Cómo coño voy a reinsertarme si cada lugar, olor y sonido me evocan algo y me preguntarán por qué lo hice, por qué no me resistí a adentrarme en aquel mar embravecido lleno de banderas rojas anunciando peligros? Qué fácil debe ser para ellos darte el perdón rigiéndose por un puto calendario”.

Laura masajeaba la espalda de Ángela en un intento de calmar su angustia. Ángela seguía hablando. “¡Qué sabrá la señorita del maletín de perdones interiores! Para el señor Estado es fácil, desde su situación predominante, tienen escrito lo justo y lo injusto, los meses y días que debes comer rejas para perdonarte, pero no tiene ni puta idea de que ser perdonado es otra cosa, tendría que admitir que actué erróneamente, aceptar la ausencia de voluntad para tomar una decisión acertada, qué sabrán ellos de miedos, huidas y la caída en el foso, tú me entiendes ¿verdad Laura?”. Laura, callada, continuaba acariciando a Ángela.

Llega el día de enfrentarse al exterior, de tirar de manual de supervivencia, exponerse al rechazo, a escenarios que revivirán la tragedia, a silencios que le gritarán su negligencia, olores culpables, paisajes anclados en la memoria que desearía borrar para siempre. A Ángela la quieren reinsertar en una sociedad que ya no siente suya porque ha perdido la ilusión, el pelo multicolor, el olor a mar, la voz, la fe… quiere ser reclusa eterna, pasar desapercibida, desea dormir abrazada a la espalda de Laura y compartir la misma derrota. Se enfrenta a un permiso de tres días con una mochila prestada, con los ojos y oídos embotados de escuchar al resto de compañeras repartiendo consejos y números de teléfono para que contacten con sus familiares y regrese con noticias. De Laura se despidió en la celda con un abrazo, un beso en los labios y la promesa de traer un tarrito de arena de ese mar que ya se asoma en su mirada. Sólo el hecho de mencionarlo, imaginar la arena bajo los pies, el salitre en la piel y el silencio bajo el agua le da el empuje necesario para cruzar la verja.

Han pasado cuatro días.

Ángela es libre. Se ha fugado de sus rejas interiores, meciéndose en la armonía de las olas, en la plenitud del fondo marino. Nadie sabe si recuperó el brillo de los ojos, ni si volvió la paz a su mente y el perdón a su corazón. Ángela cumplió tres años y veinte días de condena social y tuvo la oportunidad de abrir candados y reinsertarse, pero ella prefirió tirar la llave y cumplir su propia condena. No quiso perdonarse.

O no supo hacerlo.

 

La magia de Orfeo, de Nieves Chamorro


Con prosa poética, plena de sensorialidad, Nieves Chamorro nos sitúa en un espacio que nos invita a volar con la imaginación. Consigue que nos identifiquemos con la narradora en esa su forma de asombrarnos ante la inmensidad, ante la belleza de la naturaleza, mirando un cielo estrellado que parece cantarnos una melodía ancestral a través de la mitología de Orfeo.

  (Taller de composición de relatos de la Universidad de León, impartido por Manuel Cuenya)

 

Espero a que se vaya la gente, todos estos turistas, porque no me gusta que me vean haciendo algo fuera de lo habitual. Y necesito sentirme libre, alejada de los bullicios, respirando paz, comulgando con el universo.

Estoy en Fuente De, abofeteada por las rachas de viento que suben por la pared rocosa hasta los altos prados de Áliva. Entonces me siento en la plataforma metálica y dejo los pies colgando en el vacío. La sensación de vértigo deseada inunda mi interior. Con la cara apoyada en la barandilla me abandono a la inmensidad del entorno. Quieta, mejor dicho paralizada, ya formo parte del paisaje.  Respiro el aroma del tomillo que crece entre las piedras a dos mil metros de altitud y me difumino con el blanco azulado de las nubes que empiezan a humedecer mi ropa.

A mi derecha, a dos kilómetros de vacío, se yergue la peña Remoña, que remata la parte final del circo glaciar del macizo de los Urrieles. Es la peña mágica, la que me roba el corazón y el entendimiento. Al lado de su cumbre, aún tocada por el sol, un collado de hierba fresca destella con un verde casi metálico. Frente a mí, los picos leoneses tapizados de hayas y praderas descienden hacia la olla glaciar, donde vierten sus lágrimas en días lluviosos.

El viento, cada vez más potente, voltea en todas las direcciones los pájaros negros que anidan en los agujeros de la pared rocosa. Un par del águilas se acercan peligrosamente a mi cabeza. Estoy en el techo del mundo.

Delante el vacío, a la derecha y hacia atrás, la peña y el pico Tesorero, con un toque brillante en su falda, que aparece o no según el hueco que las nubes le dejen al sol. Es el techo de mi refugio interior, una choza con tejado plateado, la cabaña Verónica, que me acoge siempre que mis piernas se doblan antes de alcanzar el Naranjo de Bulnes.

Cuántas historias nocturnas, cuántos pies destrozados se refrescan en la roca lisa y fría que rodea sus paredes, cuántos amores elevados se juraron en aquel espacio semiesférico cargado de naturaleza...  Y a mis espaldas, susurrando por mi izquierda, una gran mole pétrea me protege de los demonios,... querida Peña Vieja,  desgastada por la lluvia y el viento, por el tiempo eterno y por las miradas de cuántos abandonamos los puertos por los caminos de cabras hacia nuevas cumbres. Oscurece, y el rosa del ocaso se torna azul oscuro. El cielo, ahora raso y puro, exhibe sin vergüenza puñados de estrellas que iluminan la superficie de las piedras. La inmensidad nocturna me roza la piel y, con los ojos de Nix, recorro la pradera del puerto. Encuentro un hueco donde me acurruco y paso la noche mirando al empíreo. Descubro osas, cangrejos y caballos alados detrás de las estrellas. La magia de Orfeo me eleva y veo las montañas plateadas como las arrugas pronunciadas de mi anciana madre Tierra.

Siento que toco con mis manos la bóveda celeste.

martes, 20 de febrero de 2024

La casa azul, de Eugenia Vélez Sánchez

 

Eugenia Vélez Sánchez nos invita a sumergirnos en la costa da morte a través de un viaje emocional a las entrañas de la memoria, de la infancia, que tal vez sea la única matria verdadera. Y lo hace con destreza narrativa, con sensibilidad, adentrándonos en esa casa azul que cobra vida cual si se tratara de Casa tomada, de Cortázar, con unos personajes propios del realismo mágico gallego.

(Taller de composición de relatos de la Universidad de León, impartido por Manuel Cuenya)

https://www.lanuevacronica.com/lnc-culturas/la-casa-azul_140701_102.html


Todos conservamos en nuestra memoria un lugar al que volvemos una y otra vez a lo largo de nuestra vida. Yo siempre volveré a la casa azul, junto al océano, pasando por aquel puente de madera bajo el cual nos escondíamos cuando éramos niños. La casa había pertenecido a mi bisabuelo materno, Anastasio Ayala, en los tiempos que se construían aquellas mansiones en los acantilados. Toda la familia iba a veranear allí cada año, invariablemente, durante todo el tiempo que duró mi infancia. Abuelos, tíos, primos de diversas edades, cada uno teníamos nuestro lugar en aquella casa. También estaba allí “el servicio”, como decía mi madre. Niñera, cocinera, y asistentas, que cada verano contrataba mi familia entre las mujeres de la aldea para que nuestras estancias fueran “unas auténticas vacaciones”.

A mi bisabuelo lo mataron durante la guerra “por ser rico”, como decía mi abuela. Una noche fueron a buscarlo a casa para llevarlo al bosque y allí le pegaron dos tiros a bocajarro. Decía que él no se dio cuenta de que estaba muerto y por eso regresó a la casa en la cual vagaba errante por las noches desde entonces, como un espíritu vagabundo. Mi bisabuela crio sola a sus dos hijas, de las cuales yo conocí sólo a mi abuela Francisca Ayala, a la que llamaban Paquita. Nos contaba esas historias cuando éramos niños, y no se cansaba de repetir a todo el que quisiera escuchar que aquella casa era “mágica” porque era la única de la zona que tenía varios fantasmas dentro, circunstancia que, según ella, era de sobra conocida en la aldea.

La casa era enorme, tenía catorce habitaciones y vida propia. En mis recuerdos, la mejor parte era la buhardilla que mi abuela llamaba “la habitación de los niños”. Esa estancia era un lugar enorme y diáfano en el que entraba la luz por diversas claraboyas. Estaba llena de juguetes que habían pertenecido a diversas generaciones de Ayalas, y podías encontrar casi cualquier cosa oculta en los rincones. Los niños solíamos pasar horas allí, sobre todo los días de lluvia, que en el norte son muchos, buscando pequeños tesoros escondidos entre cajas y polvo. Incluso había un telescopio que miraba al mar, el cual, según nos contaba mi tío Federico, servía para espiar a los buques que atravesaban aquellas aguas con destino al puerto de A Coruña, pero que cuando él fue ya mayor lo utilizaba para mirar las estrellas, sobre todo Venus, que era la que mejor se veía, dada la antigüedad del aparato. 

La fachada de la casa era de un azul descolorido por los años. Las ventanas eran blancas y tenían esas contraventanas de madera que con el tiempo acabaron otorgándole un aspecto destartalado. Era grandiosa. Cuando en los días soleados bajábamos a la playa, yo miraba atrás en el camino, dejando la casa en la distancia y con la sensación de que una parte de mi se quedaba allí esperando mi regreso. A la vuelta, te dabas cuenta de que con el movimiento del sol había cambiado de color. La veías allí a lo alto y daba la sensación de que te esperaba, incluso que nos miraba mientras llegábamos a sus puertas, como esperando paciente. Te recibía incluso más acogedora que en otras ocasiones, como invitándote a entrar.

A veces, nos entreteníamos en la fuente del jardín antes de entrar en casa. Mojábamos los pies en el agua, tomábamos el sol, y tal vez se caía una sandalia de nuestro pie, o se soltaba del prendedor un mechón de nuestro pelo dorado. La casa se regocijaba con nuestra belleza infantil, jugaba a nuestros juegos, nos protegía en su jardín como si fueran sus propios brazos. Era parte del decorado de nuestra infancia, y todos sabíamos que escuchaba nuestras canciones inventadas y nuestros sueños. Las mujeres, que trabajaban allí en verano, decían que estaba embrujada porque “hablaba”; si te quedabas en silencio podías escuchar los susurros. Yo nunca escuché nada, pero, siendo yo una niña pequeña y viniendo de Madrid, me quedaba la duda de si las palabras que salían de la casa eran en gallego o en castellano. Lo más lógico, pensaba yo, es que fueran en lo primero, ya que aquellas mujeres de la aldea lo entendían mejor y lo hablaban constantemente.

Los techos eran muy altos, y en las estancias principales colgaban lámparas enormes con cristales y florituras. Los pasillos eran interminables y tenían apliques en las paredes, estaban decorados con papeles de colores pintados con dibujos antiguos. Mis primas pequeñas y yo solíamos patinar y andar con las bicicletas por aquellos largos pasillos. A veces nos parábamos delante de alguna puerta cerrada y en silencio pegábamos las orejas para ver si escuchábamos algo dentro. La casa hablaba, era cierto, pero solo lo hacía con los adultos, con los que parecía compartir ciertos secretos que no se mencionaban delante de los niños. Como por ejemplo lo que le había pasado a la tía abuela María Rosario, que oficialmente había fallecido de una enfermedad pulmonar siendo muy joven, aunque las señoras de la aldea que trabajaban en la casa nos contaban por lo bajo que había muerto de amor, por un joven maestro que habían llevado preso “por ser pobre” y que ya no regresó jamás. Ella lo esperaba cada noche bajo el puente de madera, junto al jardín, y, como nunca volvió, a ella se la llevó la tuberculosis. 

Mi abuela Paquita había sufrido también de amores contrariados. Cuando terminó el colegio “para señoritas”, a la edad de dieciocho años, mi bisabuela viuda apalabró su matrimonio con el hijo de un naviero de Ferrol, hombre adinerado que aseguraría la permanencia de la fortuna familiar. Pero Paquita Ayala ya se había enamorado de mi abuelo Antonio, de una familia humilde, que había invertido todo lo que tenían en mandar al primogénito a estudiar medicina a Santiago. Cuando mi abuela se enteró de que no la dejarían casarse con el único ser que había amado en este mundo, se autoproclamó en una huelga de hambre y de silencio, que duraría más de lo que mi bisabuela había previsto, y que finalmente le haría ceder ante tal apasionado amor. Estuvo sin comer y sin hablar durante diez meses; los sirvientes no entendían qué clase de fuerza misteriosa la mantenía con vida. A consecuencia de esto adelgazó tanto que se volvió casi transparente, lo cual le permitía atravesar las paredes de una estancia a otra, ante la sorpresa de todos y el beneplácito de la propia casa que se había congraciado con el amor de la muchacha. Mucho tiempo después, yo vería a mi abuela caminando por aquel jardín con cierto aire místico, casi levitando, con un libro entre las manos. Alguna vez le pregunté que leía y me contestaba como si fuese una obviedad absoluta que leía a Rosalía de Castro, porque a “la casa” le gustaban sus versos. Dicen que no hablan las plantas, ni las fuentes, ni los pájaros. Ni el onda con sus rumores, ni con su brillo los astros. Lo dicen, pero no es cierto, pues siempre cuando yo paso, de mí murmuran y exclaman –ahí va la loca soñando. Con la eterna primavera de la vida y de los campos (…). Ya de adulta, yo recordaría esos versos, que ella recitaba en gallego, y evocarían en mi mente el amor de mi abuela y de aquella casa que adoraba la poesía, con nostalgia, como un miembro más de nuestra familia.

Con los años, mis primos y yo fuimos creciendo. Pequeñas tragedias cotidianas tejerían nuestro destino con hilos de olvido hacia aquellos días. Al morir mi abuela, la casa fue heredada por mi madre y sus hermanos, y, al haberse disgregado la herencia familiar, los gastos para mantenerla se tornaron inasumibles. Terminó por venderse a gente con dinero de A Coruña, y la acabarían transformando en un hotel rural.

Muchas veces he vuelto a la costa da morte, y muchas veces he sentido en mis entrañas la llamada secreta que me hacía la casa desde la distancia. Pero no he vuelto a verla. Tal vez el miedo a la decepción de un recuerdo en el que fui feliz me lleva a no acercarme demasiado, temiendo que si nos reencontráramos se metería irremediablemente en mi corazón convirtiendo la nostalgia en tristeza.

Todos conservamos en la memoria un lugar al que volvemos una y otra vez a lo largo de nuestra vida. Yo siempre volveré a la casa azul, junto al océano.

 

Abre los ojos, Caperucita, de Bárbara de Merlo

 La autora, con una prosa ágil y resuelta, nos obsequia con esta versión contemporánea de Caperucita Roja, que, a partir de un desenlace fatal para la protagonista, nos mete de lleno en los bajos fondos de la condición humana-animal. Un cuento que refleja de manera certera el mundo urbano que estamos viviendo en la actualidad

(Taller de composición de relatos de la Universidad de León, impartido por Manuel Cuenya, publicado por La Nueva Crónica)


Recuerdo a la perfección Cudillero, el pueblo en el que pasé la infancia con mamá. Las casas de colores formaban un anfiteatro como si ninguna quisiera perderse cada día el amanecer y atardecer en el horizonte entre el cielo y el mar infinitos. Era un pueblo de cuento y mi vida también lo era viviendo con mamá en aquella pequeña casita amarilla en la que siempre había flores frescas, bizcocho de yogur y dibujos en la nevera.

Solía llover a menudo -daba igual que fuera primavera o verano-, en cualquier momento podía nublarse el cielo y pasar horas lloviendo. Entonces, sin duda el mejor plan o al menos el más divertido, era salir a saltar los charcos con botas de agua y chubasquero: el de mamá era amarillo a juego con el gorro de lluvia, el mío rojo con capucha; por eso mamá comenzó a llamarme Caperucita Roja y continuó haciéndolo hasta el fin de sus días. Nunca nada ha vuelto a ser igual desde que mamá me dejó, porque además tuve que mudarme a Madrid con la única familia que tenía y apenas conocía, que era mi abuela. Sin embargo, mis vecinos, que me habían visto crecer, siguieron adelante igualmente con su vida después del funeral de mamá.

La convivencia con mi abuela era sencilla, nunca interrumpía mis planes ni rebatía mis ideas o decisiones, únicamente me preguntaba por la razón de mis actos y parecía conformarse con una respuesta que siempre era la misma: recordar a mamá.

Me teñí el pelo de rojo en honor al apodo que ella me puso, me tatué su nombre y varios recuerdos de ella, dejé los estudios y me puse a trabajar en una cafetería para poder costear las drogas que me hacían sentirme cerca de ella...

Supongo que la abuela había aprendido a relativizar todo al máximo exponente para poder mantener en equilibrio cuerpo y alma, lo cual conseguía gracias a la meditación, el yoga, sus piedras de colores, a las que llama Chakras, y a sus plantas que son, según ella, medicinales en infusión. Cada una se relaja como quiere o puede.

En cuanto a mí, no estoy preparada para vivir en la gran ciudad, es un mundo de locos que nunca he entiendo ni quiero entender. En todas partes hay coches y personas mirando las pantallas de sus móviles, viven tan deprisa que ni se dan cuenta de la falta de vegetación viva o la existencia de tormentas de agua sucia debido a la contaminación. Es una ciudad totalmente impersonal y me niego a ser yo quien vaya  contracorriente. Cuanto menos sepan de mí, mejor. Me gusta mi vida, no soy feliz pero tampoco infeliz, simplemente vivo tranquila si nada ni nadie entorpece mi rutina. La única compañía que realmente echo de menos ya nunca más voy a tenerla, así que no me importa estar sola. 

Hoy, como cada día, contrarresto mi desgana por levantarme de la cama con una ducha de agua fría para luego, desayunar contemplando a la abuela hacer su saludo al sol. De camino al trabajo me fumo el primer porro y, una vez que llego al curro, me espera una larga y esclava jornada de atender a clientes, hacer cafés, asentir y sonreír, vaciar lavaplatos y limpiar mesas. Hay clientes habituales y gente de paso, pero entre todos ellos llama mi atención un joven de altura media, musculado, ojos y pelo negro azabache y una sonrisa irónica que deja a la vista su enorme ego y su minúscula o casi nula educación.

Me saluda al entrar llamándome caperucita, lo que hace que me esfuerce por servirle el peor café que soy capaz de hacer y lo ignore hasta que finalmente se despide llamándome pelirroja. No le doy más vueltas, ha asociado mi pelo a la niña del cuento con caperuza roja, tampoco hay que ser una lumbrera para llegar a esa conclusión y clientes desagradables abundan por desgracia.

Cansada, a pesar de los numerosos cafés que me sirvo mientras el jefe está en su mundo, vuelvo a casa acompañada de mi tercer porro del día, ya que el segundo se consume mientras mordisqueo con prisa un sándwich en el descanso. Por el camino son varias las ocasiones en las que miro hacia atrás sintiéndome observada. “Estás paranoica, eso, o bien esta mierda que fumas es buena”, te dices a ti misma. Aceleras el paso cuando notas las primeras gotas que caen del cielo avisando de la tormenta. Entonces metes la llave en la cerradura cuando lo ves reflejado en el cristal de la puerta del portal. Y te giras bruscamente comprobando que no hay nadie.

Subes a casa corriendo como si una fiera te persiguiera, y, una vez dentro, tratas de relajarte en la cocina intercambiando un par de palabras con la abuela. Más pronto que tarde te retiras a tu habitación, te pones el pijama y es cuando por fin te quedas tranquila inhalando tu pipa de agua y exhalando una ligera nube de heroína. Poco a poco se te cierran los ojos, dejas tu cuerpo en completa calma y te rindes a Morfeo.

Con los ojos cerrados te centras en el rítmico sonido de la lluvia, te dejas embriagar por el aroma a tierra mojada y sientes la fría pero agradable humedad en tu piel. De pronto escuchas la voz de mamá llamándote desde la calle, lo que hace que abras los ojos y de un brinco te asomes a la ventana y la busques desesperada. No está, hay muchas personas paseando a pesar del diluvio, pero ella no está entre ellas.

Lo que sí llama tu atención es un joven que se queda parado de golpe, mirándote desde la acera de enfrente. Es él, el chico que te llama Caperucita Roja y también pelirroja. Está inmóvil con sus ojos negros clavados en ti, ¿Qué coño quiere? Su camiseta blanca totalmente mojada deja traslucir el dibujo de un lobo enorme tatuado en su pecho. No puede ser, ¡es tu camello! Hace años que pillas en un local enano de Tetuán y allí está él, siempre sin camiseta luciendo su cuerpo escultural y su fiera de tinta negra. Cierras las cortinas y te apartas de la ventana. Tienes el corazón a punto de salir de tu pecho y empiezas a hiperventilar. Un fuerte golpe en el hall hace que te acerques justo en el momento en el que la puerta de casa comienza a tambalearse, a punto de caer. Cierras los ojos y te acurrucas en el suelo. Dejas de sentir el corazón, tu respiración... tu cuerpo no pesa y tu cerebro se centra en la imagen de aquel chico con esa fiera a punto de cobrar vida en su pecho que se abalanza sobre ti. En ese instante abres los ojos de golpe y agitada intentas apartar a todas las personas que te rodean y te observan, hablando entre ellos mientras te encuentras tumbada.

-¡No me comas, déjame en paz! -gritas.

-Cálmate, cariño, ellos sabrán cuidar de ti y te ayudarán –te dice la abuela con lágrimas en los ojos.

-¿Sabes dónde estás? ¿Cómo te llamas? –pregunta en tono suave una mujer de bata blanca depositando su mano lentamente en tu pecho agitado, tratando de trasmitirte calma.

-Caperucita Roja –acierto a decir todavía confundida.

-En este cuento estoy segura de que tú vas a poder derrotar al lobo -apunta la mujer vestida de blanco.

Esa noche volví a soñar con mamá y nuestra tranquila vida en Cudillero, donde no hay lobos y nunca tuve miedo, motivos suficientes para volver allí y reescribir el final del cuento.